Encuentro inesperado. Jordi Rocandio Clua






Jordi Rocandio Clua

—¿Estás segura de esto, amor? –preguntó Andrés.
—Más que nunca. El destino, aunque ha tardado bastante, por fin nos ha unido.
—Hay que ver lo jodida que es la vida. 
—No es momento para dudas, Andrés. Hagámoslo.
—Solo quería asegurarme. Nos perseguirán.
—Para cuando se den cuenta estaremos muy lejos. Desapareceremos.
—¿Lo llevas encima?
—Sí, tal como lo teníamos planeado.
—Perfecto. Ve a la cocina. Yo me encargo de que los guardias no te vean.
Andrés había pasado toda su vida en uno de los barrios más desfavorecidos de la ciudad. Dejó los estudios en cuanto tuvo edad para trabajar, por lo que su experiencia era amplia en los más diversos oficios. 
En poco tiempo, adquirió una gran destreza en el robo de viviendas, coches, carteras y de cualquier cosa que no fuera suya y se empeñara en poseer. Su fama en el barrio no hizo más que aumentar y era amado y temido por igual. 
Nunca se caracterizó por su egoísmo, al contrario, le gustaba compartir las sobras de sus botines con los más necesitados. Sin embargo, pobre de aquel que lo traicionara o lo tratase de malas maneras, ya podía darse por muerto. 
De esta manera se ganaba la vida y la cosa no le iba nada mal. 
No tardó en dejar embarazada a una pobre chiquilla con la que acabó casándose. La ley en el barrio era clara y debía cumplirse, él era un hombre de honor. No le importó compartir su vida con aquella chica, era una buena amiga y excelente compañera. No se merecía pasar por eso sola.
Los años fueron pasando y su familia aumentó. Su mujer y él eran felices a su manera. Aunque ya no la amaba, era consciente de su gran corazón, pues había criado a sus siete hijos e hijas con cariño. Nunca se le pasó por la cabeza abandonarla.
Siempre lo hacían todo juntos, su familia era una unidad indivisible y lo acompañaban allí a dónde fueran. Viajes, negocios, robos, todo. Ambos se desvivían por dar cariño a esos pequeños delincuentes que aprendían con facilidad el modo de vida clásica del barrio.
Los jóvenes se hicieron mayores y, los que no acabaron en la cárcel, empezaron a formar sus propias familias, lo que hizo que se empezaran a separar. 
Con el paso del tiempo, se veían con menos frecuencia y las visitas que hacía para ver a sus nietos se espaciaban más y más. 
Lo que en un principio se convirtió en una sana costumbre pasó a ser de esas cosas que se enquistan y que nadie acaba disfrutando. Al cabo de poco tiempo, verse en persona era casi un milagro.
La vejez se le vino encima sin darse apenas cuenta. Un día, su amiga y querida mujer murió debido a un cáncer de páncreas detectado demasiado tarde. En menos de un mes, sus huesos descansaban en el cementerio. 
Algunos de sus hijos pudieron venir al entierro, pero no todos. Eso le dolió. Eran sus padres, lo habían dado todo por ellos y, sin embargo…
Después de aquello, alguno de sus hijos lo visitaba de vez en cuando y pasaba algunas horas acompañado, pero a los pocos meses, la soledad se convirtió en su mejor compañera.
Un día, al llegar a casa después de un largo paseo, se dio cuenta de que no podía quedarse allí, no lo soportaba. Esa soledad, ese silencio lo mataba por dentro. Necesitaba compañía. Fue a su habitación, levantó un par de maderas del suelo, sacó una caja de zapatos que había visto tiempos mejores, la abrió y extrajo todo su contenido. Con los billetes, relojes de lujo y joyas de su interior tendría de sobra para pagar una residencia. 


