Carlo, el granjero de Poe. Alejandro Leibowich




Alejandro Leibowich


À Madeleine Clair qui est super, avec affection.


“Puedo comprender tu padecer, e intentaré ayudarte bajo hipnosis. No te preocupes, la casa está tranquila y alguna vez fui tú”.


Edgar Cayce




-¿Por qué llegás tan tarde? Después de las 7.15 la zona se vuelve peligrosa e inestable. Los ladrones, rateros, y afines salen a faenar. Mi esposo ya estaba por salir a buscarte.
-Ah, disculpas, es que no conozco bien las cuestiones de transportes por acá. Digamos que me perdí por unas tres horas.

Ella frunce el ceño y se cruza de brazos. Pero mi pretexto no es pretexto, es lo que pasó.
-Te estuvo llamando una tal Lorena. No paraba de hablar, y no paraba de hablar…
-Sí, es una chica que…
-Sí, ya me di cuenta que es una chica, por la voz parece una adolescente. Deberías tomarte las cosas más en serio. Entrá que va a anochecer.
-Bueno, y ¿dónde está Al Laine?
-Mi esposo está arreglando unas cosas en el fondo. Lograste ponerlo nervioso y ya no tiene edad para darse esos lujos. Está atrás en la parte del jardín, seguramente mirando el molino. Siempre hace eso cuando no sabe qué otra cosa puede hacer.


Me reí sin reírme. Imaginé a Carlo en el fondo en su pequeña granja, mirando el molino, sus astas. Las ideas giraban, giran en su mente. Nunca lo escuché hablar más de tres oraciones seguidas. Y debía estar ahí en un banquito bajo sentado ante una nada que a veces se vuelve su todo.
Ann se escabulló en la cocina, entre ruido de platos y vajillas. Me di cuenta que eso era un buen pretexto para no mostrar lo que realmente pensaba. Ann pensaba con el corazón, pero peor aún Carlo que pensaba con los recuerdos. Y se contagiaban. Una semiótica simbiosis de cadenas: corazón, recuerdos, recordare. Me aburre el latín y quiero evitar las etimologías. Además si habla de afectos puede volverse una lengua viva y hasta masticarte y engullir tu mente.


La noche no tenía ruidos. Suele tenerlos aunque sean mínimos, golpes de puertas, ventanas, cristales. Tal vez toses, fondo de calle. Sabía que era algo último, pero no tenía por qué mostrarse tan solemne. Tampoco era un velorio. ¿O sí?


-Wake Up, Rumano, ¡al menos necesitás desayunar! Breakfast, breakfast, eat!


Ella hablaba así, repetía las palabras que quería subrayar. Como me había explicado un amigo que estaba haciendo un curso de oratoria. Es lo mismo, un discurso, su discurso. La ventana dejaba ver destellos de sol que se filtraban en el cristal. Y saben, o sé, resultaba extraño, porque había una pared muy alta. Y todo se volvía muy reducido. Si bien la casa no era pequeña, sentía que me estaba comprimiendo. Convirtiéndose en una especie de prisión “amable” de fauces invisibles. ¿Eso existe? Podría existir, si existimos nosotros…


Apareció Carlo. Se sentó frente a mí en una mesa que daba a dos lugares y en ese momento tenía dos sillas que ocupabamos. Me miraba, después sonreía y más tarde se quedaba detenido contemplando una ventana, una de las dos de la cocina. No había mucho para ver, pero él se quedaba viéndola durante mucho tiempo. Me sonreía, con una sonrisa franca y cargada de todas las palabras que no decía. Iluminaba. Quería mucho a Carlo, y lo puedo decir más ahora, que tengo la casi certeza de que está muerto. Nunca se lo hubiese dicho a él de manera frontal.
En la alacena siempre había snacks. Que parecían reproducirse ahí dentro. Él iba y me traía algo, papafritas, paprika. Sabía que me gustaba mucho ese tipo de picante. Pero para el breakfast eso resultaba junkfood.


-¿Carlo, por qué la gente sufre? -podía pensarlo, total no me escuchaba. Podía pensarlo. Pensar algo no es una solución de nada. Pero al menos a veces puede resultar un placebo para la consciencia. 


