La alfombra. Carolina Diez





Carolina Diez

Ilustraciones: Lucía Togniarelli

Recuerdo que salí corriendo del lugar. Me sentía libre, como en un sueño, todo era etéreo, mi felicidad completa y totalmente artificial. Sé que corrí por algunas cuadras. Iba a verla, quería ver por un momento, por fugaz que fuera, sus ojos verdes. Quería decirle cuánto sentía haberla tratado así, haberla lastimado, quería explicarle, aunque me resultara prácticamente imposible, por qué había hecho algo tan espantoso. Oí un bocinazo en mi oído izquierdo. Podría haberme aturdido, de encontrarme en mejor estado. La inconsciencia era, ahora que lo pienso, casi absoluta. No veía, no lograba descifrar qué pisaban mis pies, por qué camino corrían. Pero sabía, con certeza, que iba a llegar al hospital. No pensé en mi aspecto o en lo que dirían al verme entrar. No pensé tampoco si él estaría allí también. No recordaba exactamente qué había ocurrido después del episodio que se me figuraba tan lejano a mi presente. No medité acerca de nada. Resbalé en una calle desconocida. Sentí mis pantalones mojados con agua sucia, sentí la humedad en mis piernas como una sensación casi ajena, casi abstracta. Sacudí la cabeza para disipar imágenes amorfas que atravesaban mi campo de visión. Quería, necesitaba lucidez absoluta. Me esforcé por resistir las luces que explotaban ante mí y me incorporé. Corrí de nuevo, sin darme cuenta de que lo hacía. Me adentré en una calle oscura donde mil demonios me acechaban. Vi a la Parca en un rincón pero no quise pensar en ella. El tiempo se me estaba escapando, cada vez me quedaba menos, cada vez me desesperaba más. Traté de acelerar el paso, atravesé la oscuridad pero nuevas luces multicolores arremetieron contra mi cordura. Entré, crucé la puerta con un empujón que dieron mis hombros. No vi un alma alrededor. Subí las escaleras lo más rápido que pude. Resbalé algunas veces. Caí. Vi sangre en mis dedos cuando me toqué la nariz. Vi sangre en mi remera. Seguí subiendo, sin darle importancia. Llegué a su puerta; estaba abierta. Un débil resplandor llegaba a través de la ranura. Empujé la madera y entré intentando recuperar el aire. Sentía que había pasado millones de años sin respirar. Entonces la vi, tendida en la cama. Un agujero le decoraba la sien. Un agujero ensangrentado y tibio. Su piel empalidecía constante. Sofoqué el primer grito. Me acerqué, gimiendo; las lágrimas se me mezclaban con el sudor. Grité sordamente. Afuera la noche parecía eternizada. Al costado de la cama, un cuerpo yacía inmóvil sobre la alfombra. Llevaba un revólver en la mano y un balazo en el pecho. Era su marido. Lloré. Mis piernas cesaron de sostener mi peso. Desplomé mi cuerpo sobre la alfombra ensangrentada. Mi remera era una sola e inmensa mancha roja. Su olor impregnó mis sentidos. Sentí el ardor último del balazo que llevaba dentro. Encontré el revólver que aferraban mis manos. No estaba en el hospital. No estaba en ningún lugar; moría. Apenas perceptible, oí una sirena que se aproximaba, oí pasos rápidos y oí el click. Yo era el cuerpo sobre la alfombra.

(2003)






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