La oscura cárcel del olvido. Carolina Diez

 
Picture

Carolina Diez
Ilustraciones: Florencia Sánchez 

A.

​Me tiraron a mí y a unas cuantas más al suelo que olía a humedad y abandono. Pude oír una puerta metálica cerrarse y noté que mis muñecas se habían liberado. Al quitarme la tela húmeda que me cegaba, descubrí que estábamos dentro de un calabozo de grandes dimensiones y frente a mí se levantaban unas rejas oxidadas. Miré alrededor: había por lo menos cinco mujeres más adentro, conmigo. Solo dos me resultaban familiares. Inexplicablemente, no podía fijar lo suficiente la vista en las demás como para distinguir sus rasgos. Estaba mareada y desorientada y veía todo en una nebulosa. Contra una de las paredes se apoyaban numerosas vigas de madera y escombros; en una de las esquinas había una montaña de paja. Divisé el baño, pequeño, casi diminuto, en la esquina más alejada de la entrada. La puerta estaba a medio abrir. Antes de que pudiera incorporarme, desde la parte trasera de la celda, donde descubrí que había un corto pasillo sin salida, en penumbras, se elevó un gruñido que precedió a la aparición de un ser de proporciones extraordinarias. Una especie de hombre malformado o exagerado: medía por lo menos dos metros, en su rostro y partes de su cuerpo la carne estaba al descubierto, del cuero cabelludo le colgaban escamas y unos pocos cabellos blancos. Contemplé uno de sus ojos resbalar de su lugar hasta que él lo volvió a empujar hacia su cuenca con un dedo torpe. Se acercó hacia nosotras balanceándose, articulando palabras indescifrables y emitiendo intermitentes sonidos guturales. Sus brazos se elevaron como en un abrazo y me miró directamente a los ojos desde casi un metro de distancia. Nada más. Inmenso y salvaje recortado contra la oscuridad del recinto, inmóvil. Su boca escupió saliva cuando el garrote le golpeó la nuca. Me hice a un lado y cayó con un golpe seco al suelo donde yo había estado sentada unos segundos antes. La mujer que lo había golpeado arremetió contra él, aplastando su cabeza con la madera, histérica y sollozando, hasta que el cráneo no fue más que un ensangrentado cuerpo sin forma. Contuve las náuseas y le quité el garrote de las manos. La abracé y le pedí que se calmara. Se aferró a mí y me besó los labios. De golpe, no tuve muy claro quién era ella, sus rasgos mutaban a gran velocidad y continuamente. Era una mujer de cabellos oscuros y ondulados, como la que había visto al principio y, al instante siguiente, era un hombre pálido con barbas crecidas y volvía a transformarse de nuevo y otra vez. Di un paso atrás y sacudí la cabeza. No lograba enfocar el rostro de mi salvadora. Lo único que veía a la perfección eran las gotas de sudor que recorrían su piel transpirada.
 
B.

