Cosmos. Carolina Diez





Carolina Diez


Ilustración: Juliana Casali


Todos corrían, los veía a través de la ventana. No podía saber perfectamente si era la realidad o era solo lo que mis ojos veían, hace tiempo que no reconozco del todo lo que pasa alrededor. Pero esa avalancha de niños me alarmó. Alguien tocó el timbre y yo no supe qué hacer. Tenía en claro que si abría esa puerta todo sería diferente de un momento a otro. No puedo decir que estaba muy conforme con mi vida entonces, pero la idea (la certeza) de un cambio siempre causa cierto temor en cualquier ser humano, incluso en uno que ya se siente ajeno a la humanidad. Dudé un instante más, hasta que la infantil voz exclamó con aire alarmado: “¡Rápido, no queda mucho tiempo!”. Pasmado, me acerqué al picaporte y lo moví despacio. Desde afuera, los ojos muy abiertos y muy marrones del chico me miraron aterrorizados. “¡Hay que correr!”, gritó mientras me tomaba de la mano para sacarme de ahí. Al mismo tiempo, sentí unos dedos fríos y largos que me apretaban el brazo desde el interior. Escuché la música estridente y vi el rostro de Daniel, con un cigarrillo en la boca y los ojos enrojecidos. El humo llenaba esa casa que no era mía ni tampoco de él. Cerré la puerta mientras oía su voz que estaba loco si me pensaba ir ahora que la cosa se estaba poniendo buena. Ajeno a sus palabras, miré alrededor y comprendí que hablaba de la acumulación de gente en el recinto, moviéndose con precisión mecánica, bebiendo alcohol y manoseándose sin disimulo bajo las luces rojas. Eso que él denominaba “fiesta”. Volteé una vez más hacia la ventana. Afuera ya no había nada más que noche y una débil luz sobre la calle vacía. Suspiré como tantas veces lo hacía cuando descubría que mi supuesta aventura era una ficticia incoherencia.

 

Volví a un asiento alejado que me resultaba familiar, quizás había estado sentado allí antes de que llegaran los niños,  de que viera esa luz al otro lado de la calle, y de que me acercara a la ventana, todos hechos que no imagino cómo ni por qué tuvieron lugar esta noche y que los recuerdo como memorias de un extraño.

 

Cuando me introduje en la ardua reflexión para tratar de comprender cómo fue que me había levantado del sillón donde (sé) estuve sentado un rato antes (no sé cuán largo rato),  me encontré con el abismo insondable de mi carencia de memoria, me forcé a cambiar de tema de pensamiento, aunque fuese por un momento.

 

Decidí analizar lo que veía y no me gustó en lo más mínimo: hombres visiblemente excitados, moviendo sus vasos llenos de cerveza delante de los ojos de las mujeres pintarrajeadas y semidesnudas, a la espera de una noche espectacular. “Fiesta”, pensé, y la sola idea de que eso podría acercarse a algo divertido me deprimió inmensamente. No sabía realmente, a pesar de los años, si se trataba de mí o era el resto del mundo el que estaba fallado. Por supuesto, la segunda opción, me hacía sentir un poco mejor.

 

En un momento dado, cuando más sumido en mi nuevo sopor de hipótesis me hallaba, una mano me extendió un vaso cargado de algo transparente con trozos de hielo suspendidos. Era Daniel con uno de esos tragos fuertes que se inventa para pasar mejor la noche. Una de las cosas (que no eran muchas) en que concordaba con su opinión, a veces zarandearse en los límites de la decadencia resulta imprescindible para soportar ciertos episodios que las vueltas de la vida te ponen enfrente. Lo probé mientras lo veía guiñarle el ojo a una de las chicas, que llevaba un mechón de pelo violeta del lado izquierdo del rostro y unos cuantos aros decorando su rostro redondo. Desde el sillón, la observé silencioso y descubrí que me recordaba las noches de mi infancia, dos décadas atrás, cuando salía al patio de la vieja casona para no escuchar a mis padres discutiendo a los gritos y no me alcanzaban las manos para cubrirme los oídos. Entonces me trepaba hasta el techo y miraba el eterno cielo en su inmensa negrura, interrumpida sutilmente por millones de constelaciones que lo habitaban (y Esteban se sentía feliz). La chica del mechón violeta se parecía a la luna, con su piel pálida y grisácea, sus ojos vacíos como dos enormes cráteres y unas pequeñas estrellas como superpuestas, cosa increíble, jamás vista. Mi risa fue estridente, no puedo evitar hacerlo, todos alrededor me miraron espantados, esa era una actitud que se salía de los parámetros de la línea de conducta que debían tener los miembros de aquella reunión. Y yo tan desentonado.

