Estampida de cerdos. Carolina Diez

 



Carolina Diez

Ilustraciones: Ximena Pereira, Viviana Artigas

 Aún puedo verlo en las neblinas de mi memoria. Su sonrisa estampada sobre el rostro embarrado, como la eterna mancha de la alegría, esa alegría tan suya.  Después cae, cae con el gesto comprimido, con los ojos fijos en los míos. Cae al suelo con dos balas en su cuerpo. La escopeta resbala de sus manos, su casco había volado con el primer disparo y yacía lejos, en el pasto reseco. Me mira y cae. Y yo quedo solo en medio de la lluvia horizontal de disparos, tras enormes bolsas de arena que resguardan mi pobre vida. Me siento un niño perdido en un parque de diversiones, solo, aturdido, desesperado entre el bullicio estruendoso, fascinado y aterrado a la vez por mi realidad absurda. Ni siquiera me detengo a llorar una lágrima. Corro. Corro desesperadamente, adentrándome en el bosque espinoso. Un gemido se me escapa cuando una bala roza mi hombro izquierdo. La siento, fugaz, volando al ras de mi piel. Gimo de nuevo, esta vez siento un fuego intenso que me atraviesa la pierna derecha. Caigo. Me arrastro sobre las espinas. Miro atrás pero ya no queda más que bosque. No hay figuras recortadas en la verde espesura, ni fulgores estruendosos de armas asesinas. Quietud. En el suelo, mi pantorrilla perforada, ensangrentada, muerta. Mi cabeza se desploma pesada. Ahora todo es oscuridad y yo, un cobarde más que la deambula.

 
Estúpida guerra, pienso hoy. Tan en vano todo, tanta lucha, tanto honor tirado a la basura. Era febrero del 2015, el 22. Lo recuerdo perfecto. Aquella tarde era la última de Leonardo en combate, a la mañana siguiente volvería a casa con Florencia y su bebé. Almorzarían lasagna, lo recuerdo perfecto. Fue su última tarde en combate. Por la noche lo lloré. Lloré como nunca, por él, por mí mismo, por todos los pobres infelices que arriesgábamos la vida por un objetivo incierto, por el simple orgullo absurdo de ganarle al enemigo en un par de hombres muertos. Me sentí como se deben haber sentido los viejos soldados de las Malvinas. Mi abuelo me lo contó muchas veces, con la mirada perdida, inyectada en sangre y ausente. Así debe ser la mía hoy. Se repite la historia, una y otra vez. Dictaduras, guerras, corrupción e injusticia. La misma basura que nos enseñan en la escuela, la que estudiamos de memoria y después nos toca vivir. De nada sirve.

Año 2015, luchando contra Chile por un pedazo de cordillera que no nos sirve para nada; contra Brasil por un trozo de tierra colorada; perdiendo de nuevo contra los ingleses por un par de islas nuevas, inútiles. Mi hermano Walter murió en una de ellas. Tan lejos, tan solo a los veinte años... Jamás vimos su cadáver. A veces, por las noches, pienso que sigue vivo en algún lugar lejano.
 
Pero hoy no estamos en guerra. Hace veinte años se firmó un tratado de paz conjunto. El Mercosur, que ya no existe más que estampado en algunas reliquias, reanudó una armonía al menos aparente. Acuerdo estúpido para solucionar conflictos estúpidos. Acuerdo tardío que permitió la muerte de tanto ser inocente. Estamos superpoblados, decían los diarios de todo el mundo. Que la naturaleza iba a colapsar de tanto humano, que las guerras eran justicia divina hecha carne, decían las voces, enfermas.
 
En 2023 se acordó una paz falsa, el mismo año en que nació Lorenzo, mi primer hijo, único varón, orgullo de su padre hasta poco tiempo atrás. Mi único hijo fugitivo. Se exilió el mes pasado junto a su novia que escapó de la dictadura francesa con su padre viudo y el terror a cuestas. El trece de abril se escapó de la nuestra, esta vez huérfana, con un niño en su vientre y un amante criollo. El terror ya no le pesa.
 




A veces me río, sí. Me desgarro en carcajadas falsas que intentan espantar las lágrimas por la desgracia, la patética existencia que me ha tocado en suerte, igual que la de tantos otros, hoy acá, sin poder bajar las escaleras, infinitamente impotente, ante todo, ante todos.
 
Militares recorren las calles por las noches, armados hasta los huesos. Entran en las casa en una marcha de animales salvajes. Se llevan a las mujeres y las violan en las veredas, las golpean para luego tirarlas a la intemperie como seres indeseables. No corroboran siquiera si quedan vivas o muertas. Anoche se llevaron a mi hija. Andrea dormía en su cuarto. Yo esperaba con lágrimas en los ojos, sin nada que hacer más que llorar mi impotencia maldita, todo el día le advertí y ella no quiso escucharme, me gritó, me pidió que la dejara dormir ese rato, venía de muy lejos, estaba tan cansada, siempre supo convencerme. Me apuntaron con un arma en la sien y la llevaron a rastras por el suelo. Andrea no gritaba, no lloraba siquiera. Tan solo me miraba con sus ojos inmensos, brillantes, verdes en la súplica amenazante expresada en silencio. “Perdón” era lo que me gritaban sus pupilas dilatadas. Perdón es lo que yo tendría que pedirme a mí mismo. Esta vez nada pude hacer para salvarla.


