El ronquido. Alejandro Leibowich



Helena Blavatsky en una reunión teosófica


“Mi voz ya tiene vida propia. Volando desde mi corazón a través de mi garganta llega hasta el cielo. Y mientras, yo... Hay mil pequeños instantes en los que no sólo siento que toco la bóveda celeste, sino que ya soy parte de ella".

Michal Elia Kamal



Alejandro Leibowich



-Tenemos que hablar.

-Bueno.

-¿Y cómo hablamos?

-Ni idea, ¿con palabras?


Se alargó un poco, pero no estaba tan lejos. Y al fin y al cabo, ¿qué es estar lejos? Levantó la cabeza y agradecía que le había prestado el reloj. “De nada…” ¿Y qué se dice por convención? La vida es una convención. La ventana no deja entrar luz, por cierto una sombra me ahoga. Sonreía desde lejos. Era bueno verlo así. Había pasado por dos episodios de fiebre aguda, y tener muchos años no lo ayudaba. “Hay una nena llorando en la puerta”. El porche parecía vacío salvo el llanto y la reverberación. Al costado en la mesa de luz tenía “La cigarra y otros cuentos” de Chejov. Un médico lee a otro médico, ¿cuál sería el diagnóstico? Pero la cosa es con vos. Conmigo. “Cuántos libros, no se te va a ocurrir estudiar cosas con las que te van a comer los piojos”. El techo está muy alto, y la televisión subió sola el volumen. Tal vez sea yo, tal vez seas vos. Usted calmese. “Haría falta un abogado en esta familia, y ya que te gusta leer. Cosas serias...”. Me olvidé algo en la cocina, y en estas casas de inmigrantes hechas como durante la marcha todo queda lejos. “Ahora vuelvo”. Hace frío, las estufas nunca alcanzan, aunque hay dos. “Ayer estuvo el gasista, es un tipo muy lento para hacer las cosas”. Habían dejado un grabador mono en la mesa. Había cosas muy viejas ahí. Ni idea de que tenían esas grabaciones. Salvo un cassette con el Requiem en re menor de Mozart. Me guardé algo en el bolsillo. Hay licencias para sonreírse. Incluso de la muerte, ya que aunque se diga en latín “hay una llama que está encendida por siempre, y nunca se extingue”. Las misas de muertos tenían una letra prefijada. Cruda, imbatible y con “verdades”. Limitada. Como si fueran máscaras mortuorias hechas de palabras. Eran un molde. Capturando los gestos en yeso, para siempre. Para que sus hijos vean a sus hijos y posteriori. Tenía unas secretas ganas de matar a alguien, no tengo la menor idea de por qué. Sólo eran ganas. Sonrisa muda. La carcajada implica otras cosas, como un batido interno, viene de las entrañas. Los monos sonríen, puede que yo sea uno de ellos. No quiero ser superficie. Las ventanas tienen muchos vidrios. Un cristal trasluce y también es superficie.

Se levantó solo, sabía que los músculos de sus piernas estaban atrofiados. Había un catabolismo incipiente, e inevitable. Nos pasa a todos a cierta edad, si llegamos. Caminaba como Chaplin.

-¿Qué pasa, nena? ¿Por qué estás llorando?

-Yo no lloro señor, por favor no le cuente a mi padre que me va a golpear. -Las palabras a veces no son necesarias, las lágrimas pueden ser testigos mudos. Y a la vez gritar muy fuerte. Sus ojos brillaban piedad.

-Vendo cosas para costurería. ¿Le interesa?

-¿Cuánta plata necesitás?, digo, ¿cuánto cuestan… esas… esos?

-Dos con cincuenta.

Le alcanzó un billete de diez. La pobreza había carcomido su alma en Santa Fé. Fuera de supuestos estereotipos de nobleza en la miseria, si puede existir algo más ruín y falso. Se había sensibilizado porque entendía el dolor, lo había vivido. Comprendía cuando por ejemplo ya no se puede pensar, porque con el estómago no se piensa. Uno se suspende. Todo se suspende.

-Señor, yo no estoy pidiendo dinero. Le estoy vendiendo… - Estaba terriblemente seria, el ceño fruncido no era sólo enojo, era una forma extraña de autoridad  

-Dame lo que salga eso, lo que te parezca.