 

Me reí a gritos hasta llorar, era tan graciosa esa dama, con su cara de luna llena que me había hecho viajar al pasado para recordarme a Esteban sintiéndose vivo, que no le guardé rencor cuando me dio el cachetazo sonoro que me hizo volcar el contenido del vaso sobre los pantalones. La chica del mechón violeta se fue murmurando bastante fuerte lo que sonaba como un insulto muy ofensivo, pero Esteban no podía parar de reírse aunque el frío se esparciera por su entrepierna. A veces los pensamientos salen en voz alta y sin que puedan controlarse, y a veces el control no es más que hipocresía autómata.

 

Daniel estaba visiblemente frustrado a pesar de la sonrisa permanente. No me lo dijo, era un tipo que confiaba en sus ojos para hablar por él, y no erraba al respecto. Lamenté, en cierto modo, haber espantado a Cara de luna, pero ella fue a pararse en el punto justo en que todo lo que la rodeaba era oscuridad y ella brillaba como... Estoy seguro de que ella se hubiera ido de todos modos, pero no lo consideré un argumento adecuado a la situación. Sí, en cambio, le halagué el trago que había traído y le debo haber dicho algo más, porque recuerdo que sonrió casi sin ganas para ponerse loco de repente y reír a gritos, como hacía siempre. Me abrazaba, me apoyaba una mano en el hombro y me palmeaba mientras las lágrimas le saltaban de los ojos. Yo también reía, simplemente porque él lo hacía y porque no sabía en absoluto qué le había dado semejante acceso de risa. Por fin se detuvo y suspiró. Alrededor la gente nos miraba, algunos se reían también, quizás habrían escuchado eso que dije, que no recuerdo qué fue. Pero al instante todos volvieron a sus vanas conversaciones y se perdieron en sus mundos diminutos. Un universo completo en una habitación. Sin estrellas.

 

Mi amigo se terminó el vaso y fue a buscar más con brío. Mientras se iba, yo prendí un cigarrillo y contemplé el espacio que me rodeaba. Me sentía un poco asfixiado, no sabía del todo si era consecuencia del ataque de risa o porque los demás planetas se hallaban demasiado cerca. Había olvidado que mis pantalones estaban húmedos y fríos, y que esa casa era extraña; ya nada de la situación en que me encontraba llamaba mi atención. Así, decidí que era hora de apartarme un poco, de salirme de la órbita por un rato. Anduve como volando entre los movimientos convulsos de los bailarines patéticos que me rodeaban y divisé una puerta, estaba entreabierta y parecía dar a un patio o algo por el estilo. La luz de una noche diferente se filtraba por ella. “Un agujero negro”, pensé al instante y todo lo que había en este universo desapareció. Yo solo quería pasar al otro. La puerta se abrió lentamente y un hombre oscuro surgió del otro lado. Me miraba fijamente y su gesto era duro y silencioso. Parecía no respirar, parecía inhumano, supe al instante que se trataba de un ser que provenía de otro mundo. Me interesé por saber de qué constelación venía y mi andar se aceleró entre las masas transpiradas que me rozaban. Él se movió un poco hacia atrás y me abrió paso. Era un jardín enorme, rodeado de bosque espeso. El verde dominaba el paisaje y me sentí estúpidamente naturalista, estúpidamente enternecido por el panorama colorido que desentonaba tanto con la presencia del individuo, oscuro, tétrico, casi muerto. Pero las plantas, las flores, rebozaban de vida, de luz, de alegría. Y el tipo me miraba serio. Comenzó a caminar detrás de mí, llevándome a un sector alejado del jardín, detrás de los árboles secos. Lo veía mover los labios pero hablaba demasiado bajo para lograr oírlo, sentía que el oxígeno mismo hacía ruido al lado suyo. Me sentía maravillado por su porte imponente, su grandeza y su peligrosa carga de energía. Su presencia casi sobrenatural fundía lo extraordinario con lo despreciable. Creo que eso era lo mejor de todo, que era despreciable. Pausado, sombrío y sublime, todo él despreciable.

