Engranajes (Аня). Alejandro Leibowich







Alejandro Leibowich

Anya me arrancó la hoja y con eso me arrancó el resto de la historia. No puedo saber qué más sucedió...

(1991)


-Te decidís. Entonces, ¿qué vas a hacer? ¿Escribir muchas novelas baratas que salvo la reina, nadie va a leer, o vas a estudiar la obra íntegra de Bach?

Realmente estaba irritada, el gesto de enojo, lo adusto, marcaba más su ascendencia. Como si en ese momento toda europa del este estuviera corriendo por sus venas. Un mapa invisible que se volvía rojo y líquido. Sus ojos, desde su gris azul eran como nostalgia y claridad al mismo tiempo. Los grises serían los intermedios. No sé si ella reflejaría siempre eso. El tono eslavo no podía esconderse en su conflictuado inglés. También Anya pensaba al mismo tiempo o a destiempo, por turnos en ruso y francés. No podía esconder el acné, ni ciertos prejuicios, incluso hacia sí misma.

En la casa había un cassette de Lionel Rogg que ella no paraba de escuchar, lo debe haber quemado de tanto pasarlo. Como suele pasar en ciertas simbiosis de conducta, algunas cosas se copian, se imitan, se contagian. Empecé a escucharlo yo también. En cierta forma ese tipo de composición y calidad interpretativa cambió o arruinó mi vida. Depende la persona que lo interpretase. Para Michael yo era un perdedor crónico, para Yael se podía entender alguna esperanza de sobrevida. Confiaba más en el criterio positivo de la pelirroja, que desde su sonrisa con pecas casi nunca se equivocaba. Michael era un poco como yo antes, o sea, una persona que está en un barco, agarra el ancla más pesada que puede levantar, va a cubierta, busca un extremo y la arroja al mar. Obviamente se ata a ella, porque es un suicida. Todo pesimista hace en cierta forma eso. Y todo pesimismo rehuye la tolerancia, espanta y se vuelve insoportable. Anya se estaba duchando, no me acostumbraba a las cuestiones en el uso energético de la zona. ¿Pagaste el gas? Eso no existía. La estufa era automática, el televisor vomitaba automatismos, y en ese momento hablaba un ecuménico y desconocido compositor dodecafónico. La cocina tenía los mecheros, los contactos eléctricos activados. Como sea, nada estaba más lejos del clima de Círculo Polar Ártico que respiraba el exterior. De hecho la respiración se podía congelar, pero era divertido, se veía. Era un poco ver la vida, que expira. Bien, Anya no come más pizza. Su dieta es vegetariana. En la mesa había dejado su libro preferido, no me quedaba claro que es lo preferido en algo. Pero por la ubicación parecía indicar eso. Lord Beaconsfield me sonreía desde un retrato en la tapa. A ese tipo lo tenía de algún lado, y no por libros, sino por alguna banda clásica londinense. Me acordé, los engranajes de Disraeli (Disraeli Gears). Era el disco de Jack Bruce, era Cream. Podría escuchar los paralelismos de Clapton mentalmente. “Sunshine of Your Love”. Esos intentos de copiar el sonido de Hendrix pero con menor velocidad, y más frialdad.

Moscú

En 1982 pasaban muchas cosas en la todavía URSS. Entre otras nacía Anya en un hospital del Estado. No me quedó bien clara la situación, tampoco las circunstancias que rodeaban al hecho. Las imaginaba de todos modos bastante asépticas, pero no sé… Todo recuerdo, es un poco una mentira, un poco una verdad y un poco un deseo. Más en ella.

-Dicen que mamá contaba un cuento, yo no podía entenderlo, todavía no hablaba ningún idioma. Salvo llorar. ¿Podés creerlo? Y lo tengo acá, me lo dejó mi padre.

El cuento estaba en un libro, parecía un híbrido de naciones. Las tapas eran rojas, y tenían un estampado. Estaba el nombre de Anya en cirílico, unos sellos que no comprendía. Y una foto de James Joyce, que no entendí en comienzo la relación, se filtraba entre las hojas. Su padre era irlandés o tal vez los padres de su padre.