No me matan porque fui soldado. Siempre me respetaron por algunas medallas de mierda que llevo ganadas. Pero ahora ya no, tan solo me perdonan la vida. Por desgracia. Cada día estoy más viejo y débil. Mi insignificancia me entristece profundamente. Ni siquiera puedo matarme en paz, la ley no lo permite, las armas me son inaccesibles, mi pierna muerta no me deja salir a la calle y lanzarme a cualquiera de los precipicios circundantes que decoran la ciudad, producto de alguno de los múltiples bombardeos que hemos recibido en los últimos años. En fin, estoy atado a una silla y al sinsentido. Trágico y patético, el Fabricio Calderón que soy, o que hube sido alguna vez, mucho tiempo atrás.
 
Pero Andrea siempre quiso cambiar el mundo. Vivió dieciocho años persiguiendo la utopía en su cabeza. Heredó el espíritu luchador de su madre, la predisposición a la firmeza en momentos límites, el idealismo y el positivismo que a mí, a esta altura, me parecen tan absurdos en mi persona. Por eso las amo a ambas, pero a ellas nunca le mataron un Leonardo en la cara a los dieciséis. Fueron años extraños, luego de eso mi cobardía se había vuelto tan tangible que no lograba hablar. Tiraba desde las alturas sintiéndome desgraciadamente a salvo. Cinco años.
 
A los veintiuno me casé con Luz, me enamoré de su nombre. La conocí en un bar de mala muerte, lleno de borrachos. Su andar iluminaba la oscuridad humeante del recinto. Era moza y demasiado bella. Su padre se había ido cuando cumplió los ocho años. Era comunista. Su madre estaba internada, víctima de un traumatismo cerebral de cuando estalló la guerra del 2015. Luz tenía quince años cuando la conocí pero, a pesar de su espíritu joven y alegre, su rostro delataba una mujer fuerte de mucha más edad. Sin embargo, siempre sonreía, por más triste y agobiada que se sintiera. También me enamoré de su sonrisa. Hacía ocho meses que había vuelto de los campos de combate y su nombre me llenó de esperanzas, de calor, de vida, y su sonrisa me encegueció desde el primer momento. Fueron suyos los abrazos que me ayudaron a no ahogarme en la locura. Nos mudamos a casa de mi madre, que nos brindó su apoyo y afecto incondicionales. Fue siempre una mujer atenta y predispuesta en todo momento a dar cariño y hacer sentir a todos lo mejor posible, con Luz no fue menos. No hasta que la desesperación la hundió al fin en la oscuridad, en esa rutina enferma de mirar atrás, ver las viejas fotos riendo en soledad, recordar los buenos tiempos pasados y ennegrecidos por el presente desalentador, charlando en noches interminables con el fantasma de mi padre. El viejo se pegó un tiro en la cabeza, atravesando sus orejas, el día que escuchó en las noticias que habíamos perdido en la frontera. Creyó que me había muerto. Recuerdo que agradecía a la vida el accidente del 2009 que le dejó ciego “para no ver la inmundicia que era el mundo”, decía. Ese día deseó también dejar de oír. Fueron años duros, pero con Luz los supimos llevar. Cuando Florencia volvió a Italia con su madre agonizante, mi esposa y yo nos quedamos con Valentín, el hijo de Leonardo. Por aquel entonces estaba terminantemente prohibido salir del país con una criatura menor de trece años, sobre todo si su padre había muerto en combate. La política mantiene los mismos intereses turbios históricos que no vale la pena que nos detengamos a analizar. En fin, criamos a Valentín como si fuera nuestro propio hijo, realmente no necesité demasiado esfuerzo para sentirlo así. El primer cumpleaños que pasó con nosotros fue el octavo. Recuerdo cómo Luz se esforzó para que sintiera lo menos posible las ausencias y estuviera feliz, cargando con alegría esta responsabilidad, junto con su embarazo de siete meses, y la infaltable sonrisa de siempre, intentando acallar en su memoria su propia experiencia fatídica de circunstancias similares.
 
Valentín fue un buen chico, un hermano mayor para Lorenzo y Andrea, y nuestro mejor hijo. Sin embargo, cuando creció se escapó de nuestras manos. A los dieciocho entró en servicio. Pese a todo, siguió los pasos de su padre, por sus venas corría la misma sangre guerrera del que hubo sido mi mejor amigo. Pero esta vez el camino estaba infectado y Valentín siempre fue muy susceptible a las órdenes, fuera cual fuere su índole. Hoy viola prostitutas y castra homosexuales bajo una consigna conjunta, mientras deambula las calles junto a las tropas, cargadas las manos y las narices de merca. Tiene la misma sonrisa de su padre, pero la alegría se desvaneció de a poco hasta no dejar rastros.
 
A partir de 2023, tuvimos un tiempo de paz. La alegría intentó imponerse en la población pero, en aquellos rostros, la sombría realidad, las múltiples heridas latentes y la inestable calma, se manifestaban a través de la invencible expresión de la desesperanza instalada. Por esto admiraba yo tanto a Luz: ella sabía sonreír por el simple hecho de que aún brillaba el sol. No bajaba sus brazos de la lucha aunque todos nos doblegáramos por los rincones y la cruda rutina se esforzara por ensombrecer todo posible porvenir. Ella me daba la vida. Hoy no la tengo, se apagó una mañana de septiembre de 2042. Estos últimos diez meses respiro porque, por las noches, a veces, logro volver a sentir su cálido abrazo. Jamás me dijo lo del cáncer. Jamás quiso que nos desesperemos por ella, jamás se preocupó lo suficiente por sí misma. No era de las personas que luchan por su propia vida, sino por las de todos los demás. Pero nadie, mucho menos yo, podía objetarle nada, solo así era feliz.
 
