"Los pichiciegos", Rodolfo Fogwill. Adriana Santa Cruz



"Los pichiciegos". Rodolfo Fogwill


Adriana Santa Cruz

Cuando Hannah Arendt escribe Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal(1963), hace obviamente referencia al Holocausto judío, pero sus reflexiones excedieron este hecho histórico puntual. La degradación humana, el goce en la violencia, el mirar hacia otro lado y la traición se repiten a lo largo del tiempo, especialmente en acontecimientos como las guerras o las dictaduras. El enfrentamiento entre Argentina y Gran Bretaña en Malvinas no hace más que actualizar algunos conceptos centrales de Arendt: cómo los peores males pueden hacerse comunes, cotidianos, y cómo el hombre se acostumbra a vivir con ellos.
Rodolfo Enrique Fogwill publica en 1983 (aunque circuló clandestinamente en 1982) Los pichiciegos, la primera novela sobre Malvinas. No es este, sin embargo, un relato de los héroes que combatieron en las islas, sino más bien uno de víctimas y victimarios que intercambian sus roles según las necesidades de cada día. El título surge, según el propio Fogwill, cuando escucha el término “por primera vez en 1980 en una celda de la Cámara Federal de la calle Viamonte, donde nos hacinábamos más de 20 presos a la espera de turno para comparecer ante los jueces”. Allí dos hermanos catamarqueños cuentan historias de su infancia, y es el mayor quien, en una de las tantas y repetidas noches, le dice a su hermano “¿sabés con qué ganas me comería un pichiciego?”. La palabra le queda al autor dando vueltas en la cabeza.
Dentro de la novela, los pichis son un grupo de desertores de la guerra, cuyo único valor es mantenerse con vida. Subsisten bajo tierra, en la pichicera, están fuera del aparato militar, y su ocupación es intercambiar mercaderías e información con los ingleses. Beatriz Sarlo en su lectura del texto nos dice que conforman una “tribu”, pero con un lazo efímero entre ellos, ya que solo perdurará hasta la muerte de cada uno, salvo para el único que sobrevive: Quiquito (diminutivo del sobrenombre de Enrique). Este registra la experiencia y la cuenta al narrador del relato (un escritor que en la ficción publicó el libro titulado Música japonesa).

Estos pichis no existieron, según agrega Fogwill, sino que son sus propios fantasmas. De esta manera, el texto no permite una lectura realista: “Escribo para saber de mí, o para ignorar lo que otros, tal vez mejor que yo, sepan sobre mí”, sentencia al autor. Son los pichiciegos, entonces, los depositarios de una mirada en la cual no existen ni el nacionalismo, ni los lazos entre hermanos, ni siquiera una proyección hacia el futuro. Todo es presente, es sobrevivir cada día como se pueda, solo con lo que se tiene a mano o con lo que se logre conseguir en las excursiones fuera de la pichicera.

Sin embargo, si bien la novela no es realista en cuanto a dar cuenta de una verdad comprobable, sí lo es en cuanto a que se inscribe dentro de la “banalidad del mal” de Arendt. En este sentido, el texto de Fogwill es, quizás, más realista que una noticia de cualquier diario de la época porque muestra la verdad de la guerra, no la guerra heroica e idealizada, sino aquella que enfatiza las necesidades elementales de sus protagonistas: comer, ir al baño, curarse de las enfermedades, estar con una mujer, tener a la madre cerca. No hay moral posible cuando lo que está en juego es la supervivencia, cuando se siente temor a ser violado en cualquier momento, cuando los sueños solo reflejan lo que se añora –y difícilmente se vuelva a poseer–, o aquello que se teme.

El texto, en consecuencia, exhibe procedimientos realistas. Como ya dijimos, hay un narrador que cuenta aquello que, a su vez, le contó el único sobreviviente del grupo. Asimismo, la novela va presentando datos de la historia argentina de la época de la dictadura: la mención de las monjas francesas o de los vuelos asesinos, para dar dos ejemplos. Se relata además la guerra, pero con cierta visión infantil de los sucesos, tal como señalan algunos críticos, y tal como se ve en la descripción de la “Gran Atracción” de los Pucará. Esta “infantilización” no solo está mostrando la edad de los combatientes, sino también está justificando el desconocimiento o el conocimiento equivocado que los pichis tienen de la política en general.

Con relación a lo que venimos diciendo, lo que se vincula con el contexto histórico está lleno de imprecisiones, de interpretaciones erróneas. Esto sucede porque ese contexto encarna el discurso oficial, aquel al que los pichis se oponen, no siempre deliberadamente, pero sí como representantes de una visión crítica. El hecho de que ellos habiten debajo de la tierra mientras el combate sucede en la superficie no es más que una metáfora de la guerra: lo que realmente pasó no era evidente para todos. El heroísmo del discurso oficial es lo que se ve, pero lo real es la miseria humana, el dolor, la existencia de una moral dudosa.

Quiquito sobrevive a la guerra; el cómo, lo dejamos para la lectura atenta de aquellos que se sumerjan en la novela. Baste decir que el final es el único verosímilmente posible. Más allá de esto, el texto propone la exaltación de la memoria individual. El contar, ya sea las experiencias de la guerra o las vivencias previas a esta, nos traduce historias de vida concretas, recuerdos de un pasado con la familia, con los amigos. Hay una polifonía que se superpone con el discurso unívoco del poder y que triunfa porque, en el fondo, Los pichiciegos viene a exaltar esa multiplicidad de voces que representa la historia de todos.

Retomando nuestra idea del comienzo, en la guerra que nos describe Fogwill se cumplen órdenes sin cuestionarlas porque parece no haber otra opción, pero también se muestra otra dimensión que señala la misma Arendt: “La única manera de tratar al hombre –y de tratarse a uno mismo– como merece ser tratado es cayendo en la cuenta de que la pluralidad humana es la paradójica pluralidad de los seres únicos”. Y Fogwill logra que escuchemos a esa pluralidad. De ahí en más, el resto queda en cada uno de los lectores.

Fuente: Leedor

Rodolfo Fogwill



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