Daniel Guebel: "Una impecable máquina de narrar". Alejandro Leibowich



Daniel Guebel. "El hijo judío". Literatura Random House


Alejandro Leibowich

Daniel Guebel es un autor que conozco desde sus libros desde que era adolescente. Lo primero que leí de él lo recuerdo de manera muy nítida. Era una novela breve llamada “El terrorista”. Allí había un anarquista, una verdulería, la solución a todos los problemas del mundo desde una “revolución social” y la amplitud de conciencias. En la contratapa entre otras opiniones de la crítica decía: “Guebel resulta una impecable máquina de narrar”. Creo que esa descripción elíptica, esa hipersíntesis del trabajo de Daniel no podía ser más acertada. Y siguiendo las cosas que fue haciendo con el discurrir del tiempo, no ha logrado más que reafirmar esa opinión. Resulta uno de esos autores que de cierta forma siguen circulando en tus ideas, en tus ficciones. Sean estas literatura, música, cine, o teatro. Todas son ficciones, y todas nacen obviamente de la realidad. Lo interesante es que en su caso se nota que éstas lo que intentan claramente, incluso con humor, para adecuar una mejor digestión de lo que a veces no es grato, es mejorarla. Creo que es la mejor apuesta que un autor, un artista, puede ofrecer.


Entre otras cosas Daniel Guebel sostiene que no se puede “escribir mal, uno escribe, es uno mismo”, que eso realmente no existe con tal. Por cierto él da talleres literarios. El caso más mentado, resultaría el de Arlt, pero eso no habría sido necesariamente escribir mal. Suele ocurrir que la necesidad de transmitir un mensaje a veces por urgencia del mismo se imponga a la técnica narrativa más aceptada por la normativa académica.
El libro que más me impactó hasta el momento de su autoría fue “El absoluto”. Por una cuestión personal, dado que estudié composición e instrumento y siempre estuve interesado por temáticas relacionadas a lo místico o esotérico para uso ficcional, llámese esto “acorde místico” desde los Rosacruces y Scriabin o Madame Blavatsky. Hace algún tiempo tuve una breve charla con Daniel, luego escuchó material de Tamar Halperin sobre Etik Satie (es una destacada intérprete israelí que trabaja mayormente en Alemania). Posteriormente me dio una “clase magistral” sobre cómo interpretaba Glenn Gould al piano. Siempre aclarando que “no conocía tanto del tema, que no estudió eso” (...) “Y más vos si sabés música y teoría compositiva debés notar las ‘costuras’ en estas cuestiones”. Por cierto, nunca las noté y es más, sentí una fuerte empatía entre lo que pensaban sus personajes y los que les acontecía cualquiera fuese la generación de turno, y lo que pasaba en una carrera como Composición de la U.N.L.P y otras relacionadas. Él incluso “compuso” partituras breves desde la literatura similares a las del atonalismo libre, que están incrustadas en partes del libro, pero le resta importancia. Además carga con cierto tipo de filosofía de práctica y acción, y también la religión que él filtraba siempre en sus relatos (solapada o no), o injertaba como un panteísta en un parte del todo.

En “El hijo judío” se zambulle directamente en la última cuestión mencionada desde su subjetividad ficcionada. Y bien, quería dejar una constancia de cómo está hoy la literatura argentina. Que en autores como Daniel Guebel se destaca y manifiesta en óptimas condiciones el factor creativo desde una excelente labor de oficio. En resumen, está a la altura de cualquier otro país del primer mundo literario (basándonos en esta teoría de los tres mundos ya no unánimente aceptada). Esto puede ser leído en México, Colombia, Chile, U.K., Irlanda, España, Francia, Alemania, Italia, U.S.A., Rusia, Ucrania, Armenia, India o Israel. Si se acercan a la prosa de Daniel Guebel, creo que habría un consenso.
Daniel Guebel además de ser escritor, dictar cursos, publicar libros de otros autores y de él mismo, escribir teatro, dirigir programas culturales y ser periodista, también es un ser humano. Y me parece muy buena gente. También fue tomado como personaje de ficción, y tiene un tremendo talón de Aquiles, su hija. Acá dejo un fragmento introductorio de “El hijo judío”. La obra publicada por Literatura Random House y que ya está a la venta en Argentina.


Daniel Guebel


Una anécdota puede explicarlo todo si no se resta lo que escapa.