Aún me detesto por no haberme dado cuenta de lo que le estaba pasando a su cuerpo. Recuerdo su rostro iluminado por el alba que esparcía su candor hasta la cama. Una sonrisa decoraba su palidez. La sonrisa de quien vivió su vida lo mejor que pudo, de aquél que no se arrepiente de nada, del que sabe, con certeza, que todo se va a solucionar alguna vez. La sonrisa satisfecha pero volátil de las almas bondadosas. La sonrisa esperanzada de la alegría. La misma que llevaba Leonardo, lo recuerdo perfecto.
 
Yo, en cambio, ya me olvidé de sentir esa lejana emoción que asocio con la juventud y la ignorancia. Ya no logro reír de felicidad, de alegría. Sí, puedo burlarme sarcásticamente de todo y vociferar carcajadas huecas como un loco para no llorar mis desgracias, pero ya no puedo reír de alegría, ni tampoco me salen más lágrimas. Sin mi Luz, todos los sentimientos se me mueren adentro.
 
Ahora miro esa bendita foto: 2030, era todo perfecto. Sí, es verdad, había robos, saqueos, hambre instalada en la población. En las plazas públicas colgaban cuerpos con el mote de guerrilleros, ladrones, revolucionarios, narcotraficantes, en advertencia a todos los rebeldes. Fueros tiempos similares a los que se sucedieron cuando yo era todavía un crío, tantas veces se repiten las injusticias. Entonces, las protestas eran crecientes y el pueblo luchaba por sus derechos con vehemencia. Hoy en día ya no queda prácticamente nada de eso. Exterminan izquierdistas y jóvenes esperanzados cada día. Así, pues, los viejos tiempos siempre son los mejores, aunque no lo hayan sido en realidad. Presumo que se trata de la necesidad del hombre que se vale de llamarse tal, de arriesgar su vida y su juventud en lugar de la de sus hijos. 2030, sin embargo, fue lo más cercano a una época perfecta. Valentín aún no cultivaba ese odio intenso, o quizás sí, pero estaba solapado por la coherencia y en su rostro no se delataba. En la imagen que estoy viendo es solo un muchacho feliz. Y Luz, con su eterna sonrisa. Incluso yo mismo estoy riendo, ya nunca río. Las cenizas cubren estos lejanos recuerdos felices y me doy pena por eso. Ahora miro esa foto y ella me mira burlona, acusadora, delatora. Ya no soy lo que era, ya nada de lo que era sigue siendo, todo fue y nada más. La miro y lloro sin lágrimas, ya no me quedan.



El olor de la pipa me tranquiliza. La fumo en silencio. Me recuerda al abuelo, me recuerda a su muerte en el 2006. Un ladrón de celulares. Lo apuñaló en el abdomen por un teléfono sin baterías. Lo encontraron dos horas después en una zanja, sin zapatos. La palidez del frío y la muerte ya decoraban su expresión de sorpresa. Aquella tarde había salido para comprarme una pelota de fútbol. La pelota tampoco estaba. Me enteré un mes después, noviembre, el trece. Yo cumplía siete años y mi abuelo no estaba. Si mi cumpleaños fuera en septiembre, me hubiese enterado recién el año siguiente. No necesité que nadie me explicase, sin embargo. Así comenzaba mi lista de despedidas.
 
Domingo fue el primero, todavía no he contado el último. Trágica la historia de mi familia, casi tanto como la del mundo entero. Se puede decir que por eso odio la historia, aunque probablemente sea un dato que a nadie le interesa.
 
2030: en el Concejo se debatían leyes por protocolo, me incluían en él, éste consistía en ir y asentir, a un lado o al otro, dependiendo de lo que hubieran decidido los dos o tres que les seguían en importancia a esos primeros y manejaban a las decenas de individuos de menor importancia, de las que yo formaba parte; una minúscula, simbólica, ridícula parte. Una voz silenciada que contaba como número, como porcentaje.
 