Tantos años de hurtos le habían garantizado un futuro tranquilo. Dentro de poco, su salud se resentiría y no quería obligar a nadie a cuidar de él. Estar ingresado en un centro para mayores era una buena solución.
Escogió una residencia bastante decente del centro de la ciudad que disponía de algunas plazas libres. Cuando reservó la plaza, dejó encima de la mesa del director una suma ingente de dinero. No hubo ninguna objeción.
A las pocas semanas, conocía a todo el mundo y pasaba las horas hablando, jugando a las cartas, al dominó o a cualquier actividad que organizaran los monitores del turno de día. Su vida cambió a mejor, al menos estaba acompañado.
Un día, mientras jugaba al Rummikub, vio entrar por la puerta a una elegante señora que se iba a instalar en la residencia. Le pareció la mujer más hermosa del mundo. Sus compañeros de mesa le llamaron la atención para que se concentrase en el juego, pero él ya no estaba por eso. No podía dejar de mirarla.
Al día siguiente, cuando entró en el comedor, la vio sola en un rincón apartado. No lo dudó y se acercó para entablar conversación. Cuando sus miradas se encontraron, algo mágico sucedió, el tiempo dejó de pasar. Fue amor a primera vista. Se presentaron y comieron juntos por primera vez. Aquello se repetiría todos los días a partir de entonces.
Elvira era simpática, dulce y muy guapa. Se lo pasaban muy bien juntos y no tardaron en enamorarse con locura. Era algo que él no había sentido nunca por nadie y se sorprendió al descubrir que haría todo lo que fuese necesario para salvaguardar aquella relación.
Andrés le preguntó cómo había acabado allí, sola y olvidada por sus seres queridos. Elvira le explicó que había estado felizmente casada dos veces, pero que en ambas ocasiones sus maridos habían enfermado y pasado por un periodo terrible donde los dolores y el sufrimiento habían terminado con el peor de los desenlaces. Decidió que nunca más se volvería a enamorar y buscó una residencia para acabar sus días en paz. Sin embargo, el destino era caprichoso y los había unido para siempre.
Todo iba a las mil maravillas hasta que la crisis económica arrasó con todo. La residencia empezó a pasar problemas económicos por falta de financiación pública y privada, por lo que los dueños tuvieron que vender su participación a un fondo de inversión buitre que se había hecho con la mayoría de las residencias de la ciudad.
A partir de ese momento, la situación se complicó para todos. Los empleados que con tanto cariño los habían cuidado hasta entonces fueron despedidos y sustituidos por personas que no servían para ese oficio. Eran serios, fríos y maleducados. Trataban a los residentes como a objetos y no eran nada sensibles a sus necesidades. Además, los ancianos que morían o que cambiaban de residencia buscando algo mejor, eran reemplazados por lo peor que la sociedad podía crear, auténticos delincuentes y maleantes que hicieron de su estancia un auténtico infierno.
A las pocas semanas, la relación con los nuevos empleados y residentes se había vuelto insoportable, ya que en más de una ocasión llegaron a las manos y a punto estuvieron de acabar con heridas graves.
Decidieron que hasta ahí habían llegado, nadie maltrataba así a los suyos sin pagar las consecuencias.
Elvira le propuso a Andrés una manera fácil de acabar con todo aquello. Él escuchó con atención el plan que tenía en mente y lo convenció al instante. 
Se fue a la habitación que compartían, sacó el teléfono móvil y llamó a un antiguo camello del barrio para que le consiguiera un producto un tanto especial. 
Quedaron al día siguiente en el callejón de detrás de la residencia para el trapicheo. Pidió un precio alto por la mercancía, pero Andrés no tuvo problemas para pagarlo. Era el momento de preparar su venganza.
—¿Estás segura de esto, amor? –preguntó Andrés.
—Más que nunca. El destino, aunque ha tardado bastante, por fin nos ha unido. 
—Hay que ver lo jodida que es la vida. 
—No es momento para dudas. Hagámoslo.
—Solo quería asegurarme. Nos perseguirán.
—Para cuando se den cuenta estaremos muy lejos. Desapareceremos.
—¿Lo llevas encima?
—Sí, tal como lo teníamos planeado.
—Perfecto. Ve a la cocina. Yo me encargo de que los guardias no te vean.
Esperaron a que los empleados de la cocina salieran a tirar la basura al callejón y, en completo silencio, Elvira se coló dentro para manipular el potaje que iban a servir en la cena.
Andrés vio como dos empleados se acercaban por el pasillo camino de la cocina, por lo que no lo pensó dos veces y les salió al paso.
–Menos mal que os he encontrado, el director me ha dicho que vaya alguien a su despacho inmediatamente. Está reunido con Pedro, el de la habitación 304, se ve que le ha dado un infarto o algo así.
–¡Joder! que mala suerte, ahora que nos íbamos a tomar una cervecita en el callejón.
–Lo siento, chicos.
Los guardias se dieron la vuelta en el momento justo en el que Elvira salía de la cocina. Cuando hubo desaparecido por otro pasillo, Andrés se dirigió de nuevo a los guardias.
–¡Eh, chicos! que era broma. Mira que sois inocentes.
–Muy gracioso, Andrés. Un día te comerás tus palabras.
–Seguro que sí. –dijo mientras se alejaba con grandes zancadas y levantando el dedo del medio.
Se reunieron en la habitación de ella para hablar.
–¿Todo bien? –preguntó Andrés.
–Perfecto. Esta noche es mejor que no bajemos a cenar. Con la cantidad que he vertido en la olla no tardarán en caer.
–Ahora solo nos queda preparar las maletas. Nos iremos en cuanto los guardias estén fuera de juego.
Tal como tenían previsto, residentes y empleados cenaron a la hora de siempre. A los pocos minutos, se oyeron los primeros gritos, señal que aprovecharon para salir de la habitación y dirigirse a la salida. 
Andrés sacó de su escondrijo los restos de los botines de juventud y los guardó en su petate. Con esa suma de dinero se garantizarían una vida tranquila en algún rincón apartado del mundo.
–No te preocupes por eso. Con la herencia de mi último marido tenemos de sobra para comprar una isla si queremos.
–Confío en ti, pero no me apetece que los dueños de este antro encuentren mi alijo y se lo queden. Antes se lo regalo al primer vagabundo que me encuentre.
–Buena idea, seguro que lo necesitará más que nosotros.
Cerraron la puerta y bajaron las escaleras hasta la planta baja. El pasillo que llevaba a la salida estaba plagada de cadáveres. Los fueron esquivando sin prisa, disfrutando de la venganza que habían tramado. Cuando llegaron a la puerta que daba al exterior, se giraron y contemplaron su obra. Ni uno solo de esos desgraciados había sobrevivido. 
–¿Nos vamos, querida? Todavía nos queda un largo camino. –dijo Andrés.
–Por supuesto. Aquí ya no hacemos nada. –dijo Elvira al mismo tiempo que tocaba el frasco de arsénico de su bolsillo. –¿Sabes una cosa? Me gustaría que fueras mi esposo, Andrés.
–Sus deseos son órdenes para mí, señora.
Una sonrisa de lo más perturbadora se dibujó en el rostro de Elvira mientras bajaban las escaleras camino de su nuevo destino.




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