-El chico es tranquilo y no hizo ruido en toda la noche. Se quedó quieto, como una estatua y sé que no dormía.


Eso le dijo Carlo a Elena que llamaba ni sé por qué.


-Si no fuera por esa Lorena, sería un chico más estable. -sentenció Ann


-El cinturón de seguridad va a la izquierda, ahí, ahí. Sino no puedo cerrar el auto. ¿En qué estás pensando, prestá atención?


Carlo, salió de la casa, se acercó con paso estudiado al auto. Su sonrisa parecía impresa en su rostro. Algo me decía que debía necesitar afeitarse al menos dos veces al día. Miró hacía nosotros ya en el auto. Se inclinó con su momentánea superioridad de estatura e hizo un gesto de reverencia dirigiéndose hacia mí. Llevaba un sombrero con visera. Se lo quitó y como en una actuación de teatro se despidió. Era una despedida pero estaba tan cargada de intensidad que la hacía parecer la última.


-Why are you crying, Ann? We was who we are, but we are no longer who we will are.


Se persignó, y bajó la cabeza. Nunca pude entender del todo esa actitud.


-Agarrate bien, voy a ir un poco rápido, no quiero ser responsable de que se te rompa algún hueso. Voy a acelerar, la estación de trenes queda a no menos de veinte minutos y a esta hora de la mañana no hay mucho gente.


La miré a los ojos, que resultaban totalmente permeables, retinas de verdad e intactas. Ojos inocentes, como los de un chico. Había tal vez un poco más de lágrima de la que debía haber. Nunca conocí, nunca conocí, nada.


La estación estaba gris, gris por cielo, por reflejo, por estados de ánimo de la gente, por estática de niebla. Pero no por letargo o abulia. Me hubiese gustado incinerar el asfalto, que tomase el color del fuego. Y que todo se vuelva más vivo aunque durase un instante.
Me dolía una muela, y ahí no podía conseguir un dentista. Siempre creí que el dolor podía resultar a veces una forma de olvido somático. Una forma de defensa que no queríamos, pero que se imponía para avisar algo, como cuando tenés fiebre.


Bastante después de ese viaje que fue un tren, el saludo de Carlo y la persignación de Ann estoy acá en mi escritorio revisando algunos de mis apuntes en el notebook. Ann ya tampoco debe estar.
Ayer había estado hablado con Marcos. Es un nadador de alta competencia. Por una amistad en común nos empezamos a hacer amigos, aunque lo veía en medio mundo, en una superficie intermedia. La realidad para él estaba sobre y debajo del agua. Vivía dos mundos. Y todo empezó porque Lucrecia me dio la idea. Fuera de la civitas vita, y sus amistades pasaba horas tocando, el sonido era un mundo, en sobre mundo. Ella le sacaba luminosidad al Petrof. Lo ideal y la convención. Me gustaba ese sonido abstracto y etéreo. Lucrecia era la profanación de lo vulgar, era un poco Annabel Lee.


“Hace muchos, muchos años
en un reino junto al mar
vivió una doncella que tal vez conozcas
llamada Annabel Lee.
Y esta doncella vivía sin otro pensamiento
que amarme y ser amada por mí”.


Siempre supe que todo eso que llamaban amor, resultaba una farsa rellena de espectros de ilusiones. Para peor de todo duraba poco. La felicidad que parece amor, también es una farsa. Pero es agradable cuando está presente. ¿Acaso alguien puede negar eso? Si bien nadie lo puede negar, nadie se anima a explicarlo, tienen miedo de perderla. Ese es el motivo.


-Cuando toco Rach, nadie sabe lo que pienso. Estudio durante horas. Aunque tal vez el sonido no está bien, y a veces se escuchan las preparaciones.


Lucrecia era una perfeccionista, por lo tanto era un poco no humana. Sin embargo engañaba bien, al menos a mí u otras personas.


Y como decía con ella empezó el tema que me asfixiaba. Esa gente que vivía en dos mundos. Lucrecia era también los dos mundos. El mundo de su lenguaje abstracto y a la vez Annabel Lee. Todo el tiempo escucho la marea. Y no hay mar, y menos islas. Aunque sí una extraña aislación recurrente. 