Había un semi enrrejado. La nena alargó el brazo y se raspó un poco alcanzándole algo que mi abuelo nunca usaría. Nadie me lo puede contar, porque yo estaba ahí. Al lado del piano alemán. Había pasado dos guerras mundiales y fue habitado por tortugas.

Por esa época el tiempo era más haragán, corría más lento en toda hora. Como un perpetuo domingo, pero para mí. No para todos. Supongo que todos vivían una especie de viernes en ese lugar. Notó que tenía los labios resecos. “Traeme agua de la heladera, tengo sed”. Traeme, claro, es traele. Toda esa decodificación la conocía.

En la sala estaba el samovar. Nadie lo usaba, era un adorno moscovita. Los recuerdos a veces también lo son. Había un pequeño bar, con vodka, whisky, y creo que licor de menta…

La abuela se había quedado dormida. Soplaba una pluma oniria que iba y venía. Sonó un motor, muy fuerte y como ahogado a la vez. ¿Tendría que decirte que era Anís?



No, no es que se nos haya pasado la hora. Estaba su señora haciendo no sé qué desayuno, tenía frutas secas, chocolate amargo y halvá. Anís miraba por la ventana. Estaba sentado junto a una mesa. Había un mantel cuadriculado, con blancos y negros cual tablero de ajedrez. Caracteres en árabe que no comprendía. ¿Por qué nunca estamos listos para entender en el momento indicado?, ¿y por qué los momentos se desenfocan? Tomaba un cuchillo y agarraba el queso. Lo cortaba en fetas. Y no dejaba de mirar la ventana. Ese sol era sólo para él. Sólo él lo entendía, había como un diálogo invisible ahí.

-Anís, ¿puedo usar el teléfono? -marcaba números en el aire  

-Ahora te acompaño, está en la otra pieza, ya lo sabés. Es complicado esto de adoptar hijos.

Anís había perdido todo el apéndice nasal en una explosión. Su voz salía desde la garganta pero se apagaba a la altura de la cara. Eso no le impedía comer su queso. Ni ser amable con una persona tan insoportable como yo.

-¿Y con el otro qué hacemos? A ver, mujer, dale algo de comer. -Anís se frotaba las manos, y lo hacía demasiado frecuentemente. Se arrancaba capas de piel. No quería pensar en una neurosis de ansiedad, aunque en esa época ni conocía la palabra. Rashida se acomodaba su hiyab.


“Dale, llamá, ¿te marco yo?”



¿Viste los dibujos en las paredes?

-¿Dónde?

-Es que son esos ángeles. Y son ángeles que… fijate bien, ése está llorando.

Ella acercó la mano, inevitablemente tocó la humedad, el agua mojada, ¿no? Porque lo que no tiene sentido también puede tener todo el sentido. Por abuso toda obviedad se vuelve absurda.



A Daniel no lo aguantaba nadie. Estaba mirando solo la televisión. Si no me equivoco debía ser una serie de dibujos japonesa. La hermana, era unos años más grande que yo. Muchos años, era adolescente. La clase había terminado. “Vení que quiero que te quedes con mi hermano”. Por esa época lo que ella decía era siempre un ejercicio a completar, también en las actitudes formales. El trato. Y Daniel estaba conectado de cierta forma a la televisión. Tenía pegada su mirada ahí. “Daniel, vino un amigo para acompañarte”. La miré. No me devolvió la mirada. ¿Dios es mi juez? Dani-el inclinó la cabeza, se hizo a destiempo y me miró. Sonreía. Una sonrisa franca, de esas sin maldad. Pero ahí no sólo no había maldad por potencial intencionalidad, no había maldad porque no sabía lo que era. Debe ser la gente más felíz del mundo, ¿pensé?

Volvió a conectarse a su companía eléctrica. ¿Qué pasaría por la cabeza de Daniel? Me quedé ahí. Su hermana como que me tiró cerca de él. Nos quedamos juntos, bajo la tutela de esa manifestación lumínica.

