Cena para dos. Jordi Rocandio Clua


Julianne Moore

Jordi Rocandio Clua

Había sido una gran noche, se podría decir que un éxito absoluto. Una celebración de lo más especial, invitados importantes, medios de comunicación de todo el país, unos empleados volcados y leales en su trabajo. Era consciente de que sin ellos no podría haber llegado hasta donde lo había hecho.


Paolo Salvatore, un chef reconocido a nivel mundial, era dueño de la más extensa red de restaurantes del mundo. Ya contaba con ciento cincuenta y tenía prevista la apertura de tres más antes de que acabase el año.

En las grandes esferas, comentaban que se comía muy bien en cualquiera de ellos. Él los visitaba en cuanto podía para asegurarse de que todos mantenían una misma línea de trabajo. No obstante, era su primer establecimiento, en el que Paolo trabajaba personalmente liderando la cocina, el más exitoso de todos. Decían que como todos los genios, tenía algo que le hacía sobresalir del resto.

Con motivo de tan buenas noticias y de cara a crear algo más selecto, había organizado para esa misma noche una velada privada con dos de sus mejores amigos. El primero, que tras una carrera meteórica se había convertido en el alcalde de la ciudad, siempre había estado a su lado desde los inicios. Habían sido inseparables, pero desde hacía algún tiempo, estaban distanciados. Sus agotadoras profesiones no les dejaban tiempo para más. El segundo, en este caso, la segunda, se había convertido, además, en la flamante y espectacular esposa de su amigo y alcalde.

Los tres estudiaron juntos en la primaria y, después, en el instituto, así que se conocían muy bien. Por supuesto, no había que decir que esta invitación les había hecho mucha ilusión y que la esperaban con impaciencia desde hacía varias semanas.

Paolo, tras despedirse como correspondía de sus invitados, se dirigió por fin a su vivienda personal, una magnífica villa situada en las montañas que rodeaban la ciudad.

Su buena amiga, Laura, le había preguntado si le podía acompañar para preparar la cena con él mientras esperan la llegada de Albertini, el alcalde. A Paolo le encantó la idea y le dijo que sería todo un honor que le ayudase. Siempre era un placer cocinar de manera privada y personal, sobre todo si estaba acompañado de una de sus mejores amigas.

La tarde fue pasando tranquila, cocinando y preparando la velada. Se encargó de todo con una ternura especial, quería que esa cena fuera algo único y que su gran amigo, Albertini, la recordase para siempre.

Al cabo de un par de horas, se oyó el timbre de la puerta principal.

—Buenas noches, Al. Qué alegría que hayáis aceptado mi invitación.

—Hola, Paolo, hermano mío. No sabes lo que ha supuesto para nosotros este detalle. No puede ser que nos veamos tan de tanto en tanto. Tenemos que hacer huecos en nuestras agendas, nuestras profesiones no pueden volver a separarnos.

—Bien dicho, Al. ¿Qué sentido tiene la vida si no nos deja disfrutar de momentos tan especiales como el de hoy? Pero pasa, pasa, no te quedes ahí plantado. Vamos a tomarnos unos vinos.

—Encantado, tienes un surtido de vinos envidiable, así que sorpréndeme.

Los dos amigos se dirigieron al interior de la vivienda y pasaron por el gran comedor, camino de la cocina.

—Por cierto, ¿dónde está Laura? Me ha escrito para decirme que te acompañaría esta tarde para ayudarte a preparar la cena.

—Y lo ha hecho. Sabemos que le gusta la cocina, de hecho, es una cocinera excelente, ya lo creo. Tanto es así que ha querido preparar ella los postres, pero le faltaban varios ingredientes y ha salido un momento. Debe de estar al caer. Me ha dicho que te sirviera algo de beber mientras la esperamos.

—¡Ah, perfecto! Pues a qué esperamos, ja, ja, ja.

—En eso no has cambiado nada, amigo mío, siempre disfrutaste de una buena cata de vino. Me encanta. Por cierto, ¿qué tal va el nuevo proyecto peatonal para el centro histórico? Creo que no te está resultando fácil.

—Pues nada fácil, Paolo. Los comerciantes no están descontentos del todo, pero los transportistas se me han echado encima y los vecinos exigen buenos accesos y aparcamientos subterráneos gratuitos, ya que les quitamos muchas zonas que solían usar.

