¿Por qué leer este libro o cualquier otro? (Prefacio de "El encantador, Nabokov y la felicidad"). Lila Azam Zanganeh


"Lolita". Stanley Kubrick (basada en la novela homónima de Vladimir Nabokov)


El encantador
Nabokov y la felicidad


Lila Azam Zanganeh
Traducción: Susana Rodríguez Vida


Confío en las deslumbrantes promesas de los versos que aún respiran, que aún dan vueltas. Tengo el rostro bañado en lágrimas y el corazón rebosante de felicidad, y sé que esta felicidad es lo mejor que existe en esta tierra.


Vladimir Nabokov, «Humo tórpido»




Prefacio 


¿Por qué leer este libro o cualquier otro?


Siempre me han horrorizado la lectura y los libros. No obstante, me dispongo a relatar la historia de un puñado de libros que cambiaron mi vida. Las aventuras que me hicieron vivir eran enteramente imaginarias. O, al menos, lo fueron en un principio. No era necesario visitar a las aisladas tribus amazónicas ni a los remotos habitantes de Moscovia. No era necesario poner a prueba mis pies perezosos ni mi estómago renuente. Y allí estaba yo, una tarde en una ciudad norteamericana de la costa este, arrellanada en un mullido sofá, bajo una lámpara acampanada. Fuera, la primavera acababa de empezar. El tiempo era nublado y frío. Y la noche pronto se introduciría lentamente en la sala. Me encontraba a punto de sumergirme en un texto escogido, cuando… bueno, cuando surgieron las primeras dificultades. El deseo irresistible de dormir. Es un impulso difícil de combatir, así que mi inclinación natural es dejarme llevar, y cuanto antes mejor. Tras una breve cabezada, los ojos bien abiertos otra vez, me repuse. Un momento después me estiraba lánguidamente, me ponía de pie, cogía una mandarina y daba vueltas por la habitación en busca de algo, mientras fingía meditar en una frase inicial, antes de regresar de mala gana al sofá. Esta vez me dije que era mejor que me sentara bien derecha. Entonces ocurrió. El terror. Las comprimidas letras del alfabeto dispuestas en un orden pavoroso. Al comprobarlo unas horas antes, la conclusión había sido inequívoca: 589 páginas. El horror. Me acudió a la mente una aseveración de Hobbes, a quien por lo general soy incapaz de citar: «Si yo hubiera leído tanto como los otros hombres, sería tan ignorante como ellos». Hobbes me tranquilizó, si bien de manera fugaz, por desgracia. Pues, sosteniendo Ada en un ángulo oblicuo, leí con dificultad las extrañas frases de la primera página. Una vez que las letras se amalgamaron de algún modo en palabras y empezaron a adquirir un remedo de sentido, el segundo obstáculo fue la horrenda estructura del párrafo: «Dolly, hija única, nacida en Bras, se casó en 1840, a la tierna y rebelde edad de quince años, con el general Iván Durmanov, comandante de la fortaleza de Yukon y pacífico hacendado que poseía tierras en los Severn Tories (Severniya Territorii), ese protectorado dividido en escaques al que todavía se llama con cariño la Estocia “rusa” y que, orgánica y estructuralmente, se confunde con esa Canadia “rusa”, también denominada Estocia “francesa”, cuya población, compuesta no sólo de colonos franceses, sino también de macedonios y bávaros, goza de un clima apacible bajo las barras y estrellas de nuestra bandera». ¡Cielo santo! ¡Qué embrollo espantoso! Cerré el libro de un golpe. Un momento después, con una punzada de remordimiento intelectual, lo abrí de nuevo. Aquí y allá, diversos detalles de las páginas siguientes empezaron a atraer mi atención… Una orquídea mariposa en un bosque de añosos pinos, motas de sol y alas magulladas revoloteando un mediodía de verano, en una mañana esmeralda reluciente de humedad. Continué leyendo, esforzándome por entender, demorándome en los matices –cuando no en los giros– de la historia que se desarrollaba ante mis ojos y que iba llegando a un extraño punto crucial. Pero mantuve la calma y proseguí. En literatura corre el rumor de que hay que traspasar la mágica frontera de la página cien para sumirse en el universo de una novela. De manera que me abrí camino a través de las páginas, deteniendo escrupulosamente la mirada en cada palabra, dominada por la apremiante convicción de que tenía que asimilar casi todo (una obsesión que nunca me abandona). En este punto aprovecho para confirmar algo que, sin duda, el lector ya sospecha: nunca he sido una ávida lectora, ni puedo serlo. Es tal el pánico que me acomete frase tras frase que a menudo advierto que leo varias veces cada línea antes de seguir adelante o pasar de página. Por supuesto, leer con este grado de atención es, desde el punto de vista de la salud mental, un vano exceso de celo. ¿Por qué molestarse, entonces? Emerson –un lector ávido donde los haya habido– probablemente juzgaría estúpido a un lector tan meticuloso. «Somos demasiado respetuosos con los libros –le dijo cierta vez a un estudiante–. Por unas pocas frases brillantes seguimos adelante y de hecho acabamos leyendo un volumen de cuatrocientas o quinientas páginas.» ¿Por qué no ser descaradamente irrespetuosa con este escritor en particular, Vladimir Nabokov, autor de Lolita, Habla, memoria y Ada o el ardor? Y, ya puestos, ¿por qué leer este libro o cualquier otro? ¿Por qué enfrentarnos al terror generalizado de innumerables páginas por leer, de los batallones de palabras que acabarán por derrotarnos, aunque sólo sea porque leemos contra reloj? La respuesta, a mi juicio, siempre ha sido meridianamente clara: leemos para renovar el encanto del mundo. Desde luego, hay un precio, incluso para el más diestro de los lectores. Descifrar sentidos, internarse trabajosamente en regiones desconocidas, abrirse paso por entre un intrincado laberinto de frases, tinieblas inquietantes, plantas y animales desconocidos. No obstante, si persistimos con obstinada curiosidad y espíritu de conquista, de vez en cuando surge un panorama magnífico, un paisaje bañado por el sol, rutilantes criaturas marinas. Para emprender este viaje, primero hemos de adivinar qué libros deseamos o necesitamos de verdad. En mi caso fue fruto de la intuición o el destino (un asunto familiar del que más tarde quedará constancia), pero yo esperaba encontrar encantadores y demonios en Nabokov. Magia estremecedora. La esencia de los cuentos de hadas, «nobles criaturas iridiscentes con garras translúcidas y alas que azotan con fuerza el aire». El resto, a decir verdad, era algo semejante a enamorarse: un obsesivo sentimiento de alteridad innata. Sin duda tiene que ver con las artimañas de un nuevo lenguaje. Un lenguaje cuyos giros parecen casi reinventados. Uno percibe un arco radiante, goza por un instante de su luz, de su gracia. Es como penetrar un misterio elemental, una estructura invisible hecha súbitamente visible por una sucesión de palabras, una onda de sonidos que resuenan con el mismo tono