No sé por qué el frío calaba tan hondo en los huesos, tal vez era la suave ceremonia de una ganada resurrección. Aunque no creo que una transición pueda resultar suave. La sangre medular se coagulaba. El mar no dejaba ya rastros de su arena y la multitud de luciérnagas flotantes templaban el laúd en que se había convertido el pueblo.

Todas las noches en que la luna llena se elevaba por aquellos árboles, Asquer Lázaro el mago y hechicero hacía hablar a las hojas y doblaba el viento astral. Pero él no creía en gnomos irlandeses, incluso estando en esas ciudades de allí con extraños nombres, que parecían más construidos con melodías que con palabras. Tal vez las palabras son un recurso de la gente débil para justificar su inutilidad. Starbiq, contó algo a Lazaro. Contar algo de verdad, es regalar una porción de vida, aunque sea mínima. Decía que un día por la tarde (en tarde rojo sangre o sangre rojo en tarde). Con esa lluvia fina, intermitente de allí, infinita e interminable. Un carpintero que se había protegido de los chapuzones en el mismo lugar, una especie de gruta, le narró lo siguiente con mesura en las palabras, aunque con una gesticulación que casi roia por lo ridícula, de las manos y el rostro.

Su abuelo le había relatado antes de morir que los primeros habitantes de ese lugar luego denominado Irlanda se comunicaban con música. No existía la palabra tal como la conocemos. Existían las intensidades de sonido o algo así. Luego de dos siglos de habitar el lugar esta raza singular desapareció de forma extraña. No quedó descendencia alguna, aunque había utensillos y grabados de esos tiempos arcaicos. Libros de Paracelso cubiertos por la tierra del olvido. Eran testigos de la historia. Se podía aseverar una especie de Pompeya sin Vesubio.

Treinta y dos científicos provenientes de distintos lugares confirmaron milenios después su autenticidad. Y daban fe que estos hombres pisaron la tierra.

¿Y qué? pensaba Lázaro. Tampoco le inquietaban las Walkirias, ni las lágrimas de sangre de la Virgen de Lourdes. Ni Stonehendge, ni las Pascuas hebreas, ni las profecías de Ezequiel o Jeremías, ni el sueño de Mahoma. Todo es farsa en los horóscopos astrales: el anillo de los Nibelungos, el poder de Zeus, o todas esas leyendas que quieren inyectar magia en esas pobres gentes de pupilas muertas y vidas evanecidas.

Extraña clase de mago y hechicero resultaba Lázaro. No creía en religiones, mitos, leyendas, alquimia, y ni en la misma magia. Por las noches su consuelo era escuchar el latir de su propio corazón. Sabía que alguna vez dejaría de sonar. Así se dormía, hasta el último dormir, el permanente. Todo lo bueno que hace un ser atemporal, tal vez.

Se sabe que repetir la estadía de alguien es aceptar una forma de destino. Como sea, la historia ella ya la había escuchado varias veces. Había estado ahí. Para mí era la primera.


-Yael está llamando…

Tres vocales, la superación del diptongo, pensaba un poco en el nexo de lo que podía ser música, antes que las palabras. La y era i. ¿Sin consonantes? No, no me convence. Es un espejo roto, falta una forma de ataque. Anya tenía un piano vertical, con dos teclas en mal estado. Ignoro si lo habían afinado recientemente, pero ella al modo de los primarios pianistas de jazz, con recursos más elementales se movía por el registro medio. No pedía mucho más, y todo sonaba aceptablemente. Sacando que ella estaba muy pop. Lo peor del pop. Y me estaba aburriendo.

-No era nada importante, seguramente…

No sé por qué algunas de estas personas demasiado apasionadas toman cambios tan bruscos. Y no quería contagiarme eso, aunque lo admiraba, en silencio, claro.

Anya se agarraba el rostro con las manos, el piano de diatonismos se había suspendido. Si bien sonreír, es una cosa que hacen incluso los monos. Reír implica otras cosas, es algo como más interno. Más visceral, ¿más humano? Me estaba riendo. No sé de qué. Pero al mismo tiempo las lágrimas de ella caían al piso. Era una persona gotera. Había una alfombra de un blanco que negaba su ascendiente. Y éramos un antagonismo orgánico.