Se abre la puerta, es Luisa, la mujer que me da de comer. No sé la hora, ni me importa saberla. Ella no habla, ni siquiera sé de dónde es, pero seguro que no es argentina: las argentinas hablan un poco más y gesticulan un poco menos, sobre todo en esta época. Sé que se llama Luisa porque la bauticé yo mismo, le pregunté un día: “Luisa, ¿le comieron la lengua los ratones?”, y me miró. Desde entonces, para mí es Luisa, igual que la vieja que me cuidaba de chiquito. Esa también está muerta, también es una historia trágica la de la pobre, vivió más años de los que debía y vio mucho más de lo que sus nervios podían soportar. Calculo que es de día a juzgar por la comida, que parece más bien un almuerzo. No uso reloj desde que murió Luz, no tengo interés en contar el tiempo que paso sin ella. Le digo que no, que no abra las cortinas, no quiero ver el sol. De todos modos, está nublado, se nota a través de los pliegues de la tela. Las cierra, mejor. Le digo que se vaya. Me mira de reojo, no habla, como siempre, pero obedece. De nuevo solo. No pruebo el estofado. Luisa no cocina muy bien, pero hoy en día no se puede pedir demasiado, es mejor que comer de las latas. Igual, no tengo apetito  más que de soledad y tabaco... y de muerte. Dejo el plato en la bandeja. No, definitivamente no voy a comer. En cambio, me tomo toda el agua que hay en el vaso. No es mucha, cada vez hay menos, sobre todo en Latinoamérica, Estados Unidos quiere deshidratarnos de una vez por todas. No, no es mucha, pero calma mi sed. Sed. Sed de muerte es lo que tengo. Necesidad creciente de morir. Por desgracia, no puedo controlar los latidos de mi corazón y hacer que se detengan de una vez. Como un loco, estuve tratando en las últimas semanas de entrenarme en ese aspecto, con ciega desesperación y febril convicción. Deseo con tanto fervor abandonar la vida que no logro entender cómo es que aún respiro. Ahora tengo sed de whisky, el whisky me recuerda a Walter. Mi hermano Walter que, sigo creyendo, sigue vivo en algún lugar. El gato me mira, maúlla con ojos huecos. Le doy el plato de estofado. Creo que quiero comer al animal, pero es porque pienso que está intoxicado. Siempre me gustaron los gatos, aunque no me gusten demasiado los animales en general. El gato es especial, es independiente, es interesante, no se deja dominar, no agacha la cabeza ante el primer reto, el gato intimida. Me gustan, sobre todo, por no ser sumisos ni débiles, tal vez capaces de las más elevadas misiones existenciales. Deliro. Sus ojos me sumergen en ese delirio. Al fin, entrega su ser al estofado.
 



Está aclarando afuera. Por las mugrientas cortinas puedo observar que un débil rayo de sol se asoma en la distancia y aterriza perpendicular en la cola mansa del animal. Solo quiero que se vaya pronto, el sol, el gato, solo quiero que llueva hasta que se agoten las nubes y después el cielo entero se desintegre en mil pedazos y caigan sobre mi cabeza, y me aplasten a mí y a todos los demás de una vez por todas. Cuando llueve puedo imaginar que mi tristeza forma parte de las gotas que caen, entonces siento que mi pena se aliviana, aunque sea un poco. Me estoy volviendo viejo. Eso mismo pensé cinco años atrás, cuando estallé en cólera con/contra Valentín. Vino a comunicarme que se iba a casar. Una buena chica, hija de mi viejo amigo Adolfo. Hicimos juntos la primera parte del Secundario, hasta la guerra. Los primeros meses estuvimos en el mismo escuadrón, en la frontera con Brasil, defendiendo una Misiones desierta, como la mayor parte del país. Solamente en Buenos Aires había gente en aquella época. En Buenos Aires y alrededores. Pero Buenos Aires ya no era lo que hubo/había sido, la tercera parte sumergida en el océano la había convertido en zona de alerta. Las primeras bombas fueron detonantes, la naturaleza hizo el resto, como siempre. Como toda tarea que no termina el hombre. Tres meses después, me mandaron al sur, a defender las cordilleras que no eran nuestras. A Adolfo lo volví a ver una sola vez más tarde. Ya teníamos veinticinco años, él trabajaba en una fábrica de armas. Su mirada ya llevaba la sangre como un tatuaje oscuro y desesperante. Se mató dos años después, cuando Brenda, su mujer, se fue con otro. Yo sé que también hubiese deseado matarla a ella en el último instante. Recuerdo haberle preguntado aquella vez si no le pesaba en la conciencia fabricar las herramientas para la destrucción del mundo. Él me había respondido que nadie tuvo conciencia jamás de su propia destrucción, de su amarga existencia, que le habían impuesto una vida de desolación y tristeza. Que las armas no significaban ninguna amenaza si no fuera porque existen desgraciados que las empuñen. Después de eso, no volvimos a hablar.
 
Por aquel entonces, yo trabajaba con las computadoras, aún pensaba que podría vivir dignamente. Había aprendido la labor de mi padre, un genio de la informática, incluso después del accidente. Vivimos bien gracias a eso durante algún tiempo, hasta que me ofrecieron planear el ataque a los irlandeses. La corrupción se filtraba por todos los medios a la sociedad, era imposible alejarse de ella o pretender estar limpio. Así y todo, me rehusé a formar parte de eso, algo me decía que Walter estaba allá. La estupidez, seguramente. Hasta el día de hoy no sé absolutamente nada de mi hermano y, probablemente, muera sin saber más que lo que mis pobres sospechas me han dado. Y confío ciegamente en mis pobres sospechas. En fin, terminaron echándome cinco días después, adjudicando excusas incomprensibles. Yo pensé que había sido por eso que terminé metido en el Gobierno, craso error el mío. Me envolvieron con sus artimañas supuestamente encaminadas al progreso y a la evolución social del país. Mentiras y basura era todo. Me usaron durante años sin que yo pudiera hacer nada para evitarlo. Cuando por fin descubrí la porquería en que estaba metido, ya no pude salir de ahí. La renuncia estaba prohibida y no pensaban siquiera en echarme. Era un ex combatiente, de los pocos que quedaban, y eso les daba el perfil perfecto, éramos considerados algo así como personas nobles para la sociedad. De nobles no teníamos nada, éramos títeres de los poderosos, como lo seremos siempre. Si por ellos hubiese sido, todavía hoy estoy posando en sus inmundos pasacalles de elecciones presidenciales. Igualmente, nunca llegué a presidente, por fortuna, ya que no hubiese podido evitar la masacre de 2029. Fue algo verdaderamente espeluznante. Todos mis primos desaparecieron en esa época, eran valiosas personas de carácter fuerte e ideales utópicos que nacieron a destiempo. Esos sí eran nobles.
 
