De vez en cuando sopla el viento. Marcelo Rubio




Marcelo Rubio

En mi otra vida (aclaro: no he muerto ni pienso hacerlo por ahora) jamás imaginé que el vuelo de las moscas resultara interesante. En esa otra vida, tan mía como la actual, yo era una mosca. Pero esto puedo decirlo cuando el tiempo –por una vez jugando a mi favor– me ha permitido tomar distancia y analizar los hechos.

         Hace diez años recorría la ruta en mi Ford Fiesta. ¿Quién puede ponerle por nombre Fiesta a un auto pequeño como un suspiro? Conducir uno de esos es como sentarse en el inodoro de la estación de servicio, apenas hay espacio para manotear al papel. En este caso, el asiento del acompañante sirve para colocar la propia sombra. Cuando advertí esto, las cubiertas llevaban varios kilómetros en el asfalto.

         La agencia Ricagni Car, cuando fui a comprar el auto, puso todo a mi disposición. Me hicieron ver varios modelos, ofrecieron distintas formas de pago. Al momento de cerrar la operación me convidaron con un café. El vendedor, un tipo con cara de pescado, que ya celebraba su comisión, dijo:

-Se está llevando un fierro, quédese tranquilo, éste sí que no lo va a dejar a pie nunca -dio dos golpes suaves sobre el capó y me obsequió una sonrisa.

         O bien el cara de pescado exageró, o el auto jamás se anotició de sus cualidades.
Tomando la curva el motor lanzó un aullido agudo, impropio para un vehículo nuevo; metros más, metros menos corcoveó (igual que un hombre cuando la muerte lo estrangula) y se clavó en medio de ese falso desierto donde las elevaciones no llegaban a la categoría de montaña.

         Bajé del Fiesta, y las noticias seguían. No había señal en el celular. Abrí el motor como quien sabe dar solución al desperfecto. Hice los gestos necesarios para convencer a la máquina de que el experto estaba ante ella. Con una llave francesa golpeé aquí y allá. Volví a intentar ponerlo en marcha pero no encontré respuesta. Mientras buscaba en el mapa mi ubicación, me senté al volante esperando que pasara algún vehículo. Nada. La ciudad más cercana estaba a 500 kilómetros.

         Tomé una decisión absurda. Como viajante de comercio tenía no sólo la obligación de levantar los pedidos, sino también de cobrar las deudas. Fue así que guardé en mi portafolio todos los papeles, cerré el auto y comencé a caminar con la esperanza de cruzar en el trayecto algún vehículo que me alcanzara hasta la ciudad, o que el celular recuperara la señal para solicitar auxilio mecánico.

         Desconozco cuánto anduve, pero no pasó un coche en todo ese tiempo y el celular siguió muerto. Divisé un pequeño poblado que no estaba en el mapa. Sin dudarlo, abandoné el asfalto y me adentré en un sendero semi pavimentado.

El primer contacto que tuve con aquel pueblo fueron tres perros, uno más pachorriento que otro. No me ladraron, olfatearon y se limitaron a rodearme mientras bostezaban. Ahora que conozco el pueblo, sé que ingresé por su lado más antiguo. Varios galpones cerrados y algunas casas de madera fue el paisaje que encontré. Había silencio, hecho que asocié a la habitual siesta que los lugareños de poblados pequeños suelen realizar  Desde una casa color gris salió un hombre barbudo, en calzoncillos. Si yo hubiera estado agonizando hoy podría decir que vi al Cristo pero sin la cruz. Apuré el paso, él pareció no interesarse por mi presencia.

-Jefe ¡Un taller por acá! –grité

         El hombre levantó una mano e irguiendo el índice dijo:

-Siga por allá, derecho –y rascándose los sobacos se metió en la casa.

         El taller estaba cerrado, golpeé los portones de madera, hice sonar una pequeña campana de bronce. Salió un muchacho enjuto, con voz amable dijo que podría ir a buscar el auto.

-Pero recién mañana – manifestó mientras cerraba el portón.