Marcos me dijo que el otro día estuvo en un asado por las afueras. Que comió mucho. Que eso no era bueno para entrenar, y que tome el café.


-¡Se enfría, Rumano! 


No, realmente no sé. En lo que son las capas de consciencia hay niveles. Yo estaba obsesionado con eso. No sabía que había algo colgando en el cielo, que llaman sol. También nubes.


-¡Es un día espléndido, hay gente que no sabe aprovechar su vida! -dijo en voz alta y parecía escrutar el cielo


A los dos minutos me quedé mirándolo. ¿Se referiría a sí mismo? A veces el inconsciente nos juega trampas. Y las trampas nos hacen inconscientes. El sujeto estaba muy entrenado, se veía que podía cruzar el Canal de la Mancha en estilo pecho. En la esquina de la pileta de profundidad variable, construida en material importado había un set de entrenamiento. Más que todo máquinas. “Si entreno con pesas quedo muy duro, eso no me sirve a mí. Vos podrías hacerlo, creo que mi hermana podría ganarte una pulseada”. Se reía. Su hermana jugaba al hockey en Universitario, y tal vez tenía razón. Había trabajado como ayudante con las famosas Leonas. Tuve alguna que otra charla sobre el seleccionado de hockey femenino local. “No seremos las holandesas pero jugamos mejor”. “Ah, che, se me hace tarde. ¿No sabés si hay un cajero por acá cerca? Esto es todo ruta y debería hacer un retiro”.


-Cuando nado, recuerdo conversaciones con mi viejo, fragmentos de canciones de Los Redondos o Soda. Me explotan palabras, y de pronto todo se vuelve inconexo, pero sin serlo. Como que todo “rebota en mi cráneo”. Vos sólo estás acá para que te diga eso, ¿no?


Lamentablemente él tenía razón. O al menos bastante de ella.


-Cuando nado igual nadie sabe lo que pienso. Pero amo este deporte, claro que requiere sus sacrificios. Sus costos.


Mi cabeza asintió.


“Ambos éramos niños
en este reino junto al mar
pero amábamos con un amor que era más que amor
yo y mi Annabel Lee
con amor que los alados serafines del cielo
nos envidiaban a ella y a mí.
Y por esta razón, hace mucho tiempo,
en este reino junto al mar
de una nube sopló un viento
que heló a mi amada Annabel Lee”.


Lucrecia tocaba Poe en el Petrof de cola de su sala de estudio, a veces un poco oscura.


Decía que por las noches escuchaba cosas e ignoraba estrellas (falsos soles porque no eran para ella). Sin luz, sin luna, ya en la oscuridad se desparrama y expande todo como pintura negra que invade de improviso. Aunque ella también era tranquila. Había según ella alaridos, gritos y gente que peleaba y cosas que desaparecían con el romper del alba.


-¡Despertate, Rumano, no vas a quedarte todo el día ahí tirado! Además deberías cambiar esos jeans, ya parecen caminar solos.


Ese comentario no me gustó. Me parecía más gráfico lo que decía Marcos. Resultaba que Lucrecia al ser tan abstracta en uso de lenguajes me resultaba casi inasible en ese mundo. Cuenta una anécdota de que Heidegger, poco después de escribir su incompleto “Ser y tiempo” estaba de invitado en una casa en Leipzig. Ahí en Sajonia y en ese momento nadie iba a tratar mal a un rector afiliado a las S.S.. De todos modos él lo que quería era escalar a nivel de jerarquías académicas. Un sujeto así no sabe de otras políticas. Se sentó un rato a escuchar a una pianista que se debatía tal vez entre Beethoven y transcripciones de Wagner. Pensó, “con filosofía nosotros no podemos hacer eso”.
El lenguaje sería “la casa del Ser”, pero antes de la Selva Negra supongo que él tenía razón.