Salvador Ortigas es el nombre que le puso su madre. El niño que se crió entre marinos y piratas, licores y tormentas, soledad y lejanía constantes, es el hombre que recorre ahora las calles de un perdido barrio bajo con un chaleco hasta el suelo que exhibe numerosos agujeros y huellas de polillas. Huele a humo y a ron barato. Un pequeño mono lo sigue de cerca y, de a ratos, serpentea por su cuerpo. El hombre lleva la barba mal cortada y el cabello húmedo y desordenado hasta los hombros, con el que el mono juega de vez en cuando. Su diente de oro brilla cuando sonríe. Sonríe todo el tiempo. Su andar es rápido y tambaleante, incluso ahora que aún no está alcoholizado. Entra en un bar, el de siempre, y se sienta frente a la mesa del centro del recinto, como siempre. Llama a gritos a Emilia, sin dejar de reír. Emilia es la mujer enorme y burda detrás de la barra. Está preparando su té. Al fondo, el viejo reposa en su sitio preferido de todos los días, el rincón más oscuro del bar, con la botella en una mano y el tabaco en la otra. Viste su acostumbrada y sucia camiseta que alguna vez fue blanca y mira con aire ausente al único cliente que acaba de entrar acompañado del maldito mono que odia. No emite palabra, nunca lo hace. Emilia emerge de la cocina canturreando con algo en sus manos. Es una especie de cebolla verde que descascara con un cuchillo sin filo. Salvador sonríe y los ojos le brillan casi tanto como el diente. La mujer extrae un par de láminas de la extraña planta y las coloca sobre la mesa, al lado del mono que chilla desafinado. Emilia no habla, ni siquiera cuando Salvador le grita bromas y ríe a gritos. A veces pasa. Entonces, ella le da la espalda y camina de vuelta hacia la barra para servir el ron a su cliente. Pero antes, echa algunas de las hojas semitransparentes a la taza de agua caliente que le pertenece. Respira profundamente ese aroma que se nota que ama y cierra sus ojos, levanta la cabeza, grita un “¡sí! ¡sí!” con los brazos elevados al cielo y la sonrisa terrorífica en un asomo de locura. Lleva el vaso canturreando hasta la mesa donde Salvador está encendiendo el cigarrillo que acaba de armar. Las misteriosas láminas esmeraldas ya no están. Se termina el ron de un trago y ríe de nuevo. Cuenta chistes groseros al aire y golpea la mesa con emoción. Fuma y suspira. El mono chilla.
 
A.
 
Había un hacha detrás de unas maderas del calabozo. Cortamos en pedazos el cuerpo del repugnante ser y lo pasamos por entre las rejas (que eran bastante espaciadas, curiosamente, quizás tanto que podría pasar mi cuerpo con facilidad) y lo empujamos lo más lejos que pudimos. El olor que emanaba era repulsivo. Mirando a través de los barrotes descubrimos que la cárcel estaba repleta, que la nuestra era la última celda de un largo pasillo y era la única donde había mujeres. Más tarde, supimos que también era la única donde había humanos. En cada una de las demás celdas se encontraban diferentes exponentes de la especie de nuestro atacante, y otras. La variedad era tan asombrosa como aterradora, por lo menos veinte de ellos en cada celda. Decenas de seres que nos observaban con bocas abiertas, derramando saliva, gimiendo y aullando hambrientos de carne, o de algo peor. Fue entonces cuando entendí porqué no significaba nada la amplia separación de las rejas; nadie escaparía por ese pasillo, por lo menos, ninguna de nosotras.
 
​B.
 
Salvador sale a contemplar el nebuloso atardecer. Luego de recorrer la costa mansa, entra a las calles. Las viejas prostitutas lo saludan desde la vereda de enfrente, llamándolo entre risas mientras le muestran los muslos. Salvador les sonríe y sigue su paso. Los vagabundos, los que revuelven la basura y aquellos que ya consiguieron su cuota de vino y descansan contra alguna pared, lo saludan con énfasis. Salvador les sonríe y sigue su camino. Llega por fin a la esquina donde está sentado el apostador del barrio frente al escritorio maltrecho que hace las veces de mesa de juego. El mono se sube al mueble y el viejo lo empuja de un manotazo. Mira a Salvador antes de tomar un trago de su botella de ginebra y comienza a mezclar los naipes. Juegan durante horas. Salvador relata una y otra vez sus aventuras en alta mar, como para la audiencia, cuenta fabulosas experiencias que vivió como marino y otras tantas de su vida de pirata, mientras fuma su hierba. Se trata de un extraño fruto que una vez encontró en una isla de América Central, cuenta. Aquella noche, junto a su tripulación, aspiró el humo del espécimen quemado. Su aroma lo enamoró por toda la eternidad. Su nombre le era desconocido, pero Salvador la llamaba “la cebolla de la sonrisa”. Título que precedía la carcajada. La primera vez que entró en el bar de Emilia, percibió su inconfundible perfume con profunda alegría. Le pidió a la mujer que le alcanzara algunos gajos de la planta, exhibiendo unas monedas de oro extraídas de su tesoro (el mismo que le valió su estadía en el barco que abandonó con el orgullo caído pero los bolsillos llenos), las cuales disiparon al instante la expresión de disgusto del rostro de la vieja, para dejar paso a una sumisa mueca complaciente y refulgentes ojos de víbora al recibirlas en sus manos gordas y ajadas. Salvador se armaba su cigarrillo preferido por primera vez en muchos años. Emilia, le confesó, posee una cosecha personal en su patio y Salvador acostumbra fumar ahí, jugando su partida de cartas, desde aquella noche.
 