         Pregunté si tenía mucho trabajo. Al juzgar por su aspecto se había levando de la siesta para atenderme.

-No, el trabajo de siempre. Venga mañana y vamos por el auto.

         Insistí. Ofrecí dinero pero no obtuve una respuesta positiva. En la calle, frente al taller, observé varios autos estacionados, algunos de ellos a medio armar o desarmar, según se viera.

         Malhumorado dejé el lugar e ingresé al bar donde ahora contemplo el volar de las moscas. Pedí café, un pedazo de torta y un teléfono.

-No hay servicio telefónico acá –respondió Felipe, el dueño del bar.
-¿Un lugar para dormir?
-A dos cuadras está el único hotel, “El Vértigo”.
-¿Hay otro taller además del…? - señalé con la cabeza hacia donde estaban estacionados los autos.
-Es el  único, el muchacho es muy bueno, pero no lo apure, se toma su tiempo.

         Pagué, tomé mi maletín y fui hasta el hotel. Dos piezas, esa era la cantidad de habitaciones que tenía el lugar. Lo atendía Juliana, una mujer madura, de ojeras profundas, alguna vez debió haber sido muy bella.

-Los cuartos están en el piso alto. ¿Quiere verlos? Ah, el baño es compartido, pero considerando que usted es el único huésped…
-Elija el que parezca, por mí estará bien, total, será por esta noche.

         Mientras subíamos las escaleras Juliana reafirmó que no había teléfonos en el pueblo y el servicio de electricidad brindaba luz dos horas a la mañana y dos a la noche.

-¿Y luego? –pregunté.

-Silencio y a descansar –respondió.

         Mi paciencia se agotaba. Tomé un calmante, luego fue el turno de la ducha. Me recosté y dormí hasta la mañana siguiente.

         Necesitaba comunicarme con el trabajo e informar lo sucedido. Pasé por el taller, el mecánico me hizo esperar más de una hora pero logré hacerlo  subir a la estanciera e ir a buscar el vehículo.

-¿Oiga, no va a llevar la caja de herramientas? –pregunté entre ofuscado y sorprendido.
-Yo trabajo acá, en la ruta ni loco, es muy peligroso.

         El viaje fue en silencio, la camioneta parecía desarmarse ante cada exigencia a fondo del motor. Cuando llegamos remolcamos el auto, ese regreso demoró el doble de la ida. Por momentos tuve miedo de que nos quedáramos varados en la ruta.

         Desenganchamos el auto.

-¿A qué hora paso?
-No sé –respondió el mecánico mientras se limpiaba la grasa de las manos con un trapo sucio.
-¿Le parece  a las cinco de la tarde? ¿Lo podrá tener listo?
-Como quiera –dijo y se metió en el taller.

         Almorcé, di una vuelta por el pueblo. Antes de las cinco estaba de regreso en el taller. Vi mi auto estacionado en el mismo sitio. Perdí los estribos, encaré al mecánico a los gritos.

-¡Dígame que está listo!

No respondió.

-¡Carajo! ¿Ya lo terminó? –No obtuve respuesta –Hable, hombre, ¡¿qué diablos le pasa?!

-Aún no lo vi, no sé qué tiene.

Insulté, maldije, necesitaba salir de ese pueblo, conseguir un teléfono. Volví al hotel, estaba hecho un manojo de nervios. Juliana me recibió sonriente.

-La cama está lista –dijo a modo de bienvenida.

         Me tomé unos segundos antes de responder.

-Mire, debe haber una forma de salir de acá. Un micro, un tren, algún camión que traiga provisiones.

         Ella también se tomó algunos segundos.

-La única forma de salir es con auto propio o caminar. Serénese. La ciudad más cercana está a quinientos kilómetros. Yo también estuve así los primeros días cuando llegué.
-¿Qué? –dije irritado.
-Mi auto se quedó y el tiempo pasó, entonces decidí quedarme. No es nada malo cuando uno se acostumbra.
-No se enoje, pero realmente poco me importa su historia. ¿A quién le puedo alquilar un auto?
-Todos los autos están en el taller. La única que funciona es la estanciera, pero no creo que resista más de cincuenta kilómetros.
-Entiéndame Juliana, tengo cheques por vencer, llevo pedidos para que envíen mercadería a distintos clientes. Si no me contacto con la empresa perderé el trabajo.