Ahora que lo pienso, si es que sé pensar, Daniel es una de las mejores personas que conocí. Ahí desde ese mundo mínimo. Esa casi nada de rutina que tenía. “¿Vos no me vas a pegar, no?” Todavía no me había despegado de la voz de la hermana, ni de sus manos corrigiendo. Pero tenía que escuchar lo que me decía. Debía haber algo, un mensaje entre lo más sencillo, escondido debajo de sus palabras, para poder comprenderlo. “Te vi con los otros planeado tirarme por una escalera”.


-¿De qué hablás, Daniel?

-Dicen que vos sos el más peligroso, pero no lo creo. Aunque me ibas a tirar por la escalera.

-¿Qué escalera? Yo nunca tiré a nadie por una escalera.



Tengo que llamar a mi casa, Anís. Igual, nadie va a contestar. Pero tengo que llamar. Y el retrato de Kahlil Gibran me está mirando. Es una foto en blanco y negro. Las fotos en contraste básico dicen tanto que las otras ni dicen. “Este chico me preocupa, piensa demasiado”. El otro día le dijo “dormí, pero dormí rápido” a mi sobrino.



El abuelo Iván tenía una gomería cerca de la plaza Italia, en La Plata. Le vendía gomas más que todo a los taxis. Y si uno pensase en lo que eran los autos por esa época. Con su hermano jugaban pulseadas en una mesa de madera. “Te voy a romper el brazo”. “A veces rompían la mesa”. Era muy extraño, pero todo ahí se mezclaba. Y yo no lo conocí. Pero en cierta forma sí lo conocí. Compraban yerba más barata por cuestiones de economía. En la pieza, tenía una balalaika a la que le faltaban cuerdas. Por cierto, faltaban casas de repuestos musicales por esa zona, por esa época, por ese pasado. El almacén casero estaba repleto de bolsas de papas. El depósito estaba cargado de eso. Marañón aconsejaba su consumo. “La papa salvó más vidas que la penicilina”. Sin embargo, no lo creo tan cierto. Había de provocar un desbalance alimenticio en muchas partes. Una cosa es un período de conflicto otra una vida. En no mucho tiempo, Don Iván perdió una pierna. Le diagnosticaron diabetes. “Si a mí me cortan una pierna me muero”. Al poco tiempo murió. “Si mi marido se muere, me voy a quedar ciega de tanto llorarlo”. Al poco tiempo su esposa Katya quedó ciega. No por llorar, supongo que los médicos pueden equivocarse. Una enfermedad si llega no se equivoca. La diabetes por ejemplo, es más exacta. Otra vez.

Tenían dos hijas, una quería ser dentista. Ambas tocaban el piano, por imposición de época y salas de visitas. No hubo hijo para el violín. La que escucharía a Gardel. Ésa era mejor alumna. La primera, la mayor.



¿Viste los dibujos en las paredes?

-¿Dónde?

-Es que son esas personas. Y son personas que… fijate bien, esa está llorando.

Ella acercó la mano, inevitablemente tocó la humedad, el agua mojada, ¿no? Porque lo que no tiene sentido también puede tener todo el sentido. Putrefacción de obviedad que llega al absurdo.

La abuela despertó, me había soñado, nos había soñado. Incluso a ella misma soñando. Sin embargo no pude tolerarlo. Después que me contó todo apagué su vida. “Dormí rápido”.



Acá en las paredes hay mucha humedad. Se me filtra en los huesos, me duelen y no puedo dormir bien. Realmente al guardia tampoco le importa mucho. Creo que cuando me tira la comida suele escupirla. Por divertirse. Bueno, no es que sea mal sujeto, me entretengo escuchando sus pasos, o cuando trae prostitutas y se los escucha discutir. Él entiende una forma de justicia, yo no tengo por qué estar en su acuerdo de razón. Se queja porque dice que ronco fuerte. Creo que mi abuela también roncaba, sí… pero poco, de forma muy tenue.

Recuerdo incluso cuando era la sombra embebida de un recuerdo. A esta hora ya no hay luz, la de afuera, la externa. Yo ya no tengo luz. Mi abuela descansa en un cementerio de la capital. Yo imagino, yo escucho a los ratones caminando.


La cité des enfants perdus. Jean Pierre Jeunet, Marc Caro



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