La Plaga. Carolina Diez


Carolina Diez

Carolina Diez 

Ilustraciones: Julieta Medina

No salgo de mi asombro mientras converso con el Ășnico sobreviviente de la masacre. HabĂ­a transcurrido cierto tiempo pero los malos recuerdos perduran, asĂ­ lo demuestran esos ojos opacados por la muerte.

El Ășltimo rastro de la -¿pequeña?- fracciĂłn de humanidad vĂ­ctima del virus L[1] que asolĂł la zona litoral una dĂ©cada atrĂĄs. Él es Eduardo, o lo fue alguna vez. Hoy es una persona muy diferente. A pesar de haber tomado distancia con el pueblo maldito (del cual solo queda la tierra infectada y los fantasmas), su mirada parece estar siempre en el mismo extinto ĂĄrbol frente al cual lo encontraron hace tantos años. Resulta absurda la idea de que su cordura permanezca intacta a pesar de las morbosidades que ha vivido este desgraciado.

“SucediĂł todo tan rĂĄpido que parece mentira hasta para mĂ­, que lo presenciĂ©”, me dice con voz calma y susurrante, con un dejo de desesperaciĂłn y nerviosismo, probablemente inconsciente.






“El aire olĂ­a diferente, pero uno nunca espera ese tipo de cosas”, dice. Carraspea. Yo escribo para mantener el sonido de la mĂĄquina y no perderme en el suspenso de sus silencios. “Somos parte de una civilizaciĂłn racional donde ciertas anormalidades resultan simplemente inconcebibles. Sin embargo, todos los ojos que me observaron aquella lejana mañana de septiembre eran inhumanos.” Le tiembla el pulso pero evita la caja de cigarrillos que tiene a diez centĂ­metros de su mano, se controla, fuma demasiado, dice.

“Mi mujer me habĂ­a preparado el mismo desayuno de todos los dĂ­as, pero tenĂ­a un sabor muy diferente. OlĂ­a a podrido por todas partes, incluso en mi taza de cafĂ©... incluso en los labios de mi esposa”. Su mirada se pierde, se le inundan las pupilas, sacude la cabeza ahuyentando el acceso de sentimentalismo comprensible que considera no muy apropiado a la ocasiĂłn. Le agradezco el gesto para mis adentros; odio ver hombres llorando.

“Una vez afuera de mi casa, notĂ© que todos los ĂĄrboles de la vereda estaban secos, muertos, marchitos. La gente de todos los dĂ­as caminaba como sonĂĄmbula aquella lejana mañana de septiembre. Cabe decir que siempre me destaquĂ© por ser muy perceptivo, aunque, la verdad, no comprendo cĂłmo alguien puede no darse cuenta de semejante cambio aterrador. En el camino a mi trabajo (de vez en cuando, como aquella vez, se me ocurrĂ­a ir caminando hasta el consultorio), me topĂ© con cientos de cĂĄscaras de naranja en la vereda, en plena calle. Incluso, de los pocos autos que deambulaban a baja velocidad, lanzaban mĂĄs de estas cĂĄscaras. TenĂ­an una textura sumamente rugosa que se adivinaba a simple vista y su color era mĂĄs bien rojizo, aunque podĂ­a confundirse por una especie de anaranjado si se observaba sin prestar atenciĂłn a los detalles. Pero yo siempre fui muy detallista. SentĂ­a que todo alrededor era extraño, fue una sensaciĂłn que, a pesar de las numerosas depresiones que habĂ­a tenido en mi vida, jamĂĄs habĂ­a experimentado. Es que no se trataba de algo psicolĂłgico o de sugestiĂłn (eso lo descubrĂ­ mĂĄs tarde), sino de algo puramente real.” Sus palabras me transmiten un fugaz escalofrĂ­o. Ahora sĂ­ enciende un cigarrillo y expulsa el humo lo mĂĄs lejos que puede. Lo contempla mientras se dispersa por la habitaciĂłn, con ojos acostumbrados a admirar nubes grises en el aire. Me mira de nuevo y su rostro delata que habĂ­a olvidado mi presencia, estaba una vez mĂĄs absorto en su mundo de recuerdos y fantasmas. Yo aguardo en silencio a que retome su fascinante discurso.