A.

Esa noche no dormimos. Al principio, porque el insomnio acechaba; más tarde, el terror. No tengo conocimiento preciso de la hora que sería pero, al observar el cielo a través del tragaluz cerca del techo, deduje que era ya de madrugada. Oímos una especie de marcha, un temblor que se aproximaba por el pasillo. Eran ellos, todos ellos, que venían por nosotras, con sus bocas babeantes y sus ojos desencajados, aullando y riendo como bestias, empujándose y cayendo algunos al suelo. Llegaron hasta las rejas, las golpearon, las empujaron, las torcieron y rompieron con sus propias garras. Busqué los fósforos que sabía, de repente, que tenía en mi bolsillo, encendí uno de los que no cayeron al suelo y lo acerqué a una de las antorchas que habíamos improvisado por la tarde valiéndonos del heno y las maderas. La llama creció. Hicimos lo mismo con algunas otras y las lanzamos contra las bestias. Los primeros absorbieron el fuego y su piel y su carne se descascararon. Caían al suelo como árboles incendiados gimiendo de dolor. Sus cuerpos se derretían emanando un nauseabundo vaho a muerte precoz. Los demás dieron un paso atrás con gestos de sorpresa y miedo. El fuego los vencía. Sus ojos expresaban debilidad y disculpas, como si no hubiesen querido molestarnos realmente. Nosotras observábamos la masa inerte en silencio. La entrada de la celda estaba en llamas y fueron disipándose. En el suelo, algunos restos todavía ardían. Logré conciliar el sueño mientras contemplaba el menguante fuego, no sin una leve sensación de seguridad.
 
B.
 
Salvador volvía al bar esa tarde. Un nuevo ron, un nuevo cigarrillo. Había días -como éste- en que Emilia tenía ganas de dialogar. Entonces se sentaba con él a la mesa, con su té entre las viejas manos, y conversaban durante horas: de lo cansada que ya estaba ella de tener un vegetal borracho como marido, de trabajar todo el día en ese inmundo bar vacío, de lo desagradable que era la sociedad, de las frustrantes y opacas expectativas de futuro que les daba la proximidad del siglo XX, y de lo injusta que resultaba la vida para la gente luchadora. Emilia descargaba sus broncas y Salvador intentaba apaciguarla con algunos toques de humor, aunque nadie lograba apaciguar a Emilia… con nada. Ni siquiera Salvador. Salvador que nunca se quejaba. Salvador que reía constantemente y fumaba…y fumaba…
 
A.
 
Cuando desperté, oí unos gritos que me parecieron humanos. Las demás, todas despiertas (seguramente la mayoría ni siquiera habría logrado dormir), observaban cerca de la rejas las cenizas y el humo, y un agujero enorme. En el pasillo, yendo de un extremo al otro, caminaba un hombre de aspecto desgarbado, ropas oscuras, cabello desprolijo. El individuo estaba exaltado, podría decirse que furioso, de no ser porque su sonrisa resplandeciente no desaparecía. Insultaba y vociferaba reproches a los demás presos, los mutantes que eran nuestros vecinos. Golpeaba con un bastón sus rejas y les amenazaba con prenderles fuego los pantalones. Reía como un loco cuando los lamentos guturales se acrecentaban. Se acercó hasta nosotras y sonrió, esta vez con simpatía, dejando ver un diente dorado en su boca. Nos dijo que no se repetiría lo sucedido, que por desgracia lo de las rejas no se podía solucionar por el momento, pero que ya haría algo al respecto. Nos llamó “damas”. En esta época (y en ninguna otra) nadie llama así a las prostitutas. Aunque, la verdad, es que no sé muy bien qué época es esta, ya que he perdido bastante la noción del tiempo y el espacio fuera de la que existe en este recinto. Y, en realidad, aquí no existe tal noción pues, a través de esa ventana, solo veo una noche constante, sin estrellas ni luna, oscuridad completa, negrura y vacío total. Volví a mirarlo a él. Era increíble. Brillaba en mi campo visual. En sus ojos rojos habitaba una dulzura peculiar. Un halo gris lo perseguía, se desprendía de él un humo extraño pero esto, lejos de emorizarme, me resultaba encantador. Asimismo, lo era su voz bramando: “Soy el salvador, los salvé a todos de una vida. ¡Soy el salvador!”, los miraba a todos. A mí nunca. Antes de marcharse, echó llave en todas las celdas del pasillo, repitiendo sus amenazas una y otra vez, diciendo que nunca hubiese deseado tener que acudir a esos métodos de encierro tan extremos, que las damas debían ser respetadas, que le resultaba repugnante tal comportamiento. Golpeaba su bastón contra el suelo, las rejas, los muros. Se fue y su brillo desapareció con él. Fue entonces cuando descubrí que el humo estuvo siempre en el lugar. Todo el tiempo.

