2012. Carolina Diez



Miguel Ángel Solá, Carolina Diez 


Carolina Diez

La cafetera chirriaba en eco sordo. Él, sus oídos, más bien, estaban a suficiente distancia como para soportar el chillido sin enloquecer, se acercó a paso calmo y apagó el fuego. La cafetera se parecía mucho a una pava, le dijo su compañero desde detrás del quicio de la puerta de Arturo. El compañero llevaba lentes y una boina en cuadrículas que de vez en cuando reacomodaba para que permanezca firmemente ladeada. Un pequeño bigote se movía mientras pronunciaba sus palabras. Arturo le dijo cierto y sirvió dos cafés en tazas de diámetros diferentes, volvió al lugar, a la mesa más bien, en la que el compañero, ahora sentado, ya no tan sólo como remanente del borde de la puerta sino ahora sentado, construye un robotito con el papel del paquete de cigarrillos. La boca ladeada aceptó la taza y le dijo que no se apurara con el azúcar que ya lo había dejado también, ¿y vos? La mesa es un asco dijo Arturo y el compañero asintió. Las noches de fiesta siempre lo mismo. Y sí le respondió el compañero, ahora quería armar un barquito que tuviera también piernas. Arturo pateó una botella de coca que rodó hasta chocar el zócalo y fijó un solo ojo en el techo. Trago sonoro sorbió y comenzó a relatarle los hechos. Detrás de la cortina de bambú la voz de Tracie sacudió las bases de la mesa, los libros del costado, las botellas rodando. Por supuesto que su nombre no era Tracie, ni Trixie tampoco, ni los otros similares que se inventaba, pero de momento sabía mantenerse llamándola así. Y loca. La calló con esta última (no le dijo calla Trixie, o cállate Tracie, sino callate loca) y siguió su discurso mientras el compañero hacía ya un bollo microscópico con el papel, una esfera veteada apretada entre las yemas como la tierra en las pinzas de Dios. No es lo mismo que antes, no me alcanza más. El compañero asiente, sorbe café, asiente de nuevo, quita el cigarrillo que aprietan su oreja y su boina escocesa y lo enciende y, fumando, le pregunta cuántos son los clientes. Arturo le aclara que siempre son pocos, que los tiempos que corren, que el mercado y vos me conocés le dice. El compañero asiente, le repite, siempre fuimos como hermanos, Arturo, pero viste. Entiendo. Arturo entiende y es muy poco el tiempo que le dura su cigarrillo. ¿Cuántos minutos demorás en fumar un cigarrillo, Arturo? Ya de joven habías bajado de siete minutos a cuatro. Ahora, Arturo, ¿cuánto te dura un buen puro?, ¿cuánto te dura la algarabía del contaminarte otro poco y otro? Arturo tose y no contesta. El compañero agita el cigarrillo e intenta ser animoso, quiere hacerle creer a Arturo que puede y Arturo quiere creele. Pero en vez de eso niega con la cabeza, tiempo muerto dice y un vaso cae de pronto como para acentuar lo cierto de su planteo, y cae al suelo, se rompe, entre otros vidrios y Trixie detrás de la cortina ahora ronca.
No hay revelaciones exentas de sombras y eso lo sabemos. Sorben las bocas el café, los ojos se contemplan en silencio. Oyen los pasos. El puño golpea en la puerta. Es un remolino de tiempo el que inicia ese golpe.
Un tiempo que los absorbe hacia atrás, hacia adentro, al ángulo muerto, neutro, el ojo de Trixie estalla como un fuego, en el cuarto, casi lejos, en un viaje de marranitos y conejos en un punto ajeno que no volverá a visitar, sus dedos se sacuden pero no oyen, no oyen el sonido del vecino que vuelve a golpear la puerta pero no es el vecino y eso lo saben y no lo dicen y en los dedos del compañero de Arturo solo queda un intento perdido entre el humo.






No hay comentarios

Con la tecnología de Blogger.