—Y luego está mi asuntillo, ahí tengo que reconocer que me has bloqueado un proyecto importante.

—Es que no puedo, Paolo, de verdad que no. ¿Qué te crees? Te daría el permiso ya mismo si de mí dependiera, pero tengo las manos atadas. Ya sabes cómo funciona esto de los pactos electorales.

—Sí, Al, lo sé, pero he perdido varios millones de euros en esto, no es cualquier cosa. Necesito este proyecto, ya sé que me lo vas a negar, pero al menos me tendrás que dar prioridad para el siguiente.

—Haré lo que pueda, Paolo, te lo garantizo —respondió el alcalde mientras bebía una copa de tinto.

—¿Qué te sucede, Al? ¿Estás bien? Te encuentro raro.

—Debe de ser el cansancio y el estrés. Tengo muchos temas en la cabeza y me sabe fatal lo de tu proyecto, créeme cuando te digo que Laura y yo lo hemos pasado muy mal al rechazarlo.

Segundos después, el alcalde se desequilibró y perdió el sentido. Rápidamente, Paolo corrió hacia él, alarmado. Lo recogió antes de que cayera al suelo gritando, alterado, su nombre para ver si su amigo se recuperaba.

Una hora después, Albertini abrió poco a poco los ojos. Tenía la mirada nublada y le costaba enfocar, le atacaba un fuerte dolor de cabeza. Se dio cuenta de que estaba sentado en una silla, enfrente de una variedad de platos exquisitos.

No acababa de comprender lo que había sucedido. Tenía un sabor extraño en la boca, no era su saliva, era comida, de un gusto exótico, pero de excelente calidad; lo notó cuando se recuperó un poco del malestar que sentía.

Intentaba moverse, pero no podía; sus manos y pies estaban atados a la silla. Delante de él, se encontraba Paolo con un tenedor en la mano.

—Bienvenido de nuevo, Al. ¿Cómo te encuentras? ¿Mejor? —le preguntó Paolo mientras le introducía el tenedor en la boca.

—¿Qué está pasando? ¿Por qué estoy atado? ¿Qué me estás haciendo? —balbuceó como pudo el alcalde.

—Te dije que hoy iba a ser una velada especial, amigo mío. Desde que Laura y tú me arruinasteis con vuestras decisiones, he estado pensando en cómo devolveros el favor. Me costó mucho decidirme, pero al final encontré la manera en la que todos podamos solucionar nuestras diferencias.

—¿De qué hablas, Paolo?

—Todo ha terminado para mí, Al, no podré levantar cabeza después de este mazazo. Desde que el resto de las ciudades se enteraron de que se me negaban los permisos, quisieron saber por qué y empezaron una serie de inspecciones en el resto de mis restaurantes, inspecciones que no he superado y, uno tras otro, voy a tener que cerrarlos. Aún no es público, pero pronto se sabrá. Estoy desesperado, amigo.

—Pero eso no es culpa mía, Paolo, deberías haber cuidado tus instalaciones. Que te las vayan a cerrar es otro problema.

—¡No, Albertini, no! —gritó Paolo—. Todo empezó por tu rechazo a mi proyecto. Esto jamás se hubiera sabido si no os llegáis a entrometer, pero no, claro, Laura y tú siempre os habéis creído mejores, con una autoridad moral superior, y me habéis fallado. Lo pagaréis con creces.

—¡Laura! ¿Dónde está, Paolo?

—No te preocupes por ella, Albertini, Laura me ha ayudado mucho, ya te he dicho que es una cocinera increíble. Aun así, debo decirte que no ha ido a por los postres, no lo he considerado necesario. Ya sabes cómo es ella, su piel es tan suave, su rostro tan bello y dulce, tan apetitosa. —Paolo le volvió a introducir comida en la boca.

—Pero, tan, tan. ¿Qué estás diciendo? ¿Dulce? ¿Apetitosa?

En ese momento, miró hacia la mesa y observó lo que tenía enfrente: varios platos cuyo ingrediente principal era… la carne. De golpe, lo comprendió todo, escupió la comida que tenía en la boca, cerró los ojos, miró hacia arriba y gritó, un grito desgarrador que resonó por toda la casa.



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