De criatura, no había comida que me gustara. Le hacia ascos a lo dulce y a lo salado, a lo sólido y a lo líquido, a lo abundante y a lo escaso. Alimentarme era un problema. Algo comía, por supuesto, de no hacerlo habría muerto, pero a la vez, mi insatisfacción engordaba los riesgos de esa muerte. ¿Qué pretendía a cambio de lo que me ofrecían? No lo sé. Quizá́ no se trataba de un capricho sino de la rabia por haber dejado de ser hijo único: el nacimiento de mi hermana me resultaba indigerible.

Lo cierto es que con el agravamiento de la situación mis padres me llevaron a un pediatra que decidió́ cortar por lo insano: si ya comía poco, lo que había que hacer era suprimir el alimento hasta que en mi desesperación yo pidiera por favor el pedazo de pan que antes despreciara. La dieta se cumplía así: durante el primer día, ayuno completo. Al segundo, una cucharadita de té embadurnada de miel. Al tercero, dos cucharaditas. No sé cuanto tiempo debía durar la progresión, pero a la semana apareció́ mi abuela paterna y preparó una sopa de gallina con arroz y la sirvió́ en un plato hondo térmico, de aquellos que se montaban sobre una estructura metálica, y me fue dando las cucharadas soperas en la boca, diciéndome que tenía que comer hasta vaciar el plato porque en el fondo había algo muy lindo. Apenas iniciado el proceso, la cuchara se hundía en el mejunje (además de los granos de arroz y la espesura grasa que soltaba la piel de gallina y formaba una capa en la superficie, había trocitos de zanahoria, papa y cebolla), y al reaparecer cargada hasta el tope y derramando su contenido, en el borde mismo de la superficie hacia un efecto de succión, “ahuecaba” el contenido del plato, que se abría hacia los bordes en olitas espesas, dejando ver por un segundo, como un espejeo bajo la densidad de la mezcla, algo, como una línea, una sorpresa, la promesa de lo prometido. No debe de haber sentido mayor expectativa el capitán Nemo cuando hundió́ por primera vez la proa del Nautilus en el océano. La inminencia del conocimiento, el acceso a lo inexplorado se presentaba ante mis ojos. Se trataba de un pequeño caballero chino estampado sobre la porcelana. El chinito se inclinaba ante el paso de una dama china, que llevaba un parasol de seda apoyado coquetamente sobre un hombro. Creo que eso era todo, tal vez ni siquiera había dama y simplemente el chino permanecía de pie, quieto. Pero a partir de entonces empecé́ a tomar la sopa, todos los días, todo el plato, para verlo aparecer enguirnaldado de granos de arroz que le hacían de marco o de filigrana comestible. El chino fue mi primer cuento oriental. A partir de entonces mi pasión infantil por el exotismo me proporcionó los nutrientes que necesitaba para sobrevivir en un mundo que no alimenta la imaginación.

Hay que decirlo, por si no se entendió́ hasta este momento. Por aquella época la angustia ya había hecho estragos en mí, y el rictus doloroso que era su expresión alteraba a mis padres. Nadie sabe qué hacer con un niño, su existencia es un enigma: destroza la calma de los mayores, arruina su vida sentimental y los carga de una ansiedad que solo se alivia en los días cercanos a sus propias muertes, cuando, siendo los propios hijos ya adultos y hasta viejos, aquellos que fueron padres jóvenes contemplan el panorama del pasado y advierten que los sueños y las ilusiones que albergaron respecto de su descendencia se convirtieron en decepciones y frustraciones. En general, aceptarlo cuesta un par de décadas, es un efecto de decantación que se precipita al fin de la adolescencia. Yo, en cambio, en la mirada de mis padres advertí́ muy pronto no solo el desencanto y la irritación prematuros, sino que también creí́ descubrir el deseo de verme desaparecer por la vía de algún milagro catastrófico. Una insolación en la playa acompañada por el derrumbe del acantilado donde estábamos de picnic y las piedras que caen justo sobre mi cabeza; un accidente automovilístico limitado a mi propia persona; un secuestro oportuno seguido de mi asesinato y la venta de mis órganos, o la sencilla desaparición denunciada en el destacamento policial: “El nene se esfumó”. Pero eso no ocurrió́ nunca y yo no podía evitar ser quien era (lo que era) y entonces fantaseaba alguna clase de reparación, también milagrosa, que les permitiera aceptarme o que me modificara hasta volverme parecido al que —a lo que— esperaban que fuese. Claro que no sabia qué era eso ni quien era ese, aunque escuchaba comentarios que me aludían (“llorón”, “insoportable”, “hinchapelotas”, “pegajoso”, etcétera) y me llevaban a pensar que tal vez hubiese sido mejor que mi abuela me dejara morir de hambre. En todo caso, y así́ como cada ente persevera en su ser y cada ser persevera en su ente, lo mismo ocurre con los seres humanos, por lo que me hacia constantes promesas íntimas de reforma, trataba de volverme agradable a ojos de mis padres, hacia todo lo posible para sobrevivir y ser aceptado, solo que no sabia bien como hacerlo ni por qué. Es ingenuo pensar que el amor se gana en la fricción y el desgaste de los días: lo que no se da, íntegro y desde el comienzo, no se concede nunca. Yo veía que mis esfuerzos chocaban contra el muro del desconcierto de mis padres, que los tomaban como arbitrariedades y extravagancias, y a consecuencia de esto, en vez de retraerme en la soledad de mi cuarto, me lanzaba de nuevo a la lucha por el amor y multiplicaba los intentos, creyendo que alguna vez horadaría el muro de incomprensión. Pero no lo lograba. Era todo ofrenda en procura de ese amor que más se me negaba cuanto más insistía en mi esfuerzo por agradar. Vez tras vez, ante la mirada de hielo de mi padre o la apatía de mi madre, yo, que había ido hacia ellos sonriendo y con los brazos abiertos, debía retroceder preguntándome cuál sería el gesto o la palabra indicados, y diciéndome a cambio que, como no lograba el milagro de ese amor, tenía que aceptar mi responsabilidad en el rechazo, mi error inicial, irrevocable, y también su consecuencia lógica: “Soy un idiota, me tengo que morir”, me decía.

