"Nada". Carolina Diez



Carolina Diez


Carolina Diez

Nada


Cruzó nadando. Dos años atrás. Trece horas ininterrumpidas de nado. Salieron ocho. Llegaron siete. A uno lo tuvieron que buscar en el camino. Llevaba atado a la malla un bolso minúsculo con una botella de agua y los documentos que, a pesar de los recaudos, quedaron inutilizados. Pensó, durante el primer tramo del trayecto, en la última primavera, en las flores abriéndose a piano tempo en el jardín de su infancia. Pensó en el fresno reverdeciendo desde agosto. Pensó en los chicos que cazan palomas y en las fútiles discusiones que entabló con ellos. Pensó en el hogar, en el techo, en el fuego, en la bivocalidad de las palabras, en Bajtín, que leyó mucho antes de poder entender, en la guerra. En la primavera entre guerras, pensó. En el destino del fresno. En las flores de loto, en monos budistas, en las vacunas y las plagas. En la reproducción, en la supervivencia de la especie, en el control de natalidad, en la ley de medios. En el futuro. Descartó las proyecciones políticas, la situación del mundo, la religión como estado independiente, el tiempo como sustituto del espacio, la física cuántica, los toroides y las petroleras. Recordó la escena de Liv Ullman, contra la pared, volviéndose mil rostros en el suyo, el brote de las palabras, el movimiento sutil de una cámara, los soliloquios camuflado de diálogos, la vecina barriendo la vereda a diario. Recordó la escena completa hasta el abrazo, la calma, el amor que ahoga sentidos que no terminan de ser. Recordó los besos que había probado en su corta vida. Los abrazos. La tinta china. El mandala que pintó, mal, una vez. Recordó el tren, los números estampados en los vagones de carga, los cráneos del otro lado del vidrio, como marionetas, mirando su propio reflejo, entreviendo el afuera, el atardecer. El agua más fría ahora, un calambre que amaga, se expande, desaparece, una, dos, tres veces. El graznido que proviene de lo alto, donde no ve, no llega, las burbujas, debajo, un fondo misterio que se mueve flotante y ajeno, alrededor de su cuerpo. La sed entre tanta agua. El estado del mundo. Pensó, de nuevo, en el estado del mundo, en las crecidas, en las sequías, en el hambre. En los críos con mocos colgando en las esquinas de Pellegrini, en Rosario, descalzos. Pensó en la contaminación ambiental, sonora, mediática, ideológica. En los bares y parrillas, en las franquicias, en el negocio gourmet, en las marcas de zapato, en la esclavitud. En las armas nucleares, el avance automotor, en las opiniones prefabricadas. Quiso dejar de pensar. Tarareó en la mente una canción hasta que se volvió letra, la sostuvo, repitiendo en silencio hasta el cansancio la melodía con la intención de fijarla al ritmo de su nado, de sus brazos incansables, de sus piernas, de su dubitativo calambre. La música nos salva, pensó, la música y la risa, Nietzsche tenía razón. Si Dios habita en algún lado, es en ellas donde se manifiesta. Quiso cantar, elevar un canto. Temió ahogarse. Se arengó. Pensó en espuelas y caballos, en escuelas y caballeros. En la noche que se iba asomando como un poema, en el arte, en los locos y los jubilados, en los caminantes que trazan senderos, en dibujos abstractos nacidos en sueños, en las mantas tejidas a crochet por las mujeres de antes. En los gatos, en su madre, sus hermanos, el acolchado de la infancia, el veo-veo, los colores. La noche cerniéndose en sus brazadas que se hundían ahora en lo negro. Pensó en los volcanes en erupción, en supernovas, en Rafunzel y en la reina del castillo de hielo, en la vista panorámica. Pensó en Al Pacino sosteniendo un habano, en su rostro revolcado en lo blanco, en su escena frente al espejo, en los años rotos en reflejos que algunos llaman recuerdos. En la refracción. Pensó entonces que, tal vez, era una posibilidad no llegar a la costa, que tal vez sus piernas, sus brazos, podrían jugarle un boicot y dejar su cuerpo ahí, sumergiéndose hasta tocar la perdida Atlántida, volviéndose así habitante de un imperio muerto, haciéndose así eternidad con el resto del pasado. Pensó en las traiciones, en las calumnias, en las búsquedas superficiales y los viajes astrales. Pensó que siempre la mayor violencia nace de la mentira y que la verdad es un bufón triste. Pensó en llegar. Del otro lado alguien estaría esperando, recordó, alguien que no conoce pero ahí espera. Pensó en el olvido y buscó, de nuevo, la canción que inventó atrás, la que tuvo letra, un asomo de sentido, una razón de ser, ya no estaba, ahora no habría nunca de ser.