 

En el jardín brillaba un sol invisible, solo su resplandor, ni siquiera el cielo se hacía presente. Reinaba una especie de bruma transparente, una atmósfera nebulosa, no sé describirla de mejor manera. Sin embargo, los colores poblaban la escena, me rodeaban, me mareaban. El hombre oscuro (que era lo único oscuro en ese mundo nuevo) me señaló el suelo, unos diez metros delante de mis pies, y descubrí tres formas similares y graciosas, unos pequeños hombrecitos que llegaban a la altura de mi rodilla me miraban fijamente. Eran pálidos y brillantes, vestidos de rojo, amarillo y verde cada uno de ellos. Los imaginé subidos uno arriba del otro, una suerte de semáforo de cuento de hadas, y me reí solo pero mi risa no se oyó. El hombre me hizo una seña extraña que interpreté como “Atención”, y observé detenidamente a los enanos. Comenzaron a dar un discurso, sus voces sonaban a lata, a ecos desde el infinito, a lejanía. La verdad es que no entendía mucho de lo que decían, pero recuerdo que hablaban sobre el alma, sobre secretos y mentiras y sobre un abismo insondable que era la verdad. Creo que hablaban de la humanidad. Mencionaron una luz que no estaba encendida para todos. Dijeron algo sobre un pozo que era casi un precipicio donde todos estábamos atrapados juntos e intentábamos convivir, mientras unos pocos (¿afortunados?) encontraban un hueco en la pared de la inmensa

 

tumba para desprenderse del resto, desmaterializarse y pegarse al frío de la piedra y a la soledad, a la ilusión absurda de encontrar la luz que solo brillaba para unos pocos que quizá, en el fondo, no eran ellos... Que, quizá, en el fondo no existía. Por desgracia, todo lo que recuerdo se entrecruza con momentos distintos a ese y con reflexiones propias, todo es una avalancha de palabras, propias, ajenas, propias, que siempre son ajenas vueltas propias.

 