“Hoy agradezco cada mañana al despertar a mi Señor por haberme iluminado aquel dĂ­a (y por las escasas horas que puedo dormir cada noche desde entonces). Fue asĂ­ como volvĂ­ a la puerta de mi hogar, que ya no lo era pero todavĂ­a yo no lo sabĂ­a, y gritĂ© el nombre de mi mujer. Ella no me respondiĂł. En cambio, chirriĂł la puerta abriĂ©ndose y el olor a nafta me invadiĂł. En el instante me di cuenta; mi mujer ya no estaba adentro de ese cuerpo. CorrĂ­ hasta mi auto, busquĂ© las llaves en el bolsillo de mi saco y arranquĂ© hacia ningĂșn lugar definido. Estaba desesperado. En mi mente rondaban ideas terribles, pero nunca hubiera imaginado que verĂ­a imĂĄgenes tan diabĂłlicas...”.




Sus labios se abren como para agregar algo, pero no lo hace. Espero. Me indigna que su suspenso marque el ritmo. Enciendo un cigarrillo, fingiendo parsimonia. Al fin, tras chasquear su lengua contra el paladar, continĂșa con voz susurrante: “Por el espejo retrovisor, mientras me alejaba, pude ver cĂłmo mi hogar se derretĂ­a, se fundĂ­a literalmente en la hierba de los alrededores. En unos instantes no era mĂĄs que una montaña de piedras y plĂĄstico chamuscado. Me aterroricĂ© cuando descubrĂ­ que desde el asiento trasero me sonreĂ­a la que una vez hubo sido mi mujer. Elena estaba pĂĄlida, con ojeras pĂșrpuras alrededor de la mirada desencajada, su aliento apestaba a nafta. Vi en su rostro la expresiĂłn mĂĄs asquerosa que hubiese podido imaginar en mi vida, quizĂĄs tenĂ­a que ver con que se trataba de alguien a quien yo amaba tanto, alguien que de golpe se habĂ­a convertido en un ser inhumano y aterrador. Sus ojos estaban tan carentes de vida y, al mismo tiempo, tan llenos de odio que no pude contener el gemido. Me estirĂ© para quitar el seguro de la puerta pero sus colmillos (ya no eran dientes) se enterraron en mi brazo hasta desgarrarme un pedazo. Entonces sĂ­ gritĂ©, mientras le propinaba un golpe en la cara que me permitiera zafar. Intentaba que saliera del auto, sabĂ­a que pretendĂ­a matarme y no iba a permitirlo. TambiĂ©n sabĂ­a que ya no se trataba de Elena, sino de un ser monstruoso que me habĂ­a arrebatado a mi mujer, se habĂ­a adueñado de su cuerpo y ahora intentaba quedarse con el mĂ­o. AlcancĂ© con un doloroso esfuerzo el huidizo seguro y lo quitĂ©, logrando zafar antes de que sus dientes volvieran a enterrarse en mi carne. GirĂ© el auto y ella saliĂł disparada hacia la calle. Me estirĂ© una vez mĂĄs para cerrar la puerta, suspirando con alivio, un alivio que me durĂł lo que el mismo suspiro: un instante. Cuando volvĂ­ la vista hacia el camino, descubrĂ­ que alrededor de tres docenas de personas (que no eran personas y eso yo ya lo sabĂ­a) me observaban, acercĂĄndose al coche a paso lento e inmutable, todas con ojos de fuego y sedientas de sangre, de MI sangre. Me desesperĂ©, arranquĂ© el auto con un chirrido que pareciĂł aturdirles y me alejĂ© lo mĂĄs rĂĄpido que pude, pasando sobre ellas sin mirarles siquiera. PoseĂ­an un poder hipnĂłtico impresionante y, de no ser por mi desarrollada intuiciĂłn, hubieran hecho de mĂ­ cualquier cosa que ellas desearan con solo diez segundos de mi atenciĂłn. AsĂ­ que huĂ­, escapĂ© por la carretera buscando un telĂ©fono y lleguĂ© al mercado del camino.