Flanger en el suelo y los primeros rastros de Zeppelina C. . Alejandro Leibowich
Alejandro Leibowich
El vidrio está empañado. Si te digo que no hay misterio, no hay misterio, no accionamos. Si no accionamos, no vivimos. Si no vivimos, en realidad esto pasó.
El mendigo era el mismo. El paso no era necesariamente cansado. Ese cansino, cansado gris, mugre que incluso es insulsa. No dice nada, no representa nada y el cielo está congelado, ni se respira. Es una foto a la que le sangran los oídos. Una foto azul, con algunas intermitencias grises y blancas variables, las nubes. Si te dijera que estoy en la silla más alta no necesariamente sería verdad. Se trata de otra silla más, son todas exactamente iguales. Iguales a nosotros, a nuestros anhelos, a nuestros sueños que ni conocemos. Ni conocemos pero ahí están. O estaban. Porque esto no es hoy, tampoco es del todo pasado. La casa al menos como la conocí ya no existe, pero a las dos de la tarde el tío con un poco de ayuda de voluntad le dice a ella que me prepare algo para comer. Alguna vez todo estaba tranquilo. Si te digo que podía apoyar los codos en la parte baja de la ventana, casi digo la verdad. Y empezamos de vuelta. No es la silla más alta pero es la que llega más lejos, porque me permite ver a la gente. Aunque esa gente ya no exista. Y si existe, no la reconocería.
La vecina estaba tuberculosa. A esa edad que no sé si es mi edad actual no sabía que eso ya se podía tratar y curar. Más tarde me enteré de los riesgos, pero no sé si hay más tarde. “Te podés quedar sordo pero al menos no te morís”. ¿Y qué pasó con ella? Por qué siempre caminaba tan descalza. “Cuando seas más grande lo vas a entender, hay lugares donde el silencio es más silencio del que conocemos”. ¿Y vamos a estar vivos para entender eso? Ya a esa edad preguntando eso… “Sí, no sólo vamos a estar vivos sino que el silencio tendrá un sentido. El de darnos noción de profundidad, de secreto, de perspectiva”. Siempre me gustaron los grabados barrocos o antes de renacentistas como Alberti, León Battista. Cuando apareció la perspectiva, o la noción de ella en Italia. Junto con la primer ópera. Todas esa gente gritando. Eran actores, sí. “Teatro representado”.
-Vení acá a la mesa, cerca del televisor. Te preparé algo caliente para tomar. Y tu tío compró alfajores Ringo. Todo se movía muy lento, demasiado, como si en esa actitud quisiera decir algo.
Ringo, qué viejo sonaba eso. La colección de latas, la cocina. El tío cocinaba solo. Los gatos por la noche orinaban todo el pequeño patio. Al salir por la única puerta no condenada, el olor era insoportable. Pero a esa hora no. La mesa de luz tenía una balanza de pie guardada.
-¿Y vos estás ahí?
Sí, algo cansado. No sé bien, el mendigo pasó. El famoso mendigo. “Se va acabar el mundo, yo sé lo que les digo, se aproxima el fin del mundo”.
Las lunas eran redondas, las noches parecían transliteradas de “Las mil y una noches” y sabían a café amargo. Ahí sí no había profundidad, todo era plano. Las lunas, redondeles plateados, parecía un relato escrito por Arlt. Dado que él entendía lo que no parecía ser perfecto. Entendía lo que nos rodeaba. Impresionismo más impresionismo menos. Ya no queda nada. Pero estábamos en la casa.
En el living había un mueble antiguo. Nadie lo usaba. La entidad guardaba un secreto. Un revólver. Realmente parecía que no estaba cargado. Hay cosas parecidas a las balas, pero realmente no sabía que eran. Además el gatillo no me animaba a apretarlo. pero sí el cargador. Que parecía fallar. Yo había visto muchos de esos mastodontes alimentados a huevo frito con sombrero y me quería parecer a ellos. Todos morían en duelo, en la silverscreen. De todos modos, no simpatizaba del todo con esa pantalla. El televisor, sí era rojo. Es made in Japan y se enciende por un contacto en la parte frontal, una pequeña superficie plateada rectangular. Arriba, que era el frente.