de la más trivial o la más vil de las cosas. Un susurro que nos sigue por doquier, que resume la existencia entera. Captar esto nos da la oportunidad de convertirnos en lo que Nabokov llama «un lector creativo», es decir, un compañero soñador que observa cada mínimo detalle del mundo. Como tales, «nos precipitamos a nuestra muerte desde el piso superior de nuestro nacimiento y, al igual que la inmortal Alicia en el País de las Maravillas, nos maravillamos ante las reglas del muro de pasaje», escribe Nabokov. «Estas digresiones de la mente, estas acotaciones en el libro de la vida son la forma más elevada de conciencia.» El novelista es una inmortal Alicia en el mundo real. Su inspiración, un súbito sentimiento de éxtasis y reconquista que, representándose el ciclo del tiempo en sí, percibe el pasado, el presente y el futuro en un solo instante, y de ese modo destruye silenciosamente los relojes. Como lectores podemos palpar este milagro. Es algo que desafía el sombrío sentido común y se regocija en secreto ante la demoledora lógica del tiempo lineal. Una capacidad infantil para extasiarse por nimiedades, para dejar a un lado la gravedad y gozar con los fragmentos de belleza «irracionales, ilógicos, inexplicables». Para lograr esto, primero hemos de intentar imaginar una novela con exasperante precisión y explorar a fondo ese maravilloso artilugio óptico que muestra imágenes dentro de imágenes. Porque cada imagen perdida es una ocasión de ser feliz que se pierde. Y, mientras hojeamos el libro, podemos buscar también lo que está más allá de las páginas, es decir, un mundo apartado con el que se nos invita a soñar, cada uno a su manera; un mundo que a la vez es y ya no es la novela que tenemos entre manos, puesto que sólo nos pertenece a nosotros. Entonces, y únicamente entonces, los colores y configuraciones de nuestro nuevo entorno se fundirán con la realidad, que perderá «las comillas que lleva como garras». La aventura humana será completa gracias a una proeza de la imaginación. Así fue como descubrí la verdadera naturaleza de la felicidad. La literatura –y Nabokov en particular– dejó de ser un manual para transformarse en una experiencia de la felicidad. Con su genio lingüístico y su gracia trilingüe, Vladimir Nabokov la hacía surgir de forma mucho más vívida que cualquier otro autor que yo hubiera leído jamás. Por supuesto, en un primer momento puede resultar inquietante disfrutar de la felicidad tal como la presenta Nabokov, un escritor a quien se suele asociar con cierto grado de enfermedad moral y sexual. No obstante, estoy convencida de que es el gran escritor de la felicidad. Y por felicidad no me refiero a un estado general arrobador de bienestar y satisfacción (¿acaso no es propio sólo de las vacas sentir esta clase de satisfacción?). La felicidad de Nabokov es un modo especial de ver, de maravillarse, de captar las cosas; en otras palabras, de atrapar las partículas de luz que bullen a nuestro alrededor. Se encuadra dentro de la definición que hace del arte como curiosidad y éxtasis, un arte que nos incita a la estimulante acción de la conciencia. Incluso en la oscuridad o en la muerte –dice Nabokov–, las cosas brillan con una belleza trémula. La luz se puede hallar por doquier. Aunque lo esencial no es el mudo asombro beatífico. Lo esencial es atrapar la luz mediante el prisma del lenguaje y el más exquisito conocimiento. Este conocimiento en su grado máximo contiene «la felicidad perfecta». Pues, con él, lo que pueden parecer sucesos comunes y prosaicos se convierten en sorpresas únicas, diseñadas con infinita astucia e inquietante inteligencia. Y, afortunadamente, en el paisaje de Nabokov el diáfano pozo del microscopio está oculto a simple vista, por lo que nos vemos tentados de atisbar en él a cada segundo. Quizá debería añadir que ser el gran escritor de la felicidad no significa contar historias felices con personajes triviales y felices. El júbilo profundo que encuentro en Lolita o Ada procede de otra parte. Tiene relación con una experiencia de las fronteras, de los límites (con su sentido casi matemático de final abierto), lo cual a su vez se convierte en una experiencia de la poesía extrema. Y esta poesía es una dicha o, como la llama Nabokov en su ruso natal, blazhenstvo. Mas, como de costumbre en Nabokov, la dicha no es una forma genérica del éxtasis. En sus páginas, el éxtasis se oculta en historias terriblemente originales que tratan del deseo, un deseo que conduce casi a la locura, sean cuales sean las consecuencias. De modo que, paradójicamente, la dicha no está exenta de egolatría y crueldad. En ocasiones esta dicha va incluso «más allá de la felicidad», hasta un reino de enajenación sobrenatural. Aquí las frases parecen pertenecer a un nuevo plano de sensibilidad. El lenguaje recombina los elementos con un arte y un apasionamiento tan asombrosos que anula los propios límites del lenguaje tal como lo conocemos. Cuando concebí la idea de escribir este libro, pensé que hablaría básicamente de la felicidad. Como lectora, supuse que me dedicaría con diligencia a investigar, pensar y redactar. Pero luego, cuando acometí la escritura, de pronto un mínimo detalle del universo de Nabokov hacía aflorar un fragmento de mi propia vida, real o tal vez imaginado, atrayéndolo como un imán. Cosas que al parecer yo jamás había expresado, o en las que apenas había reparado, salieron de improviso a la superficie. Me esforcé por dar con las palabras precisas, y jugué con ellas hasta que su melodía se correspondió lo mejor posible con mi imagen mental. Y, mientras hacía esto, algo cambió en mi «ojo» de narradora. El yo de la vida real, el que estaba allí escribiendo, se diluyó poco a poco en un yo más imaginario que veía y reinventaba las cosas a través de la lente de Nabokov. La unidad de tipo de letra, forma y línea narrativa dio paso a una nueva lógica que seguía un camino sinuoso. La verdadera historia de un escritor extasiado mezclada con la fantasía de espejo de un lector maníaco. Ráfagas de recuerdos de Nabokov hacían brotar vivos colores; fragmentos de historias me traían a la memoria otras nunca contadas; ciertas frases producían ecos intermitentes. Una y otra vez yo rememoraba un cuento corto que Vladimir Nabokov había publicado en Berlín, en el que un joven poeta ruso, aun siendo consciente de la simplicidad de sus juveniles poemas, experimenta una felicidad absoluta incluso con el mínimo indicio de creación. El encantador* es el relato de una aventura. Cada capítulo –tal como se ve en el mapa del inicio– es una idea de felicidad. Y el libro se desarrolla mediante quince variaciones al estilo de Alicia; deambula por sitios donde, a veces, el principio y el fin son una misma cosa y donde el menor desvío puede conducir hasta un reluciente espejo.