2015

Abstineo meo nomine


Abstinencia es un color. Una mancha, repetida, de otro color. La misma diferencia en el tejido que preténdese unificado. La misma mancha. Otro color.
Las abstinencias son pesadillas que a veces pueden culminar en despertar. Soy objeto de múltiples abstinencias. No puedo llamar a más pero he dejado atrás unas varias. Los techos pierden lluvia que alcanza su destino divino, interrumpido apenas por obra del hombre: unas tejas, un lecho, un cuerpo horizontal, una respiración. No hay paz en la abstinencia. No hay silencio o, más bien, el silencio se transforma en un eco que se repite a sí mismo, un eco sonoro, de frase rota, que se queda con el audífono de lo final, se queda con la ina en rebote, la cafeína, la mateína, la heroína del cuento. Se queda con ella y la saca a pasear. La abstinencia está hecha de ecos, como nosotros en el estado abstemio. Ya no podrá volver el abstemio a la categoría previa. Siempre después de salir de algo se es un ex. Un ex preso, un ex soldado, un ex adicto, un cúmulo de ex. No hay pausa para el abstemio. Hay palabras que se repiten porque no bastan, no reemplazan, no llenan la carencia, el hueco, la sarna, la intertextualidad. Está solo el abstemio, acompañado de la abstinencia que le habla un reproche, sentado entre el lamento y el objeto, lo que ansía, lo que cree que necesita el abstemio. Es una sombra de sí, el abstemio. Es un trébol roto, uno de cuatro hojas, caído en la última maceta, entre un techo de otros tréboles, de tres. El abstemio se ve a sí como si eso en el suelo fuese parte de sí, eso revolcándose en el suelo fuese sí, eso aullando de dolor y falta fuese sí mismo. Hay un pozo que se yergue ante el abstemio. Un pozo delicioso con aromas almizcle, a sándalo. Un pozo nietzscheano que le devuelve la mirada.
El abstemio también es auténtico, mal que le pese. Auténticamente abstemio, mientras dure.
La abstinencia es entonces no tener. Es la carencia. Es el carecer. El abstemio es el no borracho, el no borracho era no temulentus, no ebrio, y eso lo hizo sobrio. Lo sobrio es opuesto a lo borracho, a lo ebrio. Abstenerse es mantenerse lejos o alejado, no tocar, mantenerse aparte, separarse de algo que está por fuera pero se siente en uno, de una falta que no pertenece, puesto que es ajena.
Me abstengo de mí mismo
Me libro y me guardo.
Absteniéndome me pierdo, me recupero, teniéndome sin dejarme por dentro de. Me abstengo de mí.
Abstenerse es entrar al laberinto. Hay una sola salida, lo único que cambia es el tiempo que se tarda en recorrer los pasillos, las vueltas, las siestas que se hacen ahí dentro. Cambian los espaldares donde descansan los ebrios, cambian los suelos y algunas entradas abren, otras desaparecen, los caminos más transitados son encantadores, y breves. No hay nada nuevo en el camino del abstemio. Hay pasos. Pasos, pisadas, huellas, cuerpos, hay una congregación de muertos al costado, descansando para siempre. Y en eso, entre los cuerpos, un resto de eso que te mantiene alejado. Ahí servido, esperándote, herencia de la propia mano del muerto, y tomás. Una, dos veces, te devolvés al estado del ebrio, te devolvés al lado incorrecto, al opuesto, al inframundo, el laberinto interno, por un momento se vuelve eco, eco que ahoga la abstinencia y el mérito con ella; eco que confirma la indiferencia del paso del tiempo; un eco tácito, que revuelve el camino del abstemio, aunque sólo existe ahí donde ya no puede verlo, donde al verlo ya no es.



Lunes


Cae, suave, delante de sus ojos nublados. No hay manera de frenar el ímpetu con que desciende ante él. Imperceptible, el agua se diluye en la imagen de un nuevo sol. Frente al espejo, las hebras oscuras de sus mejillas desaparecen ahora tras el paso de la hoja desgastada por tres usos previos. Barre la espuma en un solo movimiento. Pasa los dedos como para retenerla un instante pero no alcanza, se desliza de nuevo del cuadro; afuera la calle ansiosa, en su rostro no quedan tareas pendientes. Hay un motor en espera en el cielo, sobre su calle. Sale, detrás chillan bocinas, las voces del alba; los críos andando a la escuela; las madres de los críos detrás o al costado; los taxis y colectivos y camiones soltando gas infame por doquier. Manzanas. Basura.  Pedalea más rápido para evitar el semáforo. Dos mujeres pasan trotando por la avenida, cuatro autos, al unísono, les tocan bocina y relampaguean en rally. El ciclista sigue, lleva un bolso cruzado de cuero curtido, un avión de llavero, un trébol adentro. Y el libro. Un manuscrito que no piensa publicar, un manojo de papel envuelto en plástico que no se permite dejar en el piso, en cualquier parte, a la vista de los demás. Desde un colectivo alguien grita, otro contesta desde una vereda; la voz radial del coche de al lado proclama una tormenta, informa sobre las crecientes necesidades agrícolas y ganaderas, la privatización de las necesidades civiles, la comunidad de desabastecidos que se incrementa día a día. Luego los chistes de moda, la chava que cuenta qué shampoo usa y cuántas veces hace reiki o crossfit, que es lo que a cualquier mujer de hoy le gusta saber. Unas llaves, lleva, también, prendidas del avión minúsculo de alpaca, un regalo. Sabe que no lleva una agenda, ni un teléfono, ni una fotografía de nadie. Nadie a quién llamar en caso de no llegar esta vez. Del fierro ata el caño, hoy todo se ata sin candados reales, es simbólico, piensa, y entra.







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