Sí, fui diputado, no pude renegar del cargo, fueron tres años que prefiero olvidar. Me doy pena cada vez que pienso en todo el dinero robado frente a mis narices y la corrupción que reinaba en el país mientras yo únicamente podía salir en los noticiarios, sonriendo con cara de imbécil, sin poder solucionar nada. Y es que solo eso podíamos hacer los electos: nada. No éramos otra cosa que la cara visible al público para encubrir los verdaderos rostros del poder, que llevaban a cabo la no disimulada destrucción alevosa de nuestra población. Estados Unidos sigue controlando el mundo y lo único que busca es devastarlo. De hecho, lo hace a la perfección.  Poco después, la supuesta democracia, tocó fondo. Por fin derrocaron la mafia que nos gobernaba, pero no fueron tiempos mejores. Era el 2032, las calles se infectaron con soldados caras de perro que marchaban dentro y fuera de los hogares, seleccionaban algún ciudadano ejemplar, en muchos casos ofrecido por la misma familia; el considerado el menos productivo para la sociedad, lo llevaban a la plaza más cercana y ahí lo dejaban. Una invasión de bestias, de cerdos hambrientos de sangre y vírgenes. Abuso de poder, como siempre, pero legítimo y público.
 
El gato me observa en silencio. Ya está satisfecho y más tranquilo. No maúlla, pero sabe de qué estoy hablando, él también tuvo que escapar varias veces de un perro sarnoso y hambriento, como yo, como todos los que huimos de la guerra. Y ahora está solo, con los ojos vacíos, como yo. Desea maullar a gritos para llamar a su sillón dorado y dormir eternamente, así como yo deseo con locura llamar a mi muerte. Pero permanece en silencio, entrecerrando las cuencas inexpresivas, solitario y paciente en su espera, como yo. Afuera, la marcha no cesa. Algunos tiros se oyen a lo lejos, pero ya son parte de la vida normal. Risotadas narcóticas de infelices armados. El gato mueve apenas las orejas, efímero. Yo sigo quieto. Pienso. Recuerdo. Espero.
 
Luisa vuelve a entrar. Me molesta que no golpee la puerta, pero me resulta estúpido decírselo. Me molesta, también, su andar presuroso, autómata, programado para la labor agotadora de atender al viejo malhumorado y resentido, que vengo a ser yo, y quién sabe a cuántos más que estarán hediendo como yo, en este edificio. Trae una radio, mi vieja radio. Se rompió ayer, la rompí yo, la estrellé contra el piso lo más fuerte que pude cuando oí que Colombia estaba siendo devastada por los iraníes. Mi Lorenzo está en Colombia. No me lo dijo, hoy en día esas cosas no se cuentan, pero yo lo sé, lo supe en cuanto me informó que se iría del país. En fin, ya no quiero pensar más en eso, soñé demasiado con mi Lorenzo anoche, las pocas veces que pude conciliar el sueño. No recuerdo bien de qué se trataba, pero él era solo un niño, solamente recuerdo su sonrisa de infante ajeno al dolor. Y siento el dolor como un puñal que me atraviesa.
 
Deja la radio en la mesita que arrastra hasta mi lado. Pienso que en este momento es una enviada del demonio, Luisa, la radio, mi interpretación del sueño, todas. Descubro, a mi pesar, que ni siquiera llegué a golpearla lo suficientemente fuerte como para dejarle una abolladura considerable, apenas si hay un rasguño, mi fuerza es nula. Empiezo a sentir de nuevo la creciente furia de saberme impotente. Luisa me mira con esos ojos grandes, curiosos, pero reservados. Son marrones, abrasadores, perturbadores, crueles. Me molesta que me observe de esa manera, parada frente a mí, inmóvil. Le preguntó qué carajo le pasa. No dice nada. Me sigue mirando. Siento la sangre subir a la garganta. El gato se va a su rincón de siempre, quiere dormir. Luisa baja por fin la cabeza y prende la radio. Si pudiera pararme, estoy seguro, le estrujaría el fino cuello de sirvienta. Sí, a veces quiero matarla pero es, simplemente, porque la aprecio y desprecio su triste existencia, como ella también desprecia la mía y desea, cada vez que me mira, que muera pronto. La aprecio por eso, por comprender mi infelicidad, mi desdicha, por no compadecerme con lástima sino con bendición, por desearme la muerte cruda y no la insulsa e improbable posibilidad de una mejoría. Quiero matarla, sí, pero para salvarla de la cruel vida de la que somos víctimas. Debe tener cerca de treinta años, quizás menos, la piel ajada es propia de las mujeres de servicio doméstico de esta época. El silencio también. Pero Luisa es joven y buena,  tiene el semblante tierno y sufrido, y tiene dos hijos pequeños, y yo quiero matarla. Se va.





