Así no se nos trata. Jordi Rocandio Clua
"Una noche con Sabrina Love". Alejandro Agresti. Foto: Cecilia Roth. Basada en el libro homónimo de Pedro Mairal |
Jordi Rocandio Clua
Los rumores eran ciertos, una de las peores
organizaciones criminales operaba en su ciudad. Durante años la había mantenido a salvo de toda clase de delincuentes. No permitía que por la inacción de las autoridades, el resto de negocios no
pudieran prosperar. Ella no era así, tenía que hacer algo.
Hacía varias semanas que vigilaba un antro llamado
Whiskería y copas, uno de los locales más populares de la zona. El bar era
frecuentado por hombres de todas las edades. Tenía una fachada principal discreta. Destacaba un cartel de neón con una
chica en una postura sugerente, por lo demás, el edificio era bastante vulgar.
Estaba situado a un lado de la carretera
152-Norte, que llevaba directo a la población de Strong Tree.
Con casi diez mil habitantes, era ideal para
ese tipo de negocios, ya que además, clientes de otras poblaciones cercanas no
se lo pensaban dos veces a la hora de acercarse a disfrutar de los peculiares
servicios que ofrecía.
Al caer la noche, el establecimiento abría sus puertas y servían bebidas durante horas mientras los
clientes se deleitaban con los cuerpos semidesnudos de las bailarinas exóticas
que allí trabajaban. Un entretenimiento que a ella le
repugnaba, pero que llegaba a comprender. Tanto los hombres que lo visitaban
como las mujeres que bailaban eran mayores de edad y podían hacer lo que les diera la gana. Cada uno sabía lo que hacía y a lo que se exponía.
Sin embargo, la situación no era tan sencilla
como parecía en un principio. Las habladurías de las gentes del lugar contaban historias sobre otro tipo de
negocio más turbio. Se decía que allí podías liberar tensiones de otra manera más sucia, más depravada.
Tenía que saber de qué se trataba antes de actuar.
Los días que estuvo de vigilancia le sirvieron para
descubrir un modelo de negocio de lo más oscuro. Un negocio indeseable que tenía varios responsables. En primer lugar, el degenerado líder de la organización y, con el mismo grado de culpa, los clientes
que demandaban esos servicios.
No los podía ejecutar a todos. Cosa que no le hubiese importado,
pero sí centrarse en el principal responsable.
Había dado con una mafia que se dedicaba a la trata de mujeres. Por las
noches llegaban furgonetas con chicas de todas razas y nacionalidades para ser
explotadas sexualmente. Si ya de por sí eso era espeluznante, todo sobrepasó los límites cuando descubrió que entre las mujeres había menores de edad.
La impotencia que sentía ante todo aquello le hacía hervir la sangre. Tenía claro que ese negocio iba a desaparecer en cuestión de horas. Ella
se encargaría de que alguien acabase en el fondo del lago
y que ese tugurio acabase hecho cenizas.
Sin embargo, la policía era incapaz de controlar a esos delincuentes. Había llegado a pensar que los poderes públicos tenían que estar sucados. No comprendía cómo no les paraban los pies a esa gentuza que vivía de lo clandestino, de lo ilegal.
Esperó a que el club cerrara las puertas al público y a que los subordinados se fueran a casa. Sabía que el jefe era el último en abandonar el lugar. Este se
encargaba personalmente de encerrar a todas las chicas en las sucias habitaciones
del sótano.
El local no tenía cámaras de seguridad instaladas por ninguna
parte. No querían que quedase ninguna prueba de lo que allí dentro sucedía. Eso solo le facilitaría el trabajo.
Cuando reinó la calma en el exterior, Amanda
bajó del coche y se dirigió a la parte trasera. Llevaba una palanca de grandes
dimensiones en la mano, por lo que reventó el candado sin problemas. Se coló en
el interior sin hacer el menor ruido. No había nadie en la zona del bar, todo estaba en
penumbra. Encaminó sus pasos al almacén de detrás de una de las barras y vio una luz asomar
por debajo de una puerta. La abrió con cuidado y vio unas escaleras que descendían. Había dado con el sótano.
Al llegar abajo pudo entrever un largo pasillo
con puertas cerradas a cal y canto en los laterales. Allí debían de estar encerradas las chicas. Sin embargo, al fondo se distinguía una luz. Unos gemidos lastimeros provenían de allí.
Se acercó con la espalda contra la pared y la
palanca en alto por si tenía que usarla.
Se asomó por la puerta y vio una pequeña habitación con un catre y una
palangana como único mobiliario. En la cama había una chica a la que no podía ver porque el corpachón de un hombre la
estaba penetrando violentamente. La mujer lloraba por el dolor de las
embestidas.
Amanda se acercó en silencio hasta estar a
pocos centímetros de la espalda y las nalgas del hombre.
