Exabrupto. Marcelo Rubio
Marcelo Rubio
Aquí mi palabra, tan
fuerte como cualquiera, aquí mi verdad, nunca única. Aquí yo, el primero, el
sin ombligo, el padre de todos, el que no conoció el arrullo materno. Yo, el
que le di nombre a las cosas, el primer expulsado, el desterrado. Aquí yo,
Adán. He padecido por siglos la humillación de ser considerado “el pecador”. ¿Cómo pude pecar si no sabía qué era eso? Pero no quiero entrar en pensamientos
baratos, cavilaciones que no ayudan a poner luz donde otros, u otro, sembraron
sombras.
La
verdad de lo sucedido, aquello que devino en expulsión, no lo han contado los
libros. Acuso, si me permiten tamaño verbo, al Creador por el silencio
cómplice, por fogonear la falsedad y no aclarar los hechos y regodearse en el
yerro que ha recorrido todas las
generaciones, repitiendo, sin verificar ni una sola vez, aquello de Eva, la
manzana y yo.
A
contar, pues, ese es mi objetivo, y ahora que tengo voz, palabra, memoria,
desgarro la telarañas del tiempo, vuelvo sobre la historia no para
historiarla ni reescribirla, sino para
exorcizarla de tanta insensatez. Me muerdo los labios para no propalar insultos
ni ser grosero.
Claro
que hubo paraíso, un sitio perfecto, días soñados, noches de gloria (jamás
nadie podría imaginarlas). Jardines multicolores todo aquello que se dijo y
más… un Dios perezoso y ausente que sólo venía de tanto en tanto con
recomendaciones y malhumor de un viejo caprichoso. Nos sentaba en una roca y
hablaba sin parar, sin detenerse, se auto elogiaba y se ponía como ejemplo de
todo. Nos aburría. Y sigo masticando insultos para no ofrecerlos.
Con
Eva fuimos aprendiendo todo juntos, descubriendo, haciendo esfuerzos para no
olvidar. Inventamos, creamos, en tanto tiempo libre necesitábamos más que
caminar y dar nombres a las cosas. Organizamos juegos, por un tiempo la
escondida fue nuestro ludo favorito, luego ocupo ese lugar el ta te ti. Cuando
encontramos el entretenimiento ideal, todo cambió.
Al
nuevo juego le pusimos por nombre, “Futbol”, ya teníamos, por cierto, una
influencia anglófila. Me detengo un momento, yo propuse llamarlo “Fulbo” pero
ella dijo que una “T” y pasar la “L” al final de la palabra, le darían más
encanto. Con seguridad que no se equivocó.
La pelota la hicimos con
el estómago de una vaca al que Eva secó al sol por unos días. Lo rellenamos con
pasto seco y cerramos cosiéndolo con lianas. No era fácil dominar esa esfera,
saltaba en forma imperfecta y rodaba muy irregular, pero eso era lo bueno, nos
obligaba a ser hábiles, precisos.
Para
diferenciarnos en el juego nos pintábamos los cuerpos con barro. Yo me dibujaba
rayas verticales y ella, horizontales. Cuando el creador nos veía así, se irritaba.
-Mugrientos – nos gritaba – No sé qué tienen en la
cabeza.
No respondíamos, cada uno
amaba sus rayas, todavía no podíamos decir eso de “Amor a la camiseta”. Corríamos
pateando aquella pelota alocada, no recuerdo bien cuándo inventamos el “Metegol
entra”. Ubicamos el arco entre el árbol Manzano y el Abedul. Nos gritábamos los
goles en la cara, festejábamos los tantos con piruetas y celebrábamos las
atajadas con sacudidas de brazos. A veces cuando veíamos que el otro se enojaba
por los festejos, decidíamos celebrar sin gestos. Dios se quejaba de los
gritos. Tanto le molestaba la diversión que un día dijo:
-Ojo con pegarle un pelotazo al Manzano. Si lo
rompen se acaba todo.
Y así
sucedió, era un atardecer fresco, ella no quería seguir jugando, yo insistí por
desempatar el desafío. Estábamos 3 a 3. Último tiro, Eva al arco. Tomé carrera, le pegué con alma y vida, no
voy a mentir. La agarré de lleno. Le acerté al tronco del Manzano, lo partí al
medio. El resto fue la expulsión y cuando estábamos fuera del edén, me di
vuelta y grité.
-¡Barba, la pelota!
Un
minuto después cayó del cielo el balón, el muy puto lo había cortado al medio,
con un cuchillo.
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