-¿Qué estás leyendo, Rumano, a Edgar Cayce? ¿Y ese quién es?
-Fue Marcos, todos seremos. Está muerto. Decían que podía curar a la gente. Claro está a la gente que sufría, y lo hacía haciéndolas caer en trance.
-¿Vos crees en eso?
-La verdad no sé, pero me gusta al menos su intención. Se supondría que cuando las personas “bajaban” su nivel (superficie) de consciencia de la realidad, se volvían más cercanos a sus problemas. Se dice que en nuestros sueños duermen nuestras soluciones en forma de símbolos. Pero no nos enteramos dado que vivimos despiertos, incluso durmiendo.
-... Ja. Tengo que entrenar. ¿Cómo está Lucrecia?
-¿Conocés a Lucrecia?


“Y sus parientes de alta cuna vinieron
y se la llevaron lejos de mí
para encerrarla en un sepulcro
en este reino junto al mar”.


Debía resolver esto. Tenía problemas, además tocar el bajo eléctrico en bares suburbanos no deja buenas ganancias aunque sí decepción y abrojos en los pantalones. Y por cierto el baterista pegaba tan fuerte que a veces después de las presentaciones sentía que iba a perder el equilibrio y caería al suelo. Los parches estaban demasiado tensos y “afinaba” con “La cucaracha”. Amén de su letra original y esos platos de marca desconocida... Como sea no quiero problemas pero ellos parecen quererme a mí.


Esa noche no tenía ruidos. Suelen tenerlos aunque sean mínimos, golpes de puertas, ventanas, cristales. Tal vez toses, fondo de calle, por más lejos de la ciudad que estemos. Sabía que era algo último, pero no tenía por qué mostrarse tan solemne. Tampoco era un velorio. ¿O sí? Los nativos de Cremona se la llevaron. No me di por enterado. Pero no podía tolerar la idea de que ella quedase encerrada en ese lugar. Todo el tiempo escucho la marea. Y no hay mar, y menos islas. Aunque sí una extraña aislación recurrente.


Marcos me llamó, lo cual resultaba inusual. Me decía que tenía que hablar conmigo. En lo posible en persona y en unas horas. Que estaba teniendo extraños sueños. Que a mí me gustaba el tema y tal vez podría ayudarlo. No sabía a quién más recurrir.


Llegar a lo de Marcos en esa situación no resultó complejo. El tránsito inesperadamente resultaba poco congestionado.


-Y la cosa verde de abajo del agua me atrapaba, como si fuese una rabia toda y llena de animales ciegos. Y no podía salir a la superficie, me estaba quedando sin aire. Las voces fuera del agua, fuera de mi medio en ese momento, no se escuchan claramente, pero se capta cuando están dialogando. Es como una conversación en un idioma de extraterrestres. Y yo estaba ahí atrapado.
-Sí, la fauna abisal. ¿Te estás preparando para competir en algún lugar abierto, no?
-Sí, ¿cómo sabías?, no le dije ni a mi entrenador todavía. Me lo sugirió un colega. Es una competencia en una parte al sur de USA.
-Sí, entiendo, el futuro a veces se equivoca al golpear la puerta. ¿Cuándo sería?
-A principios de Enero, el 19.


Me empecé a sentir mal, realmente mal. Aunque supongo que no se notaba. “I’m feeling a bit dizzy”.


Mi padre cumplía cerca de esa fecha, no recuerdo más. Se me vuelve todo un fundido negro. Resulta un maldito fade out.


“Los ángeles, descontentos en el cielo,
nos envidiaron a ella y a mí.
¡Sí! Por esta razón (como todos saben
en este reino junto al mar)
el viento salió de la nube por la noche
para helar y matar a mi Annabel Lee”.