Picture
B.
 
Salvador nunca se acercaba a las prostitutas, no por desprecio sino por un extraño sentimiento de tristeza que siempre le habían causado. Salvador no se acercaba a ellas. En cambio, bebía vino junto a los vagabundos cada noche y pasaba horas jugando a las cartas con el viejo decrépito de la esquina. Dormía muy poco y casi nunca por la noche. Sus sueños no le gustaban. Rara vez se veía a sí mismo dentro de ellos, pero cuando lo hacía, los controlaba a la perfección. El resto del tiempo lo perturbaban; las voces que en ellos gritaban y gemían le enloquecían. Pero, casi siempre, los olvidaba pasada la media hora de vigilia. En el bar pasaba la mayor parte del tiempo, bebiendo, fumando y hablando con Emilia, que solo a veces lo escuchaba. Su vida era simple: no trabajaba porque el oro que habría hallado quince años atrás, en una isla poblada por salvajes que casi le arrancan la carne, le había bastado hasta entonces para subsistir. Teniendo en cuenta que Salvador no tenía ni el deseo ni la esperanza de alcanzar una edad mucho más avanzada de la que tenía ahora, es decir, no creía llegar a verse envejecer en el espejo (pensamiento que surgía un poco de su orgullo y otro de sus dudas respecto las probabilidades de supervivencia actuales); tenía la certeza de que el contenido del cofre escondido en su habitación le sobraba para el resto de su existencia. Un brillante y pesado tesoro. Recordaba a la perfección aquella expedición. Solo él escapó con vida, o eso había creído entonces. A los demás los quemaron vivos en una inmensa olla de barro. A Bautista, no lo suficiente. Lo volvió a encontrar años más tarde, cerca del pueblo. El rostro quemado, los ojos desencajados, la ira y la venganza latiendo en sus venas de hombre de antigua raza. Entonces, Salvador no estaba solo, algo llenaba su vida, pero él no lo recuerda; la felicidad parecía instalada en su alma, pero él no recuerda. Ni siquiera recuerda el comienzo de su depresión, el primer paso errante que dio y lo convirtió en el vagabundo que siempre fue en su memoria. Hay algo anterior a su presente, pero él no lo sabe, no quiere conocerlo, aunque a veces la curiosidad, la necesidad de saber sea monstruosa. Salvador no comprende su profunda y oculta desdicha, su soledad, su vida. Salvador solo sueña.
 
A.
 