Natalia era pelirroja. Como todas las Natalias, al menos por esa época para mí resultaba de ese modo. Todas se abrigaban en exceso y parecían actuar con más edad que la que les tocaba. Pero Natalia no es que me interesase realmente aunque no podía parar de escucharla, incluso cuando nada acontece. Ni todo su frío simulado. Me había tocado en la galleta de la suerte como decían, alguien la rompió, “te toca Natalia”, cayeron las migas. A pocos pasos ahora, ya no es casa. Esto es un micro, larga distancia. Están matándose a besos el tipo de Rosario y la que realmente me interesaba. Pero no me interesaba de hace unos días. Me interesaba desde que la vi. Calculo que tendría unos seis años.
Se habla mucho de los momentos simbólicos. De que sin decir nada una acción como en una fotografía secreta tiene un mapa de destino. En este caso el mío.
Estuve hablando con tres personas. La gente habla de nada, pero es gente. Gentes es un plural sesgado. Me gusta más el mendigo del “se va acabar el mundo”. A Zeppelina C. se le pegaban los abrojos. También por donde ella anda. Las plazas ya no las cuida nadie.
“Dejame ver tus ojos”. ¿Mis ojos? Realmente debe estar muy aburrida. La miro de frente. Su mirada es difusa, (la locura no existe) aunque paradójicamente siento que me estudia el rostro. Todo el rostro ojos para ella. “Si mirás fijamente entre los dos ojos y sobre las cejas (el tercer ojo casi sobre la frente) generarás una expresión de enigma, me lo enseñó un fortune teller”. Los vendedores de verdades siempre están de huelga, pero nunca te faltan. Aunque sean de segunda mano. “Tenés los ojos color del tiempo”, me dijo, y yo ni idea de qué era eso. “Nunca realmente voy a saber el color de tus ojos, ni yo ni nadie”. ¿Y eso importaría?
Caminábamos por esas calles totalmente dormidas, salvo por nosotros trasnochados diurnos. Las sombras se alargaban. El tío mostraba seguridad. Yo no confiaba en su seguridad, aunque no puedo negar que lo quería. Aún lo sigo apreciando, y ninguno de los dos está. Tampoco sé si yo estoy. Ella se abrazaba. Caminaba abrazada a sí misma. Vestía oscuro. Más tarde Natalia me hablaría sobre las posiciones de autoconsuelo y la desesperación y el desamparo. Son temas que no conocía. Por lo tanto menos las palabras. ¿Para qué conocer algo que ni se necesita?
Me quedaba pensando en el andar. Otra vez el micro, la larga distancia. La mente del conductor. La responsabilidad, somos muchos. ¿Qué tendrá en la cabeza? El rosarino apretaba a… Bueno, su cara me recordaba a los lagartos. Esos que se veían en el museo. También en algunos laboratorios en que no sé cómo fui a dar. El bajo estaba al fondo. Cargado con el resto de las cosas. Dragoneaba como antediluviano con la atracción por ondas desde el suelo. Las alimañas, sobre todo lo que más detestaba, las serpientes, sentían los graves. No los escuchaban. Son sordas. Tuberculosas. Pero se mueven, se atraen hacia lo que suena en esas frecuencias. aunque se manifieste solo. El equipaje se autovomitaba a raudales. Y la amplificación no existía. Hablamos de imposibles. ¿Por qué negarlos? De todos modos siempre compraba los boletos de ida y las frases hechas pero no quería quedar mal “¿Te debo algo?”. Las ventanas mostraban un paisaje que siempre olvidaré. Ahora yo no sé que era. Una suerte de llanura interminable. “Natalia, lo que pasa es que los pensamientos laten tan fuerte que no puedo prestar atención real al entorno, se imponen. ¿Te puedo pedir un favor? Yo estuve alguna vez donde vos estás. Hay una gran ventana (la suma de todas estas). Los cristales no sé si son móviles pero ahora con un celular podrías sacar una foto. Es muy simple, quiero que seas mis ojos. Al menos desde la foto. Es todo lo que tendré, al fin y al cabo quiero ver si algo cambió. Tiene que haber sido así. Además estoy cansado, realmente hastiado de mi realidad. Me peso, Natalia. soy una pared de concreto que camina. Necesito algo de luz”.