Intento calmarme. En la radio suena un viejo tema que odio. Alguno de esos ridículos cantorcitos sin talento salidos de los concursos televisivos que en una época estuvieron tan de moda. Insoportable, realmente. Hoy en día ya casi no existen los músicos verdaderos, son todos maricotas e histéricas prefabricados. El que ahora suena es uno de los “mariposones”, era una buena palabra que aprendí de mi abuelo, siempre me hizo reír. Hoy no. Me acuerdo de Lorenzo. Mariposones, una palabra que me descostillaba de risa pero también de otra cosa que no identifico. Me acuerdo de la guerra. Cortan la música. Una tétrica pero enérgica voz habla: “repetimos la lista de personas desaparecidas cuyos cuerpos han sido hallados en el incendio de la vieja catedral...” Habla de Colombia. Luisa me trajo la radio porque hay algo que quiere que escuche, lo sé, maldita extranjera. Cuando realiza estos actos crueles despierta mis peores sentimientos, por suerte estoy en esta silla y ella es pesada como para que yo logre hacerle daño, por suerte para ella. “Pedimos disculpas por no poder dar los nombres en orden alfabético, pero creemos que más importante que el orden es el contenido de este informe, que, por cierto, es urgente y lo acabamos de recibir...”. Siento el estremecimiento en mi pecho, el inconfundible sabor del miedo invadiendo el espacio que recién ocupaba la efervescencia de la ira. El locutor comienza a enumerar apellidos y nombres desconocidos con voz sofocada pero elaborada. Permanezco atento, con los ojos fijos en el cuadro que dibujó una vez mi hijo. Un enorme sol sale detrás de mil tumbas en ruinas. Recuerdo la impresión que nos causó a Luz y a mí el contemplar la imagen creada por la mente de nuestro pequeño de ocho años. Claro, era 2031, plena masacre en las calles, muerte en cada esquina. No necesitaba un psicólogo, necesitaba un mundo mejor.
 
“Gómez, Leopoldo; Garavito, Andrés...” El sol era su madre.
 
“…Rossetti, Franco; Ruíz, Fabiana...” Pienso en la risa atiborrada de lágrimas de
 
Luz frente al cuadro. Su abrazo. El pequeño rostro rosado de Lorenzo aplastado contra el pecho de mi mejor mujer.
 
“...Pereira, Daniel; Barrionuevo, Silvia; Dobbler, Julián...”
 
Podría llorar de nostalgia. Es una tarea difícil la de extrañar, la de recordar.
 
“...Agnelo, Federica...”
 
A veces me gustaría tanto estar bajo esas tumbas dibujadas, enterrado al fin, muerto.
 
“...Camorra, Gonzalo; Galena, Amélie; Calderón, Lorenzo; González, Roge...”
 
Siento una lanza invisible, forjada por esa voz hueca, que se hunde en mi pecho. Mi respiración se contiene más que nunca, ni siquiera intento llorar, sé que no podría de tan grande que es el dolor. En cambio, siento un nuevo desgarro por dentro, me sangra la vida, el alma se me resquebraja. Yo mismo me resquebrajo, es la única descripción que encuentro para esta sensación. La desolación me agobia, me asfixia. Miro de nuevo el cuadro, descubro que, en realidad, ya estoy enterrado y soy una de esas tumbas grises y duras, que estoy dibujado bajo la tierra, que mi cuerpo es uno de esos que parecen caminar por el inframundo del dibujo. Y empiezo a entenderlo mejor: arriba, las luces son misiles que caen y nosotros, vivos, contentos, bajo la franja que separa la superficie y el interior de la tierra, nosotros como topos laboriosos que las bombas no tocan, y Lorenzo, un niño, solo, un niño con un barrilete en su mano, caído. Lorenzo es el niño bajo el árbol contemplando una luna eclipsada por las luces que, ahora entiendo, no eran estrellas.
 
La respiración reinicia su marcha lenta e inexorable. Los sigo viendo, el rostro del niño que fue mi Lorenzo en el pecho de Luz. Las sonrisas eternizadas en sus rostros. Paz. Sigo fumando mi pipa. El gato me mira. Él también quiere paz. Intento dormir pero también quiero seguir despierto, para fumar hasta el hartazgo. Mantengo latente mi única esperanza de morir por algún extraño estallido pulmonar antes de perder también a Andrea.
 



Luisa entra una vez más. Cómo me conoce. Trae una botella de whisky en sus manos. Le digo que me alcance el teléfono, está muy lejos como para agarrarlo yo mismo y,  a esta altura, ya perdí las mañas del inválido de primer grado de querer hacer todo solo, mi resignación es completa. El aparato está en el suelo porque anoche lo estampé contra la pared en un ataque de nervios: en la comisaría no me respondían. Ahora sí. Discuto a gritos con el oficial Córdoba. Luisa me observa con sus ojazos, escudriñando mis gestos, analizando mi nuevo acceso de cólera, sintiendo profunda lástima por mí. El gato duerme como si nada estuviese pasando a su alrededor. Lo contemplo mientras me dejan con la musiquita de espera, envidiándolo con todas mis fuerzas, deseando convertirme en él. Ahora me responde un nuevo inútil que no tiene ni idea de qué decirme. Me despliego en un interminable repertorio de órdenes y amenazas en vano. Lo insulto porque odio que me contradigan. Me cuelga, el muy desgraciado. Quiero lanzar el teléfono de nuevo contra la pared y romperlo de una vez, que deje también de existir ese ridículo aparato, nacido para que los hombres se comuniquen cuando eso es imposible. Quiero llorar de impotencia, pero no puedo. La paradoja despierta mi furia. Quiero correr a estrangularlo, a estrangular a alguien, aunque sea a ese gato, pero no puedo moverme tampoco. Hace años no puedo moverme. Únicamente quiero a mi hija sana y salva.
 