[2] Desesperado, mirĂ© alrededor para ver si habĂ­a alguien en el lugar. Por fortuna, estaba completamente vacĂ­o (eso fue lo que pensĂ©). LlamĂ© a la comisarĂ­a y pedĂ­ auxilio a gritos pero del otro lado solo habĂ­a silencio, alguien habĂ­a levantado el tubo y no me hablaba. Entonces, comprendĂ­; seguramente el virus tambiĂ©n habrĂ­a llegado allĂ­, pues no distaba mucho del pueblo. Presa del pĂĄnico, atravesĂ© la puerta trasera del lugar, por donde jamĂĄs habĂ­a andado, y salĂ­ a un patio desconocido donde dormĂ­an algunos perros. Ninguno se moviĂł al verme allĂ­ parado, desquiciado por los nervios. Todos estaban muertos, entendĂ­. Alrededor de diez perros muertos yacĂ­an en el suelo. No habĂ­a sangre, no habĂ­a ningĂșn rastro de asesinato excepto por la mirada de terror eternizada en cada uno de ellos que descubrĂ­ al acercarme. Entonces fue cuando corrĂ­, sin direcciĂłn, sin pensar. Me encontrĂ© solo corriendo por un camino que ni siquiera sabĂ­a que existĂ­a, corrĂ­ desesperadamente todo lo que mis piernas pudieron. EncontrĂ© un camiĂłn del otro lado de la carretera, parecĂ­a enviado por Dios. Me aproximĂ© a Ă©l con mis Ășltimas fuerzas y me asomĂ©, no sin cierta cautela, a la ventanilla del conductor. No habĂ­a nadie adentro. El asiento del acompañante estaba cubierto de un lĂ­quido rojizo, una especie de moho. Mientras observaba el extraño material, oĂ­ un ruido proveniente de la parte trasera del vehĂ­culo, un ronquido o algo similar, en el exterior o tal vez dentro del baĂșl. ReaccionĂ© rĂĄpido.[3] ComprobĂ© a travĂ©s de la ventanilla que las llaves estuvieran puestas y abrĂ­ la puerta sin fijarme detrĂĄs. La cerrĂ© en el momento justo en que un hombre se arrojaba contra el vidrio. GritĂ© viendo los hongos llagados de su piel pegados al parabrisas, mientras giraba la llave que no hacĂ­a contacto. PensĂ© en las millones de pelĂ­culas de terror donde ocurrĂ­a exactamente lo mismo y reĂ­ como un enfermo, a los gritos.[4] Por fin, luego de varios intentos, de algunos insultos y de mĂĄs risas desquiciadas, logrĂ© arrancar el maldito camiĂłn y choquĂ© al imbĂ©cil que seguĂ­a frotando su rostro podrido contra la ventanilla mientras sus eructos se hacĂ­an cada vez mĂĄs constantes y olorosos, tanto que el rancio aroma me llegaba a travĂ©s del cristal. Cuando me alejĂ© un poco, observĂ© nuevamente a mi derecha, al asiento infectado; el hedor tambiĂ©n provenĂ­a de allĂ­, aunque no era tan fuerte. Se iba descomponiendo, la sustancia ocupaba cada vez menos lugar y su color se extinguĂ­a. Cuando fijĂ© la vista en el camino, descubrĂ­ una multitud acercĂĄndose hacia mĂ­. Eran muchĂ­simos, mĂĄs gente de la que nunca creĂ­ que habitaba en el pueblo. Se aproximaban tranquilos, una masa uniforme de piel ensangrentada en pleno fermento. Puedo jurar que, a pesar de los tantos metros que me separaban de ellos en ese momento, el olor era insoportable, asfixiante, abrasador. IntentĂ© no mirarlos, intentĂ© desviar mi vista y pasarlos por encima sin pensar, pero lo vi, allĂ­, entre todos esos monstruos, con su rostro podrido y los ojos enfermos, ahĂ­ estaba Ă©l, tan pequeño, tan indefenso, tan solo. Juro que lo vi humano, juro que era mi hijo de todos los dĂ­as, el de siempre, mi pequeño de sonrisa triste y gesto de eterna nostalgia. Era mi niño, atrapado entre esas bestias horribles. Me desesperĂ© aĂșn mĂĄs, si es que eso podĂ­a suceder. La cĂłlera creciĂł en mĂ­ como un volcĂĄn furioso, estallĂ© en un bramido de locura y me bajĂ© del camiĂłn justo cuando puse el freno de mano. Me detuve y, estupefacto, observĂ© frente a mĂ­ la marcha lenta que se aproximaba a paso certero. Lo mirĂ© a Ă©l en silencio, esperaba un brillo en sus ojos, el brillo de siempre. Por un momento estuve seguro de que ahĂ­ estaba, todo Ă©l, todo humano, pero no. Ya no era mi David, era uno de ellos. Sus pupilas no tuvieron la menor modificaciĂłn al observarme, salvo por un destello similar al del vampiro frente a la sangre. ¿Comprende? Él ya no veĂ­a a su padre, ya no veĂ­a nada de lo que habĂ­a sido. Una oleada de tristeza devastadora recorriĂł mis venas partiendo desde mis pies hasta la cabeza. SentĂ­ la desdicha mĂĄs enorme de mi vida, sentĂ­ la muerte en mi propia piel. DeseĂ© esa muerte, deseĂ© morir con toda mi alma. DeseĂ© matar casi con la misma intensidad. DeseĂ© tanto”.