Sí, era lo que esperaba. Los tonos se mantienen, la historia sigue su curso, los edificios nuevos son la prueba. Algunas cosas ya no están.
Extraño el ruido del motor. El micro en marcha, hasta los insultos del tipo que se peinaba con saliva, y piropeaba a las transeúntes. Pero yo sé que había más. Quería saber qué pensaba.
Volvemos al living, al lado de un sofá o algo similar descansaba una guitarra de estudio. Totalmente desafinada. Dado que no sé qué es un acorde, ni una nota, le pego. Salen sonidos complejos, son como sonidos adentro de otros sonidos, cosas compuestas, artificiales o no. “Cómo células orgánicas que hacen al tejido conectivo de lo que nos rodea”. Eso lo sabría mucho después. “Y eran células, no átomos de mesas, maderas muertas". El sonido, así como el recuerdo que se venía imagen, estaba vivo. Está vivo. Yo ahora quiero el mejor, dado el mood, el silencio profundo.
“Se va acabar el mundo, se va acabar el mundo, yo sé lo que les digo”. Allá en el barrio, la aceptación no era fácil. Pasabamos pruebas difíciles, “Natalia me hablaría de la edad de las pandillas”. No sé, porque no conozco edad. Cómo resultase a mí me aceptaban. Una vez integrado eras intocable. Sentías el poder, y todos te defendían, respetaban, etc. Porque eras ellos.
El tío se está peinando en el baño, quiere lucir bien supongo. Novia nueva. Pero ya no es tan grande. ¿Y qué era ser grande? Pero debe tener más de sesenta y pico. Estaba viendo un cuadro nuevo. Justo, en el living. La señora, adolescente o quién fuese le regaló uno con dedicatoria. El tío se peinaba con un peine que parecía cepillo para zapatos. Yo cuando me bañaba ahí usaba el mismo. Y la gente me asqueaba. Me asqueban actitudes, aunque no todos eran tan malos, pero “las paredes resuenan había dicho Zeppelina C.” Más tarde tuve tremendas pruebas de que eso resultaba así, y de qué modo todo cambiaba de lugar, en el lugar. Persona, sonidos, imágenes, Zeppelina C. reía. No confiaba mucho en ella. Tampoco en el muchacho que alquilaba al lado, pianista oxidado. “Babel” le decían, todas las lenguas hablaba, pero nadie lo entendía.
Primer sueño de Zeppelina C.
Dentro del sueño. Alfa. Catarsis III.
Que tengas lindos sueños. Y me envuelvas en ellos. He estado mucho tiempo afuera. Tamerlán fue herido en el talón. Aníbal perdió una pupila. El calcio circula en condolencias. Como mantis religiosa. No queda nada. Porque nada hubo. Al fin y al cabo las raíces en flor fueron una inmanencia divina. Y por breve, por cierto no creemos en Dios. Creemos en los sueños. Materia líquida y orgánica del destino. Tal vez lo más parecido a un designio. Lo más parecido a una sombra. Lo más parecido a la incandescencia que estalla. Y nos estrellamos en la mejor, la más vernácula miseria. La senectud de los párpados callados. Pero yo no estoy escribiendo esto. Es la altura, el tono, lo ambivalente que alguna vez fuiste. Es el dictado de la voz ya sin contenido. Sonido en estado puro y cuerpo sin materia. Absolutamente engañados caeremos. Y si tuvo algún sentido existir, tal vez es mejor no saberlo. Menos en estos momentos porque en esa calle, en esa ruta, a la vera del camino me topé con la muerte. Fue afable, le vi el rostro. Sólo recuerdo un mancomunado de sal. Como mar muerto. Pero hablaba de flotación. Cierta gravidez. Porque quiero que tengas lindos sueños para ser envuelto en ellos. Es la mínima vanidad que me permito. Es la monstruosidad agónica de algo parecido a quedarse afónico. Pero sin necesidad de emitir sonidos. Le dicen fe.