El hombre oscuro me tomó del brazo y me alejó del lugar. Los duendes siguieron hablando sin parar, con sus gorros inmensos cubriéndoles las frentes, y descubrí que no me miraban tan fijamente como parecía, sino que miraban más allá de mí, de mi materia y de mi esencia. Estaban viendo algo más, quizás era la luz y yo no podía verla. Sí, hablaban con ella y a su velocidad. Me sentí mareado y frustrado y luché contra la ferviente curiosidad que me inmovilizaba pero, en seguida, el individuo me llamó la atención. Unos hongos brillaban en el césped, eran luminosos y tentadores, pero yo sabía que eran comida, que eran de realidad ajena. Pero lo que él quería que viera no era eso, sino la tumba que se elevaba por detrás. Su voz grave, imperiosa, adentró en mis oídos: “En la tierra se esconden los secretos de la humanidad y se arrojan los residuos de ésta. Una verdadera bendición”. Me pregunté si lo que estaba bajo la tierra sería realmente un muerto, algo frío e inerte,  negué con la cabeza y cerré los ojos. Cuando volví a abrirlos, el jardín entero estaba poblado de tumbas, tumbas inmensas que no podía creer no haber visto antes, los enanos eran patéticos adornos de cerámica vieja en un jardín diabólico. Cerré los ojos una vez más intentando aclarar mi visión. A mi lado, el hombre oscuro ya no existía; yo mismo me paraba sobre una tumba y tenía la certeza de que era la suya. Todo el cuerpo empezó a picarme, sentí calambres y asfixia, corrí bajo la reciente oscuridad que me aplastaba buscando la puerta, intentando no cerrar los ojos porque me aterraba pensar que tendría que abrirlos una vez más para encontrar nuevas tumbas, nueva desolación. La distancia que había caminado junto al extraño había parecido más corta que la que ahora estaba corriendo. Pero ya nada podía sorprenderme. Unos insectos zumbaban alrededor y amenazaban con introducirse en mis oídos cuando al fin vi la luz filtrándose por los bordes de la puerta. Me detuve enfrente, pensando que era la misma imagen que había tenido antes de atravesarla y llegar a ese lugar maldito que me había parecido tan bello al principio. Esa sensación me inmovilizó hasta que la puerta se abrió y se asomó el rostro alegre de Daniel, una vez más, con un vaso de alcohol en la mano. Me llamó riendo y me dijo que se estaba aburriendo sin mí, miró en el cielo las estrellas que yo no encontraba y dijo algo sobre la noche hermosa, pero yo no estaba de acuerdo. Los enanos habían vuelto y se sonreían mirando más allá de mi piel. Entré una vez más a esa casa que no era mía, o quizás sí, ya no estaba seguro de nada. Lo único que sabía era que quería quedarme cerca de Daniel, porque su presencia me mantenía a salvo. Se lo dije y se echó a reír diciendo que por eso me estaba buscando; porque la risa es una maravilla. Tomamos y fumamos juntos un rato, en el mismo sillón, hablando de las buenas cosas que habíamos hecho juntos, las que fueron buenas de verdad, decía riendo. Él no formaba parte del resto, habitaba una constelación intermedia, particular, que yo no lograba comprender del todo, pero de a ratos me maravillaba. No sabría ubicarlo en el precipicio de la humanidad, quizás él había hallado la manera de respirar un aire más puro sin adentrarse entre las piedras. Era asombroso. Para él todo era tan divertido, fumarse un cigarrillo mojado, quemarse la garganta con mates ardientes, caerse de un balcón del séptimo piso. Y yo era una risa patética en el triste melodrama que me resultaba la vida, solitario y ajeno al mundo, lastimándome la piel con las rocas que me rodeaban, sin moverme del mismo pantanoso espacio. Cientos de planetas alrededor y nada llamaba mi atención. Daniel era mi satélite, o quizás yo era el suyo, aunque no girara hacia ningún lugar, pero éramos dos mundos en uno, o un mundo en dos, y lo demás era un opaco brillo lejano que no podía llegar hasta nosotros. Como en los partidos de fútbol, como en la hinchada, como en el boliche, un bloque que se movía acompasado por risas, las suyas, y palabras, las mías. En ese preciso momento, cuando todo estuvo tan claro en la noche de la habitación, vi pasar una estrella. Una mujer pequeña que llenó mi vista y eclipsó todo lo que había alrededor, incluso el otro lado de mi mundo. Me transporté del abrazo de Daniel a su luz, cambié de vuelta de universo, esta vez sin puertas intermedias. Sus ojos me miraron y vi miles de lágrimas alborotadas, vi dolor y vacío, vi mi propio reflejo y mi sentimiento de pesar absoluto y eludido. Ella me miró con furia y me gritó algo tan fuerte que sentí las gotas de saliva aterrizar en mi cara. Su mano se estrelló contra la mejilla de alguien que de repente no era yo, porque no entendía qué estaba viviendo, qué mundo era ése, qué papel me tocaba hacer. Miré alrededor y seguía en una casa que no era la mía, pero no era nada parecido a una fiesta sino a una reunión silenciosa y oscura. La tristeza y la indignación lúgubremente instaladas. A mi lado, en el sillón que parecía otro, un aplastado almohadón se burlaba de mi espanto. Una mujer sentada en una silla a unos metros, vestida toda de negro, se secaba las lágrimas con un pañuelo de flores. La gente pasaba a saludarla y la abrazaba susurrándole rituales palabras al oído. Yo sentí un vuelco en el estómago y recordé mi lejana infancia una vez más, la llegada de Daniel corriendo a mi casa. Las tardes de bicicletas y meriendas, el tapial que saltábamos para entrar en la casa de la bruja que devoraba niños de nuestra sempiterna fantasía. Recordé a su padre, que hacía de mi padre, porque el que yo tenía no me miraba más de una vez al día, para pedirme que le alcanzase una botella de cerveza y, a lo mejor, la siguiente (¡No está fría, imbécil, no está fría!). Pero su padre, tan sabio, tan grande, la mirada siempre suave. La chica Cara de luna, que era mía, y yo la odiaba por recordarme la miserable infancia de la forma opuesta a la que lo hacía Daniel. Y su novia, que brillaba en la noche, que a veces yo creía que era mi estrella pero era solo suya, incluso cuando él ya no la quería y a pesar de que éramos un solo mundo los dos juntos, entonces yo no lo entendía e iba a buscarla, pero sin querer hacerle daño a ninguno de los dos, yo iba a buscarla, y éramos uno también. Pensaba que era tan hermosa nuestra estrella (porque era nuestra), aunque ahora había escupido sobre mí con odio, con ansias de venganza, de muerte, gritando “¡Sé que fuiste vos!”.  Se fue  llorando de la casa que no es mía, atravesando la puerta que da al jardín maldito donde está el cuerpo frío y ausente de Daniel, pero Daniel llega con dos vasos con alcohol y un cigarrillo entre los labios. Llega riendo y me palmea el hombro. Yo me pongo a llorar como un loco, como un enfermo que vive en mil mundos al mismo tiempo y ya no sé, ya no sé qué trae Daniel para tomar esta vez.

 

Kaput.


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