Veo cómo su gesto se endurece pero no digo nada, tengo tantas preguntas, tantas dudas que sé que no va a aclarar. Sé que si le preguntó el porqué de tal peste, me responderå con una nueva teoría extraterrestre que, seguramente, explicarå como algo evidente. Si tan solo me resultara apenas aceptable alguna de sus hipótesis, si...

​Ahora estĂĄ contemplando sus zapatos, volviĂł a olvidarse de mĂ­. Siento que va a romper en llanto en cualquier momento y yo no voy a saber quĂ© hacer. Su semblante es increĂ­blemente desolador. Retengo el impulso de apoyarle la mano en el hombro, presumo que un hombre que viviĂł una experiencia de esa Ă­ndole no necesita ningĂșn tipo de sobresalto ni de gesto inesperado, por mĂĄs benĂ©volo que Ă©ste sea. Me enfoca de nuevo con sus ojos celestes. EstĂĄn casi transparentes, en parte por el humo que hay en la habitaciĂłn (reconozco que esta vez fumĂ© un poco mĂĄs que Eduardo), en parte por el llanto reprimido. Hago de cuenta que no lo noto, toso y miro el techo, sigo tecleando, a un ritmo lento, sĂ© que eso le gusta. Espero, mientras prendo un cigarrillo y le ofrezco la cajita. Eduardo toma uno, lo enciende y lo contempla sin decir palabra. Un eterno minuto despuĂ©s, su voz me sobresalta.

“AsĂ­ se quemĂł su cabeza, asĂ­ se quemaron todos, y mi hijo con ellos. No tuve otra opciĂłn, no me dejaron alternativa, se me vinieron como una avalancha, gemĂ­an como animales salvajes que estĂĄn siendo torturados. QuerĂ­an mi sangre, mi cuerpo, querĂ­an verme morir. Y no pude hacer otra cosa. PresionĂ© la bocina del coche tan fuerte que permaneciĂł sonando todo el tiempo. CorrĂ­ hasta la parte trasera del camiĂłn y abrĂ­ las puertas. Adentro habĂ­a un bidĂłn de nafta. LevantĂ© una frazada y descubrĂ­ otros diez bidones, por lo menos. Los destapĂ© uno por uno y los lancĂ© a la multitud que aferraba sus oĂ­dos, detenida a unos veinte metros de donde yo estaba. El rostro de mi hijo volviĂł a mirarme. Me miraba con dolor, pero chillaba como todos ellos lo hacĂ­an, era un sonido desesperante, enloquecedor.”

Se toma las orejas como un chiquillo. Eduardo todavĂ­a no puede controlar ciertas recaĂ­das y sigue bajo vigilancia, aunque ahora no veo a nadie alrededor. El menor error puede mandar a este hombre a la cĂĄrcel, pues la justicia lo acusa de homicidios mĂșltiples y no confĂ­a en la declaraciĂłn del psiquiatra ni en las escasas y dudosas pruebas encontradas en el lugar de los hechos. Yo sĂ­ le creo, por eso estoy acĂĄ.