No sé bien cómo llegué ahí. El televisor me hacía compañía. Había unas dos o tres personas caminando alrededor, sonaban sus pasos, se captaban sus gestos. Pero todo parecía desierto, se daba esa semántica de sensación. Una rubia que parecía sacada de una serie de los setenta me preguntaba: “¿Estás bien, estás bien?” Asentí, sí, claro. (Mentía por caridad). Sonrió y me sirvió un jugo de naranjas recién exprimidas. Después de mirarme se retiró. Estaba en una cama. “Es mi habitación, podés quedarte el tiempo que sea necesario”.
Al rato volvió y se sentó en una silla cercana, se cruzó de piernas y ahí se quedó. Supongo que le gustaba jugar a ser enfermera. Describir cómo vestía podría parecer un poco un anacronismo. Pero no contaría con el detalle de que yo detestaba ser un paciente.
-Al masturbarse uno recuerda en ese breve lapso, todos los momentos más excitantes que vivió. Lo que más le gustó.
-¿Dónde leíste eso?
-El otro día, en una revista Vogue.
-No estoy de acuerdo, no existe recuerdo fijo. Ni siquiera en esas cuestiones. Lo que nos gusta hoy podemos desecharlo mañana, y tal vez volver, para no volver.
-No entiendo, podés ser más claro.
-No sé, son cosas propias de la naturaleza humana. Todo cambia constantemente. Después de cada parpadeo me vas a ver de otro modo.
-...


Recordé un viejo artículo de Fogwill hablando de Onán y que me llevó a ciertas consultas con el personaje bíblico. Y no sé por qué también lo recordé hablando de Alfonsín. “No había más triste destino que el de Onán”. Fog tenía razón y esa chica necesitaba un novio urgente.



A la tarde en un descuido me escapé. La rubia me había dejado ropa nueva, ignoro cómo la consiguió, pero me resultó muy útil. Reconozco haber sido ingrato, no soy un samaritano. No sé, sólo quiero resolver la cuestión de los dos niveles. El costo del transporte de larga distancia aumentó. Me senté junto a una ventana, a veces me gusta lo individual. Y me quedé dormido.


“Pero nuestro amor era mucho más fuerte
que el de aquellos mayores
o más sabios que nosotros.
Y ni los ángeles arriba en el cielo
ni los demonios debajo del mar
jamás podrán separar mi alma del alma
de la hermosa Annabel Lee”.


Desperté y bajé en la última estación. El bolso era nuevo, también cortesía de la blonda desconocida. Recordé que tenía zapatillas, pies y piernas y sabía caminar.
Encontré un bar o pulpería de “avanzada” a la vera del último asfaltado de ruta. Entré y el gesto adusto, y la desconfianza eran la primera bienvenida. Un poco de clima del “El sur” de Borges, todavía sobrevive en muchos lugares. Me fijé en el mostrador, (para variar ahí había rejas entre el expendedor y los clientes). Veía los peores licores que ni podía imaginar ahí. 


-Un licor de mandarina, gracias. -pagué


Vigilar tiene un costado ontológico no siempre probado en desconfiar. Pero hay una prueba muy clara de que sí resulta así: un simple policía de servicio. Tenía todavía el libro de Cayce que había extrañado a Marcos. Supongo más versado en manuales de crol y flotación. Lo abrí donde había quedado: “En 1900, Cayce empezó a vender seguros de la compañía Woodman of the World, aunque sin embargo perdió completamente la voz por una severa laringitis. Con sus ahorros abrió un estudio fotográfico al volver a Hopkinsville, pues en tal profesión no necesitaba hablar. Para 1901 un hipnotista viajero conocido sólo como Hart "The Laugh Man" llegó a Hopkinsville asegurando curar enfermedades con sólo hipnosis, Cayce se sometió al tratamiento frente a una audiencia pero siguió sin recuperar la voz: Otro hipnotista Al Layne, se ofreció a ayudarlo. Durante el trance, Cayce finalmente habló, pero refiriéndose a sí mismo como "Nosotros".


“Pues la luna nunca resplandece sin traerme sueños
de la hermosa Annabel Lee
y las estrellas nunca brillan sin que yo sienta los ojos radiantes
de la hermosa Annabel Lee
y cuando llega la marea nocturna, me acuesto justo al lado
de mi amada -mi amada- mi vida y mi prometida
en su sepulcro allí junto al mar
en su tumba junto al ruidoso mar”


Siempre recordaré con afecto a Carlo Al Laine estando ahora acá en Cremona junto al imaginario y ruidoso mar. Recostado bajo tierra para mí ya tampoco resplandece la luna y las estrellas me son ajenas. Pero somos nosotros con Lucrecia.
En cuanto a los problemas de dos mundos, y a Martín, nunca quise resolver la ecuación. Creo así resultó mejor.






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