Los amantes. Marcelo Rubio


Esqueletos. Salvador Dalí

Marcelo Rubio


Se conocieron por una estupidez, que es así y de ninguna otra manera, como deben conocerse los suicidas, los perdedores, los marginados. Tristina compraba mandarinas en la verdulería de la Avenida Lacroze, mientras él salía de su tumba del cementerio de la Chacarita. A los dos la gente les huía al paso. A él, puro esqueleto con una margarita colgando del hueco de las costillas, la calavera bajo un sombrero bombín abollado y agujereado, los huesos de las manos apretando un cigarrillo encanecido. Ella usaba una serpiente áspid a modo de pulsera, su rostro maquillado por las ocurrencias y las casualidades; recitaba de memorias versos propios donde “ la luz se crucificaba en el purpúreo ocaso” mientras “las nubes de sal cruzaban espejos de océanos olvidados”. El esqueleto atinó a pasar justo cuando a ella se le escapaba de las manos una mandarina. La fruta rodaba – con la torpeza propia de quien desconoce lo que es andar – por la vereda, cuando el esqueleto la pisó. Tristina lo miró y le sonrió. Ante esos ojos el esqueleto sintió algo que el tiempo le había hecho olvidar y que su propia ausencia de corazón no le permitía conocer.

Ella caminó despacio por la avenida y él la siguió. Los tacos de los zapatos rojos de ella hacían un tip-tap gracioso sobre las baldosas, los huesos de él hacían cric-cracke incómodo pero no tenía forma de evitarlo. Por fin en un semáforo, él la alcanzó y le murmuró algo al oído. Ella pareció sonrojarse y acarició la serpiente que llevaba en su muñeca. El esqueleto insistió en hablarle, sacó la margarita de su pecho y se la dio. A ella le pareció que él le entregaba el corazón y lo invitó a caminar hasta que la noche se hizo enorme e incomprensible.

Para cuando llegaron a La Strada él ardía en deseo, y ella, a que negarlo, también. Entraron y nadie se sorprendió de los recién llegados. Ella pidió un wisky en la barra mientras el esqueleto encendió un cigarrillo. Alguien puso en la fonola “Someone to watch over me” . A él el humo le salía por el hueco del esternón, a ella al verlo le pareció tan seductor... Lo abrazó. Se besaron por

primera vez desde que se conocieron. Ella sabía a alcohol y el esqueleto a tierra vieja. Se fueron detrás de la fonola y lo hicieron como dos verdaderos amantes. Él no tuvo de qué desnudarse y ella no se quitó la serpiente. Al esqueleto se le desacomodó la mandíbula y a la chica se le escapó una lágrima negra y espesa. El esqueleto la observó desde la oquedad de sus ojos y le dijo:

- Estás loca.

Ella suspiró y le respondió:

- Y vos estás muerto.

Entonces sonrieron. Tras la fonola, la locura y la muerte volvieron a hacerlo. Afuera, la ciudad prefería ignorarlo todo, temerosa de tener que reconocer la locura, la muerte y lo más trágico de todo, el amor de los excluidos.



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