Ahora lo observo y parece excitado, entusiasta, casi como si el orgullo tiñera su anterior expresiĂłn de culpa y vergĂŒenza. Ahora parece un hombre totalmente en sus cabales, un hombre exaltado pero perfectamente normal. Me mira fijo a los ojos y en los suyos, celestes, ya no hay transparencias, ahora encuentro oscuridad. Va a hablarme de la muerte.

“EncendĂ­ algunos fĂłsforos y se los lancĂ©. No fue fĂĄcil, por Dios que no lo fue. Mi propio hijo estaba de aquel lado, mi propio hijo que me observaba suplicante, como si yo pudiera haberlo salvado del demonio que llevaba dentro. Estaban todos malditos. Estaban todos condenados. Yo solo ayudĂ© al Señor a cumplir con su castigo. Yo solo salvĂ© sus almas.”

Los ojos se le enrojecen y los posa en mĂ­. Veo ira en ellos y desequilibrio mental. El menor error, como dije, puede mandar a este hombre a la cĂĄrcel y a mĂ­ a la morgue. No veo guardias y su mirada comienza a incomodarme. Con alivio, vuelvo a oĂ­r su voz:

“No me tema, no soy un asesino, a usted puedo confiarle mi secreto: soy un Salvador, salvĂ© esas vidas condenadas al Infierno, salvĂ© sus almas del pecado. PerdĂ­ a mi familia y a mi pequeño David con ellos, pero cumplĂ­ mi deber. Yo sĂ© lo que le digo, se estĂĄ mucho mejor del otro lado, ojalĂĄ pudiera yo encontrar una vĂ­a de escape, pero a mĂ­ la plaga no me alcanzĂł, yo...Me salvĂ©.”

Lo miro sin atreverme a formular la pregunta que arde en mis labios. La contengo lo mĂĄs que puedo, hasta que, por fin, se va. Entonces me oigo repetirla en voz alta, casi sin querer. MĂĄs tarde, sombrĂ­o, me responde.

“No sĂ© porquĂ©, hijo. Soy inmune, quizĂĄ. O corrĂ­ demasiado rĂĄpido. La verdad, es que pienso que nacĂ­ para detectar esa plaga, pero no puedo contraerla, ¿extraño? No. Por cierto, ahora que te estoy viendo mĂĄs en la luz...”

El sol se filtra un poco por las ranuras de la tela de las cortinas. Encuentro su rostro cerca del mío escrutåndome el cuello y los brazos. Vuelve a posar su mirada en mis ojos, lo que veo en ella es espantoso, es como vivir todo eso que él contó en carne propia; es una pesadilla. Lo oigo entre suspiros que no sé si son suyos o míos.

“SĂ­, hijo, vos tambiĂ©n. Por suerte uno cuenta con armas para salvar su pellejo, yo siempre fui muy intuitivo y me gusta hacer justicia cuando se debe. No puedo creer no haberte visto antes las marcas, y ese olor pestilente. Debe de ser un brote espontĂĄneo, pero me di cuenta a tiempo...No te va a doler, es la entrada al ParaĂ­so...”

Miro incrédulo mientras me rocía con el líquido de un frasco que saca del bolsillo. Tardo en reconocer el olor a nafta. Me quedo atónito y no puedo moverme, su mirada me domina, posee un poder inmenso y espeluznante. Me levanto de la silla y retrocedo. Miro mis manos y no tengo ninguna marca. El espejo de la pared me muestra mi mismo rostro de siempre, no hay hongos sangrantes, ni ampollas purulentas, ni nada por el estilo. Miro mis zapatos y una llama atraviesa mis ojos. Ahora veo a Eduardo acercåndose con una sonrisa calma en los labios y un cigarrillo, y la caja de fósforos que dejé en la mesadfsss

Kaput.

2004




[1] TĂ­tulo dado por la prensa

[2] Sus brazos acompasan las acciones que narra, sus ojos siguen cada parte del relato, mientras empieza, sin detenerse, un nuevo cigarrillo. (Nota del mecanografiado original)

[3] Se levanta de la silla, sus movimientos son ĂĄgiles, las manos luchan contra el aire. (N. del orig.)

[4] Grita. (N. del orig.)




No hay comentarios

Con la tecnologĂ­a de Blogger.