         Me interrumpió.

-¿Y? ¿El mundo dejará de girar por eso?

         No le creí, sin hablar más caminé por todo el pueblo. Lo que Juliana había dicho era verdad. Me emborraché aquella noche, amanecí dentro de mi auto, no supe cómo había llegado a él. Desesperado busqué las llaves en la guantera. Intenté hacer reaccionar al motor pero nada conseguí. Fui en busca del mecánico. Le ofrecí dinero, viajes, lo que quisiera.

-Sólo necesito que arregle el auto.

         Me observó callado luego, musitando como si fuera un secreto, dijo:

-Esto es entre usted y yo,  soy cartero, no sé nada de mecánica.

         Insulté. Lancé golpes al aire, patadas en la tierra. Busqué los tranquilizantes y tomé el triple de la dosis recomendada. Volví al hotel. Desperté dos días después. Tenía una sola seguridad, esto no era ninguna pesadilla. Me higienicé.

Tomé conciencia de que el futuro estaba en mis manos, no podía contar con nadie. Pagué la deuda a Juliana. Salí del pueblo rumbo al monte más alto. Caminé bajó un sol abrasador. Necesitaba llegar a esa cima, tal vez allí podría tener señal de celular y hacer el bendito llamado. Tropecé con cuanta piedra había, me herí las rodillas y las manos. Cuando estaba a metros de la altura máxima encendí el teléfono, giré a uno y otro lado, pero no tenía señal. Vi por la carretera avanzar un camión. Desesperado emprendí la carrera en diagonal, cortando campo. El vehículo debía tomar una serie de curvas nada sencillas que demorarían su avance. A metros de la ruta lo observé llegar, agité los brazos mientras gritaba. Tropecé y terminé dando con la cara en la tierra. Desde el piso vi pasar al camión. No me rendiría tan fácil. Comprobé que el celular se había destrozado. Corrí detrás del camión aunque cada vez lo veía más pequeño. El estado físico de un viajante de comercio no está preparado para estas actitudes hollywoodescas. Caí de cara al sol, agotado. No había buitres girando sobre mí, el corazón me saltaba del pecho, ni siquiera la muerte se presentaba como en las películas. Lo último que vi fue un rostro con machas café rodeando sus ojos negros.

         Desperté en el hotel. Juliana me dijo:

-Tuvo suerte, lo encontró el manchadito a veinte kilómetros de acá.
-¿Quién?
-El manchadito, un muchacho que viene una vez cada dos meses trayendo provisiones. El chico recorre los quinientos kilómetros con un carro.
-¿Está acá?
-No, ya se fue hace días.

         Por varias jornadas me sentí débil, sin embargo iba hasta la ruta y me sentaba a esperar el paso de algún vehículo. Un mes después ya no tuve ganas de volver a la carretera. Una noche Juliana me ayudó. Tomamos los papeles del maletín y e hicimos con ellos una fogata.

-Esto es lo que nos mata –dijo ella.
-¿El fuego? –pregunté.
-No, la responsabilidad.

         Desde ese día bajo de mi cuarto, no paso por el mecánico ni me acerco a la carretera. Es cierto que pregunté por el manchadito, pero también es verdad que cada vez que me han dicho de su llegada no me interesé en buscarlo. Voy derecho al bar, tomo mi café, dejo pasar las horas. Veo volar las moscas en círculo, desorientadas aunque pretendan hacernos creer que ellas saben adónde van. Las veo posarse sobre la mesa, distingo el salto que dan para emprender el vuelo. Lo único malo del pueblo es que de vez en cuando sopla el viento y las moscas se dispersan.






No hay comentarios

Con la tecnología de Blogger.