Igualmente, ninguna de las noches fue tranquila en nuestra celda. Nos turnábamos para vigilar la entrada que habíamos cubierto con maderas y escombros. Tratábamos de no usar los fósforos porque eran demasiado pocos. Nuestros alimentos llegaban por uno de los huecos entre las piedras, pero quien los traía no dejaba ver su rostro. Yo sabía que era él, sentía su aroma a hierba y el constante chisteo de su lengua contra el paladar siguiendo algún ritmo que desconocido para mí, pero siempre se trataba de uno diferente del anterior. Presumía que lo hacía sin darse cuenta, se notaba que intentaba guardar silencio. Pero yo siempre lo oía. Tenía la imagen de su rostro grabada en mi mente, como viéndolo a través del agua. Era extraño, pero siempre lo veía de esa manera (el término “siempre” significa exactamente eso, dada la condición del tiempo que rige aquí y mi escasez de memoria sobre hechos sucedidos afuera; creo haber mencionado ya la anormalidad temporal de este sitio): como detrás de unas burbujas. Lo peor de estar acá es que nunca oigo el canto de un gallo, ni de un pájaro, ni de un grillo;  ni siquiera puedo guiarme por la luz del amanecer para saber si es el mismo día que ayer o uno nuevo, porque ninguna luz, excepto la de la constante e inmutable luna llena, se filtra por esa claraboya. El tiempo transcurre solo en apariencia y lo único que hace pensar que está presente es la sucesión de los hechos. Todo es igual a través de la ventana, invariable, sin nada que me demuestre que realmente ha pasado el tiempo entre el ahora y aquella primera noche, excepto por los episodios aquí dentro, por cierto, escasos.
 
B.
 
Salvador camina sin rumbo. Había fumado más de la cuenta y sus sentidos se alteraron en exceso. El insomnio lo había llevado, una vez más, a vagar durante toda la noche. Ahora iba lejos del camino de siempre. Sus pasos lo llevan al bosque con mil imágenes en sus retinas. Imágenes que no existen o, mejor dicho, imágenes que habían sido reales mucho tiempo atrás, tanto que su memoria no logra identificar. Un rostro brillante, una mujer, su falda amplia arrastrada por el barro. Un hombre llevándola colgada sobre los hombros. Un hombre de aspecto animal, un chacal hambriento. Ultraja el delicado cuerpo frente a un joven Salvador que observa en silencio. Le desgarra las vestiduras y lo golpea casi hasta la muerte. Luego lo lanza a un lago de aguas cristalinas, donde descansará eternamente marchito por la infamia del crimen. Y el hombre se va. Se va y Salvador debe seguirle si quiere continuar respirando a la mañana siguiente, pero antes, con lágrimas en los ojos, con el pecho contraído, con furia y tristeza mezcladas en su mente, se acerca a la orilla y contempla el cuerpo violado, la piel de palidez creciente, el rostro inerte, los ojos verdes abiertos escrutando el cielo, la juventud de sus rasgos, la inocencia de su espíritu, yaciendo en el arroyo decorado de sangre. Pequeñas burbujas brotan de sus labios abiertos. Aún no ha muerto. Salvador descubre que los ojos lo están observando, lo observan sin expresión, sin culpa ni reproche, sin tristeza ni perdón, apenas con un dejo de amor silencioso. Lo observan a través del agua y se hunden lentamente hasta desaparecer por completo. Salvador sabe que una parte de su vida se hunde con esos ojos, quizás la mejor parte. Esos ojos que ahora habitan en lo más profundo de él , esos ojos que no dejará de ver nunca.
 
A.
 
Esta noche, por llamarla de alguna manera, sentí un olor acre y repulsivo, estaba por todas partes. Me resultaba familiar, pero no logré vislumbrar del todo a qué me remitía, solo sombras. Sí sentí una soledad inmensa que ese perfume infame logró intensificar. Por momentos mis compañeras me parecen unas simples figuras de relleno, sin existencia propia, nada más que imágenes sueltas, siluetas huecas. Preferiría que ni siquiera estuvieran, preferiría estar sola por completo, por lo menos para no tener que lidiar con ilusiones, con fantasmas. Sola. Excepto por ese hombre que aparece dando gritos en el pasillo y golpeando el bastón incesantemente. Ese hombre que también se desliza silencioso en la oscuridad para acercarnos el alimento y el agua, sin otro sonido más que el chisteo inconsciente de su lengua contra el paladar. Ese hombre con el que sueño en los pocos momentos en que logro dormir, de una forma muy extraña, muy real, como si todo alguna vez fuera a suceder, o ya hubo sucedido en algún pasado que no puedo identificar. Sueño con su amor… Acá dentro la niebla es cada vez más abundante y las bestias gritan desaforadas sin detenerse ni por un instante. Algo se acerca, al parecer, pero para mí, todo sigue igual desde que estoy acá, como en un sueño, en un mundo ajeno, en ningún lugar real…
 
B.
 