Entonces, con un movimiento rápido, descargó un golpe brutal con la
palanca. Esta penetró por el único orificio disponible. La palanca se hundió
varios centímetros.
Un grito descomunal salió de la boca de ese
hombre, que intentó coger la barra de hierro con las manos. Amanda aprovechó la confusión y se tumbó encima de su espalda. Con una
cuerda lo empezó a estrangular. Las manos del jefe pasaron de la barra del culo
al cuello. Intentaba liberarse, no podía respirar. No lo consiguió.
En pocos segundos, la presión de sus
poderosos brazos se aflojó hasta que perdió el sentido. El hombre sangraba,
pero le dio igual. Ahora sabría lo que sentían esas pobres muchachas a las que explotaban de esa manera tan horrible.
La pobre mujer de debajo la ayudó a mover el
cuerpo de su violador hasta que pudo salir de debajo. Era una cría que no debía tener más de dieciséis o diecisiete años.
–¿Estás bien? –le preguntó mientras la ayudaba a levantarse.
–Eh, sí, muchas gracias.
La chica miró a su agresor y con energías renovadas empezó a pegarle puñetazos en la cara y varias patadas.
Un crujido sonó en medio del rostro. Le había partido la nariz.
–Tranquila, niña. –dijo Amanda apartándola del cuerpo. –Tengo otros planes para él y para todo esto.
–¿Quién eres? –preguntó la joven.
–Eso no importa. No debes contar a nadie el aspecto que tengo, sino no
podré continuar cargándome a más como este. ¿Queda claro?
–Sí, no te preocupes. Me has salvado, jamás te delataría.
–Eso está bien. Ahora escucha. Te diré lo que va a pasar a continuación. Yo me voy a llevar a este
desgraciado. No lo volveréis a ver nunca más. Cuando me haya ido, liberarás a tus compañeras y os iréis bien lejos de aquí para no volver jamás. Eso sí, os voy a pedir un favor. Antes de iros tenéis que prender fuego a este antro. No os costará nada, hay cientos de litros de alcohol ahí arriba. Hay que acabar con ellos desde los cimientos.
–¿Y si las chicas me preguntan?
–Diles que un hombre te ayudó a escapar, pero que con el jaleo de la
pelea no te acuerdas de su aspecto. Eso bastará para que las sospechas se dirijan hacia otro lado, ¿Sí?
–De acuerdo. Muchas gracias por todo. Cuídate. –le dijo la chiquilla, que se estaba vistiendo a toda prisa.
–Yo estaré bien, niña. No te preocupes por mí. Vuelve a casa con tus padres y sigue
estudiando. Eso es lo correcto.
Sin decir nada más, cargó al hombre en sus hombros y se dirigió a la salida. Abrió la
puerta del maletero de su coche y tumbó lateralmente a su víctima encima de los plásticos que utilizaba para no dejar pruebas.
Arrancó el motor y abandonó aquel lugar.
Al cabo de unos minutos, pudo ver un resplandor
por el retrovisor. Las chicas liberadas habían incendiado el local tal como les había dicho.
Cuando llegó sobre el puente del lago donde
se desharía de ese desgraciado, abrió el maletero y
acabó de atarlo bien para que no pudiera moverse en absoluto. Cogió una botella
de agua y se la echó a la cara. El hombre despertó de golpe. Cuando trató de
moverse, un fuerte calambre le recorrió la parte baja de la espalda y el
abdomen.
–¡Agr! Suéltame, puta. Mis hombres acabarán contigo.
–No lo creo. Les espera una lucha terrible para hacerse con el mando de
tu organización. No te echarán de menos.
–¿Qué me has hecho? Joder, duele un huevo. Maldita zorra, te voy a
destrozar. Suéltame.
–Mira, ya estoy harta de tantos insultos. Así no se nos trata. Las mujeres merecemos respeto.
Amanda sacó un pañuelo y lo introdujo en la boca del hombre.
Como tenía partida la nariz, no tardó en quedarse sin
aire.
–Mucho mejor. Ahora presta atención. Voy a atarte estas pesadas piedras
a los tobillos con unos alambres muy resistentes y te voy a tirar al lago. Allí podrás insultarnos tanto como quieras.
El traficante de mujeres empezó a moverse con
fuertes espasmos mientras miraba con horror a la mujer que lo iba a matar.
En pocos segundos notó el agua fría recorriendo su cuerpo y como todo se volvía negro a su alrededor.
Lo último que oyó fue el ronroneo de un motor al
alejarse por el puente.
Condujo con calma para dejar atrás el lugar donde descansaban el resto de proxenetas de la zona. Poco a
poco, había conseguido librar a su comunidad de esa
escoria que daba tanta mala reputación al negocio.
De ahora en adelante sus asuntos tendrían el camino libre para triunfar. Se había deshecho de la molesta competencia ilegal.
Algunos, unos pocos, la conocían como Madame Amanda, pero intuía que su fama no iba a hacer más que crecer.
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