-¿Qué te pasa? -le dije porque tenía que cortar la risa absurda. Las palabras al menos me podían orientar hacia algún pensamiento concreto, o no sé.

-No nada, me siento un poco así, ¿no?

-Así, ¿cómo? - no entendía.

-Una especie de beduina trasplantada, ¿no viste el libro del Lord?

-¿El de Eric Clapton…? Ah sí, no, no leí el autor ¿qué pasa?

-Estúpido. Se cuenta que Disraeli al servicio de la reina, siempre tenía disputas y peleas con Lord Gladstone. Peleaban con querellas, peleaban elevando su tono de voz. El apodo que Gladstone usaba para el entonces primer ministro era “beduino trasplantado”. Yo me siento así… Y vos no deberías terminar escribiendo novelas que nadie lee, salvo su majestad. ¿Crees en algún tipo de realeza? ¿En la sangre azul?

No entendía tampoco una oscilación giratoria de su cuerpo, y su cabeza. No entendía nada. Su pelo estaba suelto y caía sobre sus hombros.

-Todavía no me lo corté, pero quiero hacerlo. Quiero estar lo más “liviana” posible para enfrentar la situación.

-¿Y cuál es la situación?

-En breve me voy, dejo mi país. ¿Podés comprender eso? La gente habla del desarraigo. Eso no se habla, se vive. ¿Podés entenderme? De donde vos venís no existen estos tipos de conflictos. No pueden comprender por ejemplo a un europeo que da dos pasos y ya tiene que aprender a hablar otro idioma. Todo está condicionado, cambia… Es como que se mueve, magma, y todos piensan distinto. Son dos pasos y todo es nuevo.

Salvo cuando estuve en Rio Grande Do Sul, donde traté un tiempo con una familia de raíces anglicanas, que no entendía qué hacía ahí, porque parecía sacada de un cuento de Borges. No conocía, lo que ella me quería explicar.

-Es como que te vas pero los recuerdos no te acompañan. No entran en las valijas. Ustedes los argentinos encima parecen falsos italianos. Hasta cuando hablan, y que una cae en que es español.


-Vos sos argentino, los argentinos son todos ladrones y mentirosos. Hablalo con tus amigos. -la amabilidad del administrador me abrumaba. Los estereotipos son un gran logro institucional de los países. Un país es un invento, al igual que una religión o ciertas políticas. Más o menos viejo. Depende. Y me hablaban de ismos, y me sonaba a geografía. Por cierto siempre fui malo en esa materia.

-Moscú. Una rusa. Y ¿qué pensás hacer acá? ¿A qué te dedicás?

-...

-Disculpá, seré muy ladrón, mentiroso e impostor de nacionalidades, pero vos estás desubicado. Y estás hablando a un volumen muy alto. Conocí un tipo en Banfield que vendía audífonos. Su forma de publicitarse por las tardes, era gritar a voz de cuello. El tipo gritaba tan fuerte que parecía que te iban a explotar los tímpanos. Él observaba atentamente a todos los transeúntes. Si no notaba gesto de molestia o queja en alguien, le ofrecía sus servicios. Y sus productos. Gente pobre en esa zona, con métodos extravagantes de promocionarse. Sabrás entender.

-Me olvidaba que los argentinos también hablan muchas idioteces, pero lo daba incluido en lo de mentirosos.

Anya te miraba, si te miraba durante más de dos minutos, no parpadeaba y te petrificaba cual Medusa. Pero ésta no iba a perder la cabeza.

-Te decidís. Entonces, ¿qué vas a hacer? ¿Escribir muchas novelas baratas que salvo la reina, nadie va a leer, o vas a estudiar la obra íntegra de Bach?... Dicen que mamá contaba un cuento, yo no podía entenderlo, todavía no hablaba ningún idioma. Salvo llorar. ¿Podés creerlo? Y lo tengo acá, me lo dejó mi padre.

-Leelo.







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