Cuando le perdoné la vida a la esclava fui miserable. Porque fui consciente y el esclavo éramos todos.
Zeppelina C. acostada. Parpadeaba llamando a la consciencia total. No sé qué hacía yo ahí, había estado hablando con el vecino. Yo sí le entendía a “Babel” al menos en ese momento. Y había tocado una de esas famosas Sonatas en Do Mayor de Mozart. Son todas exactamente iguales. Y ya que estoy acá te lo digo Zeppelina C. ¿Sabés por qué son todas iguales? Me miró y levantó los hombros. Porque son lo más parecido a la perfección, que algunos creen incluso perfecta. Dado este nivel “ideal” de todo. Lo único que queda como opción es repetirse y repetirse todo el tiempo. Tal vez por eso le dicen “Babel”. Dice lo mismo distinto. Demasiado pedir que lo entiendan para mucha gente. Como sea “Babel” compra cosas importadas. No es tan pobre y… tiene futuro. No como nosotros.
Si te digo que no hay misterio, no hay misterio, no accionamos. Si no accionamos, no vivimos. Si no vivimos, en realidad esto pasó y por eso el vidrio está empañado. Me ahorra descripciones que desconozco.
“Se va a acabar el mundo. Yo sé lo que les digo, se aproxima el fin del mundo”.
Estoy harto pero harto de las libertinas galas. Y al mismo tiempo no puedo dejar eso. No puedo dejarlo. Natalia golpea la puerta de la casa que alguna vez fue.
John Cage entró en la cámara anecoica, escuchó dos sonidos. Supuestamente ahí había un silencio profundo. Una suerte de Oblivion de la realidad. Sin embargo le dijo al ingeniero a cargo. “Escucho dos sonidos”. Claro, le replicó el técnico a cargo. Uno lo produce su sistema nervioso y el otro es su sangre circulando, el segundo sonaría más grave. Cage había ido a un lugar donde esperaba escuchar el silencio total y no lo encontró, intentaba anular la realidad. Entonces se dio cuenta que el silencio no existe: "Hasta que yo muera habrá sonidos. Y ellos seguirán después de mi muerte. Uno no tiene que temer sobre el futuro de la música.
El tipo no tenía que ir a Harvard para entender eso. En la mesa tenía el libro de histología. El tejido era un tema de turno. Quería salir a tomar algo de aire, y ¿qué más podía esperar en un día soleado? Hoy sí es presente. Presente diurno para algunos que toman Rescue homeopático y creen en las flores de Bach. Tengo ganas de hablar con “Babel”, los sueños de Zeppelina C. siempre eran agitados. Parecía una Valdemar india. Su respiración bajo las sábanas sostenía irregular. Si soy sincero podía quedarme meses viendo esos minutos. De todos modos el infinito es invisible a los relojes. ¿No colecciona ritmos? Solía coleccionar collares hechos con pequeños huesos.
Venía “Babel”, se acercaba desde un lejos no tan lejos. Las veredas no son nuevas. Tenía un pañuelo en la nariz. Tosía o algo parecido. Me hizo reír. No sé bien por qué. Pero no había reído en siglos y no recordaba bien cómo hacerlo. Creo que por el centro de ese lugar, pusieron un bar chico.
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