Salvador empuja la puerta de madera y la deja caer al suelo. El lugar apesta a abandono y a humedad. Entra, silencioso. Su mano empuña el alfanje que sostiene el cinturón. Sus ojos están muy abiertos y descubre con desconcierto que su boca produce un chisteo con la lengua. Sonríe para dejar de hacerlo, es la única forma. Sonríe y camina en la búsqueda. La oscuridad apenas le permite distinguir un enorme cuerpo postrado en un sillón, a unos cinco metros. Una voz profunda lo saluda con sarcasmo y confianza. Se pone de pie. Sus ojos negros reluciendo en las penumbras se fijan en los de Salvador y su boca se abre en una estridente carcajada. En su mano lleva un puñal, desliza el dedo índice por la hoja de acero y se silencia su risa. Salvador saca su alfanje, se miden con la mirada y comienza la lucha. Se entrecruzan sin tocarse los filos de las láminas con velocidad y cólera. Golpes, amenazas jadeantes, odio ancestral. El hombre es enorme pero Salvador está furioso. Se pasean en círculo, se observan con rabia, se buscan el punto justo por un momento hasta que un relámpago atraviesa el aire denso. Alguien gime y su cuerpo se dobla. El gigante retira su arma del interior del vientre de Salvador, mientras ríe como un animal, dejando ver los huecos de sus encías, la deformidad de sus labios, el reciente corte bordeado de sangre en su mejilla incinerada, el cual parece no afectarle en lo más mínimo pues su carcajada es cada vez más sonora y estridente. Se pasa la mano triunfante por las costras de su cabeza cuando el acero traspasa fugazmente su cuello y su brazo. Ni siquiera grita. La cabeza vuela hacia un rincón de la habitación a oscuras. Su cuerpo se desploma  con un ruido seco, mientras del lugar donde hubo un cuello fluye la sangre interminablemente. Salvador corre con una mano en su vientre, en su herida sangrante. Corre hacia la luz tenue del atardecer, que lo encandila por un instante. No se detiene, quiere llegar. Corre a través del bosque, se está muriendo.
 
A.
 
Ahora mismo, algo está sucediendo. Ahora sí puedo decir que lo siento. El olor acre se hace más intenso, el humo se disipa pero muchos ecos llegan a mis oídos, voces lejanas, incomprensibles. De repente, sé a la perfección: sé que no sé quién soy ni dónde estoy. No sé quiénes son las personas que me rodean, no veo más que sombras en ellos, sombras difusas que no reconozco. No tengo memoria en absoluto y soy consciente de eso. Siento una confusión desesperante, abrumadora, que me oprime el pecho y me sofoca y, a la vez, me libera, como una epifanía. Me asomo a la puerta del pasillo y veo que todo se está desvaneciendo lentamente: las rejas, las celdas, los seres, el suelo mismo, el espacio por completo. Una de las bestias me observa inerte y me genera escalofríos. Sus ojos negros me aterran, los conozco de alguna vez, pero, ahora, se desvanecen, desaparecen con él, con el resto de todo. Mis compañeras se desmaterializan también, las maderas y los escombros, el tragaluz allí arriba y, cuando por fin veo una luz distinta que se asoma, mis propios pies se funden en la nada. Las rodillas, el abdomen, el pecho. El vacío se adueña de mí. Siento una paz perfecta. Hay burbujas y un cielo. Hay unos ojos que me resultan familiares…
 
B.
 
Salvador está bajo las aguas del arroyo. Las aguas desparraman su sangre fluyente. Tiene los ojos fijos en el firmamento, esta vez no están enrojecidos y ven todo muy claro, sin humo. En su boca, brilla un diente de oro. Sonríe para detener el chisteo de su lengua contra el paladar. Salvador siempre sonríe.
 
Kaput.

Picture

No hay comentarios

Con la tecnología de Blogger.