Suena cruel leerlo, yo era un niño muy pequeño. Pero aún más cruel era decirme esas frases convencido de que estaba apropiándome del verdadero mensaje de mis padres: “Sos un idiota, te tenés que morir”.

¿Cómo obrar el cese de ese tormento, el inicio, siquiera mínimo, de la aceptación? Al volverme cansadoramente visible y constante, al pretender que ni por un segundo mi madre y mi padre se olvidaran de mí, lo único que conseguía era que toda mi familia, a coro, dijera que estaba celoso de mi hermana, a la que llamaban “Chuchi” y de la que decían que era una cosita preciosa, una hermosura, el bebé más bello concebido desde los comienzos de la humanidad. Elogiaban el tono de porcelana de sus manitas, el rosa de sus mejillas, la perfección en el diseño de sus facciones, sus piernas ajamonadas, sus berrinches, gruñidos, balbuceos, vómitos y deyecciones. Todo sumaba al encantamiento general con la princesita que me restaba atención y a la que para colmo también debía celebrar. Y lo hacía, exagerando mi afecto y ocultando mi despecho, pellizcando sus mejillas y abrazándola cuando me daban a cargarla, con tanta energía que pronto debían arrancármela para que no la sofocara. No es que no la quisiera. Al contrario. Sobreponiéndome al impulso primero y bárbaro de aniquilarla traté de ofrecerle mis cuidados, de ser un verdadero hermano mayor; así, con esos pequeños tormentos subrepticios la estaba preparando para que el dolor moral que yo sufría se hiciera carne en ella una vez que, atravesado el ciclo de fascinación familiar, con su aura de novedad, el efecto del abandono cayera sobre su ser.

Por supuesto, aún era temprano para que eso ocurriera, y entretanto la Chuchi llenaba los ojos de todo el entorno, y cuanto más lo hacía más desaparecía yo en la comparación. Yo caía y mi hermana comenzaba a caminar.


Daniel Guebel


Daniel Guebel nació en Buenos Aires en 1956. Escritor, dramaturgo y periodista, es autor de las novelas Arnulfo o los infortunios de un príncipe, La perla del emperador (Premio Emecé y Segundo Premio Municipal de Novela), Los elementales, Matilde, Cuerpo cristiano, El terrorista, Nina, El perseguido, La vida por Perón, Carrera y Fracassi, El caso Voynich, Mis escritores muertos, Derrumbe, Ella, La carne de Evita, Las mujeres que amé y El absoluto. También de los libros de cuentos El ser querido, Los padres de Sherezade, Genios destrozados y Tres visiones de las mil y una noches. En teatro publicó Adiós mein Führer, Tres obras para desesperar, Padre y Pornografía sentimental. Es coautor, junto con Sergio Bizzio, de Dos obras ordinarias y El día feliz de Charlie Feiling. Con El absoluto -el mejor libro de ficción de 2016 según el diario La Nación- obtuvo en 2017 el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras.






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