La comemadre. Reseña. Pablo Korol






Pablo Korol
RESEÑA.
La comemadre

La Comemadre, novela de 145 páginas publicada en 2010 por Ed. Entropía (Bs.As., Argentina). Dividida en dos, la primera parte de 95 carillas ocurre en 1907 en Temperley, la segunda en 2009, ciudad autónoma de Bs. As. (CABA). La leo en 2018, a ocho años de su publicación y nueve de la 2ª parte. Hago el trabajo intencional de no leer ninguna reseña, crónica ni reportaje/s al respecto. Quiero que la lectura y la mirada estén libres de comentarios ajenos, impropios, expropiables. Relación entre libro y lectura: sin intermediarios.

Uno de los condimentos más apreciados de toda lectura es la sorpresa que produce el desconocimiento absoluto del tema, del estilo, la trama. Si bien es cierto que para adquirir un libro uno suele tener alguna idea del tema, cuando es una ficción escrita hace poco por un contemporáneo, la posibilidad de espoilear se reduce, y se agradece ese adelgazamiento de lecturas previas, que no hacen sino reducir la posibilidad de lectura plena, abierta, esa que permite el desconcierto, el asombro, el deslumbramiento por el orden de los sucesos, personajes, escenarios, lenguajes, que se abren junto a la primera página del nuevo libro.

Por esto mismo me propongo no dar más datos acerca de esta novela, no evitar el disfrute del descubrimiento. Lo descubierto es propio del lector; sacar la capa que cubre al texto es parte importante del placer de la lectura, ¿por qué evitarla entonces?

Solamente diré, entonces, que se trata de una novela en la que cada página, párrafo, elección de palabra remite a un goce, una conciencia del hecho de la escritura, con humor, sorpresa y una sombra siniestra que a su vez tiñe todo sin que olvide uno el hecho de estar frente a una puesta en escena, tal como proponía Bertold Brecht cuando hacía sus manifiestos sobre el arte teatral.

Brota del despliegue de La Comemadre la sensación de estar dentro de un relato claramente siglo XXI, plena conciencia del hecho de la escritura, sin perder ni un céntimo del goce del texto en tanto relato: peripecias, personajes delineados, obsesiones, diálogos llenos de densidad y juego. Quizás en Kafka se anunciara ya esa delectación en describir máquinas crueles, torturas veloces continuadas, la incertidumbre de habitar un universo del que desconocemos todo en el que carecemos de causa y efecto precisos, mientras desesperamos de pretender una racionalidad que dé cuenta de algo y logre explicarlo. La ilusión de la Razón después de la muerte de la verdad y de Dios.

Con la intención, entonces, de no restar emoción al descubrimiento, leo en la contratapa:

“En ambos hemisferios de este libro rondan la intervención sobre el cuerpo y la búsqueda de la trascendencia. Primero, presentada como la contrahecha esperanza positivista, a comienzos de 1900. Luego, como resultado de una apuesta artística radical, exitosa y, finalmente, banal, en los inicios del siglo XXI.

En el centro de esta novela, puntuada por el humor y la velocidad de su cadencia narrativa, flota la idea de lo monstruoso”.


Para tomar el gusto, este fragmento:


“Parece no haber sentido nada. Nos mira. O piensa cosas de pato. Sigue así por varios segundos, graznando ocasionalmente, hasta que se cierran sus ojos y su incursión por el mundo.

No logro ver si Menéndez presta atención o prefiere mirar hacia otro lado, pero de todos modos es ella la que retira el cuerpo, envolviéndolo en un paño limpio antes de salir.

__ Que quede jugoso, por favor –pide Ledesma.

Esperamos una explicación.

__Tómenlo como un ejemplo –dice Ledesma.

__ ¿Qué nos quiere decir? ¿Está buscando al pato de la boda? ¿Piensa hacer reducción de personal? ¿Van a rodar cabezas, eso quiere decir?

__ No, Papini –dice Ledesma-. El motivo de esta introducción, que espero hayan sentido como soñadora y atípica, está en estos papeles que ahora mismo comienzo a leerles.” (pág. 21)


La solapa, por cierto escueta, informa:


“Roque Larraquy nació en Buenos Aires en 1975.

La comemadre es su primera novela”.


¿Para qué más?

Funciona con el tono del libro. Le hace justicia. No por lacónica, sino por la medida justa de datos que aporta.




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