 * Se ha decidido traducir The enchanter, título original de este libro y traducción al inglés de una de las obras de Vladimir Nabokov (publicada originariamente en ruso bajo el título de Volshebnik), como El encantador y no El hechicero (traducción publicada en España,) con el propósito de respetar así la voluntad de Nabokov de mantener las connotaciones de «encantador» o «encantamiento» de la palabra rusa «Volshebnik» diferentes a las de «hechizar» o «hechicero». Así lo han hecho la mayor parte de las traducciones de esta obra (nota de la editorial).



Lila Azam Zanganeh


Lila Azam Zanganeh nació en París de padres iraníes. Después de estudiar literatura y filosofía en la Escuela Normal Superior de Fontenay-Saint-Cloud, se trasladó a Estados Unidos como teaching fellow de literatura, cine y lenguas romances en la Universidad de Harvard. En 2002, comenzó a contribuir con artículos literarios, entrevistas y ensayos a una gran cantidad de publicaciones estadounidenses y europeas, entre las que se encuentran The New York Times, The Paris Review, Le Monde y La Repubblica.
Habla siete idiomas con fluidez (inglés, francés, persa, español, italiano, ruso y portugués). Ha recibido el Premio a la crítica Roger Shattuck 2011, otorgado cada año por el Centro de Ficción. Ella escribe y vive en la ciudad de Nueva York, y está trabajando en una nueva novela titulada A Tale for Lovers & Madmen.


Publicaciones

-El Encantador: Nabokov y la Felicidad (2011).
-Mi hermana, cuida tu velo, mi hermano, cuida tus ojos: voces iraníes sin censura (2006)



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