Me sirvo un nuevo vaso de whisky cuando me percato, Luisa ya se fue. Le agradezco el gesto, vuelvo a sentir un aprecio fraternal por la mujer extranjera. Marco el número de la comisaría una vez más. Nadie atiende. No me importa.
 
Nada más me importa pero insisto, porque no tengo otra cosa que hacer.
 
Duermo al fin entrada la noche.



Sueño con el abrazo de Luz y Lorenzo. Sueño con su tardía pero certera felicidad. Sueño con su lejanía. Sueño con Andrea, agonizante, en una oscura celda, más solitaria aún que yo. Miradas indecentes a su alrededor. Odio circundante a su débil esqueleto moribundo. Su rostro comprimido, su llanto silencioso, cabizbaja entre armas empuñadas por rostros familiares, compañeros de la infancia, Valentín. Abro los ojos de golpe, lo tengo enfrente. Me mira hoy con los mismos ojos que Leonardo aquel día gris, fijos en los míos, llenos de luz. Pero los de Valentín me dan escalofríos. Me besa la frente. Me quiere y yo a él, pero la vida no.
 
Quiero paz, él arma la guerra. Y no sabe aún, no puedo explicarle, no sé hacer que comprenda. Me pregunta cómo estoy, me habla de Andrea, me dice que la vio, que intentó intervenir pero no lo dejaron. Me habla de cómo “por la plata baila el mono”. Me explica la política de porquería de sus superiores. Lo escucho, como si fuera nuevo para mí lo que él me dice. Murmuro una maldición. Él sigue hablando. Valentín nunca pregunta nada, pero cuando lo hace, sus preguntas carecen por completo de razón de ser, son simples introducciones a respuestas que alguien le dio y aceptó sin reparos para asimilarlas instantáneamente al propio repertorio. “Creo que es la única manera de hacer algo. Los negocios están yendo bastante mal, seguramente con algunas monedas importantes...” Asiento nerviosamente. “...El problema es que, en tu situación, unas monedas importantes significan todo tu capital...” Tan decidido que aparenta ser, tan astuto, y da mil vueltas para formular la pregunta más básica de la humanidad, ¡dinero! Eso es lo que menos me importa, sobre todo en este momento. Yo sé que todavía me queda mucho, hace tiempo atrás este país me compró la vida y el silencio, y esas son cosas que se cobran “importante”. Por lo visto, hoy en día la justicia también vale lo suyo. Dinero. “Llevate lo que quieras, lo que haga falta, todo. Llevate todo pero traeme a mi hija antes de medianoche. Mi corazón ya no está para esto.” Me mira, asiente sin gestos. Me besa en la frente y se va diciéndome que esté tranquilo, que no me preocupe, que confíe en él. Yo lo hago. Sigue siendo mi mejor hijo. Tiene la facultad de hacerme sentir inmensamente orgulloso y de defraudarme profundamente a la vez. Pero sé que esta vez puedo confiar. Es mi única esperanza, y la de Andrea. Cierro los ojos y espero. El gato ronronea a mi lado, desborda de paciencia sabia. Yo no.
 
Cuando despierto, encuentro a mi hija acostada en el sillón. No puedo emitir palabra, solo un débil gemido. En su rostro se evidencia la tortura, sus pómulos inflamados y violáceos. Desgreñada. Desamparada. Herida, corrompida tan injustamente. Mi pequeña Andrea, pensar que tiene dieciocho años y ya lleva una mirada tan triste. Como su madre.
 
Ahora es cuando me mira. En sus ojos aún se refleja el horror, inyectados en miedo, desorbitados. No dormía, pensaba. Me mira y se inundan las pupilas aterradas. Corre hacia mí, rengueando apenas, y se arroja sobre mis rodillas inmóviles. Llora, vencida, aferrada a mi pierna que no siento hace tanto. Sin embargo, esta noche, puedo percibir su abrazo perfectamente... en ambas. Respiro con alivio, como hace tiempo no lo hago. Le acaricio el cabello, se lo cortaron brutalmente: algunos mechones fueron arrancados, otros, quemados. Sus manos, cortadas, con marcas de cigarrillos. Mi furia es creciente, pero la satisfacción de tenerla nuevamente a mi lado es todavía mayor. Las lágrimas brotan de a millares pero no se despliegan, mis retinas las resguardan. Hubiera deseado tanto darle una mejor vida, una que solamente fuera difícil. Me siento impotente e infeliz, pero ella está a mi lado y eso sana todo.
 
Me mira en silencio, los ojos más calmos, el verde de nueva esperanza. “Ya estoy bien, papá. No te mortifiques.” Me habla despacio pero segura, como si leyera mis pensamientos. Sonríe y la abrazo con fuerza. Quiero morirme así. Andrea se va a Francia. Florencia dice que allá las cosas están más calmas. Le pido que la cuide, se lo pido con la voz quebrada. Ella me promete, ella me lo debe. Nunca me habla de Valentín, pero sabe que Luz y yo hicimos todo por él. Ella me promete. Yo me quedo, no porque quiera hacerlo. En realidad, ya ni me importa dónde estoy o, mejor dicho, dónde está mi cuerpo; yo sigo en un mismo lugar desde hace mucho, yo estoy perdido. Si pudiera, iría con ella. La ley no me lo permite, no puedo salir de Argentina. Les vendí mi vida pero hoy pude comprar la de mi hija. Buen negocio, me consuelo. Este es el primer adiós que me aliviana el dolor. Andrea se va para empezar de nuevo. Ella es como su madre, un ave Fénix, tiene la increíble capacidad de renacer de sus cenizas. Y posee el temperamento fuerte y tenaz del Fabricio Calderón que he sido alguna vez. La despido y me alegro.



Luisa entra y me trae un almuerzo nuevo. Ni siquiera lo miro. No voy a comer pero pienso fumar todo el día y se lo digo. Diez minutos después vuelve a aparecer con tabaco y papel para armar en las manos. Se sienta, sin hablar, en la mesa de la esquina. El gato se corre para hacerle lugar. Comienza a liar, prolijamente, uno por uno, los cigarros que quiero comerme.
 
Me los alcanza y se va. Es muy rápida para esas cosas. Es muy rápida para todo, la pobre e intrépida Luisa. Lástima que perdí las ganas cuando mi pierna dejó de responder. Gangrena. La cortaron a la altura del muslo cinco años atrás. Mi orgullo decayó y dejé de sentirme un hombre para empezar a verme como un inválido de cuerpo y espíritu. Pero, como dije antes, eso es algo que ya pasó a segundo plano. Fue un cuatro de julio. Con la pierna, también perdí mi amor propio, nada más tenía el que Luz me profesaba. Hoy estoy postrado en esta precaria silla con una pierna ortopédica y ese gato que me observa.
 
Fumo. Fumo y tomo lo que queda de whisky. El gato se come lo que hay en el plato, se relame y me vuelve a mirar con ojos de precipicio. El gato, mi única compañía fiel, constante y silenciosa. La compañía perfecta. Y está a mi lado porque le place, no tiene la maldición del instinto canino de ser esclavos. Él es libre y está aquí porque así lo desea. No tiene un solo seso, de eso no caben dudas. Como si oyera mis pensamientos, se voltea y vuelve a su rincón preferido, sobre el viejo almohadón que destrozó con uñas furiosas el día que llegó a esta tétrica habitación. Se lame y duerme.
 
También quisiera dormir, pero no puedo. No puedo ni siento necesidad. Sigo fumando y tomando. Hablo como un borracho con el gato dormido. De vez en cuando mueve alguna de sus orejas como para avisarme, me dice que deje el mensaje después del movimiento, que al despertar será oído con toda atención. Trato de pensar un nombre, nunca se me ocurre uno. Las veces que intenté, los olvidaba al instante, de manera que ya resigné bautizarlo, como si el animal necesitara de un nombre que lo diferencie de otro. Aquí adentro somos solo él y yo.
 
Siento una brisa fresca entrar por la ventana entreabierta.
 
Miro el cuadro una vez más. El sol de acuarelas me hipnotiza, me pierdo en su tinte amarillo. Me pierdo en los recuerdos. La tristeza me agobia, pero mi hija está viva: ahora mismo, Valentín la está acompañando al aeropuerto con su rifle cargado. La protege. Casi puedo verlos en el abrazo de despedida, como hermanos que, al fin y al cabo, son. Sonrío. Pienso ahora en el abrazo de Lorenzo y Luz. Sonrío de nuevo. Bebo de la otra botella.
 
El gato despierta y maúlla sórdidamente, con su mirada hueca fija en mí. Un maullido eterno resuena dentro mío, lleno de ecos agudos y distantes. Me estoy yendo. Siento la vida escurrirse como un manantial de aguas contaminadas. Percibo una cascada de sangre ponzoñosa que fluye en mi interior. Me pierdo en la luz de ese sol dibujado y caigo al suelo.
 
Veo cómo se acerca a mí el rostro del gato, tan negro, tan viejo frente al mío, maullando aún, intermitentemente. Pero ya no lo oigo. Lo agarro del cogote frágil y delgado. Presiono con las fuerzas que ya no tengo y me contento con percibir vagamente la suavidad de su pelaje. Noto mis ropas empapadas, me siento un cerdo revolcado en la mierda pero contento. Me ahogo. Sus ojos esperan dentro de los míos. Los contemplo hasta que mi vista se nubla y el sol vuelve a aparecer, siento su calidez en la piel y comprendo todo, aunque ya no importa, de nada sirve. Ahora me abrazo a la Muerte, estoy lejos. Desde acá escucho, por fin, la voz de Luisa elevarse en un grito brevísimo y pienso en los cigarrillos sobre la mesa que no terminé de fumar.

Rosario, 17 de julio de 2043.
Fabricio Calderón.
Audios telefónicos clandestinos.
Registro Nacional de Seguridad Internacional.
Requiescat in pace.
 
Andrómeda.







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