La sociedad. Carolina Diez


       



Carolina Diez

Ilustraciones: Florencia Garat  

Formaba parte de la Sociedad hacía muy poco tiempo. Admito que no comprendía del todo las ideas de la organización pero la ferviente atracción y una vehemente curiosidad me mantuvieron en mi silla durante los tres meses en los que acudí a las reuniones. Ojalá hubiesen sido menos. Uno no conoce las estrategias que tiene el porvenir para decirnos ciertas cosas, una es humana.
 
En las primeras veladas ceremoniales a las que me convocaron bailé con Gabrielle, la que fuera el cerebro femenino de la Sociedad, pues, según la Teoría, hombre y mujer son dos lados de la misma entidad, considerados de un mismo nivel y capacidad, por lo que siempre debía haber participación de ambos, aunque ésta era una condición más difícil de ser aceptada entre las mujeres. Cuento estos detalles, a pesar de ser mujer, porque el género femenino no debe malinterpretar este papel asignado, simplemente, se trata de la realidad a la que se refiere la Teoría y tiene mucho más de positivo que de negativo, lo cual no existe, según dicha Teoría, más que en nosotros mismos (le llaman Mekaki).
 
En definitiva, bailé con Gabrielle en una de las cenas improvisadas por el grupo. Siempre me había atraído su silencioso y sabio porte. Dentro del Espiral no había posibilidad; la idea concebida del amor nos desechaba entre nosotros mismos como posibles destinatarios de afecto. Solo podíamos abordar la idea de familia con individuos externos al Espiral, si es que lográbamos hacerlo. Ella me atraía. El problema era con Él, con la atracción que también Él ejercía, el absoluto falso ideal, poseyendo todo lo que se pudiera buscar en un hombre, todo lo que yo habría podido buscar en uno. No malinterpreten la expresión: según la Teoría, hombre y mujer son atraídos por ambos géneros por igual, aunque la distinción fallida de sexos complica con prejuicios bárbaros esta simplicidad. En definitiva, mi ser más sentimental - por llamarlo de alguna manera- se sentía en el centro de estas dos personalidades que, cabe
aclarar, producían el mismo efecto entre todos y cada uno de los miembros de la Sociedad. Esto resultaba más que obvio para quien lo mirara desde, por ejemplo, mi posición de afiliada reciente, pero parece increíble pensar que ellos no sospecharan siquiera que esto podía estarles sucediendo. Realmente creían que la Teoría per se lograba tanta fascinación en los demás miembros como en ellos mismos. Eran tan ingenuos, a pesar de la grandeza de sus espíritus, como para pensar que quienes los rodeaban tenían la misma visión de las cosas, pero no todos estamos más allá del bien y del mal. Bailé con Gabrielle esa noche y su perfume a piel limpia me embriagó. Deseaba que me susurrase con su elocuencia una a una todas las palabras que había dicho en la última reunión, quería que me describiera el aspecto que el cielo debía de tener ahora detrás del techo infame que nos apartaba de él. Deseaba que riera, o respirara un poco más fuerte, aunque sea. Deseaba oírla para grabar en mi memoria sus sonidos, en un cassette diminuto y secreto, en el fondo de mí ser.
 
Pero no hubo mucho tiempo para nosotras, me besó en la mejilla y se fue hacia el baño. Quise correrla pero no era un comportamiento digno de un miembro de la Sociedad, así que la seguí con la mirada mientras encendía el cigarrillo que alguien me convidaba. Gabrielle tenía la astuta costumbre de huir en los momentos que más requerían su presencia. Esto, por supuesto, sucedía en los casos en que se tratara de algo que a ella mucho no le interesaba, nunca con asuntos relacionados a la Sociedad. En esos casos, era la única que permanecía hasta el final de toda discusión y la que se llevaba la última palabra en su lista de triunfos. La Sociedad representaba para ella la única razón para entablar discusiones, diálogos o hasta para escribir poesía. Esa noche me sentí poca cosa para ella y eso, a pesar de ser un dato que ya conocía de antemano y el cual no resultaba del todo ofensivo -dada la magnitud de su persona-, me provocó una creciente depresión y la necesidad de autodestruir algo de mí misma. Entonces, apareció Carlos en la noche fría y descorazonada. Me tendió un cigarrillo y tardé en verlo a mi lado. Me ofrecía el fuego de su encendedor y el calor de su sonrisa encantadora. Tenía la costumbre, si no era la obligación, de consolar a aquellos miembros que veían rotas sus esperanzas con ella, con La Mujer. Era bueno en su trabajo, eso lo descubrí más tarde. Carlos era un amante experto y un orador de primera categoría. Me arremolinó en su consuelo durante el resto de esa noche, me llevó a dormir entre sus brazos, en su propia cama, y hasta me hizo sentir adorada. Al día siguiente, el contacto se limitó a un “Hora de irnos”, pero siempre terminaría en eso.
 
Por fortuna, puedo decir que no terminó del todo. No tengo el ego elevado pero reconozco cuando impresiono a alguien. A Carlos lo impresioné. Y me amó a partir de ese día. No me di cuenta de que esta situación podría complicar mi participación en la Sociedad, pero si lo hubiese sabido, tampoco habría hecho nada para modificar las cosas. A veces, retroceder solo empeora la realidad y te hace más cobarde. Eso lo había aprendido mucho antes de conocer a Carlos. Pero él era el cielo, sus brazos cubrían mi cuerpo - minúsculo a su lado- y me susurraba largos discursos mirándome a los ojos. Tenía convicción, por eso lo habían elegido tiempo atrás como el vocero de la Sociedad. Su estrecha relación -sobre la que nunca tuve mucha información y  no me interesaba tenerla- con Gabrielle y Él, desconocido, inaccesible, se había afianzado en los últimos tiempos y era el único de los miembros invitado a los debates secretos entre los dos pensantes, una especie de testigo mediador y registro de lo discutido, una mano derecha de ambos cuerpos a la vez. Pero ahora estaba yo y eso entorpecía todo. El ser humano se inutiliza cuando forma parte de una relación que conlleva el más mínimo sentimiento, sobre todo al principio. Así que -había entendido sin que tuvieran que informármelo- debía retirarme. Sin embargo me resultaba impensable. Mi atracción por Gabrielle crecía día a día y ella lo registraba continuamente con el rabillo del ojo. Carlos era el paraíso resumido en un abrazo, pero Ella era letal y prohibida y ajena. Era lo que quería desde siempre, por eso no podía creer del todo lo que pasó en el baño de la cena del mes siguiente.
 
Carlos me balanceaba en sus brazos como a una niña muy frágil y me besaba el cuello. Yo lo tocaba -en nuestros bailes se permite el contacto íntimo, siempre con vestimenta, pues nadie tiene por qué soportar la desnudez ajena- y gemía en su oído. Por una suerte de inercia fui hasta el baño. Mientras el espejo me devolvía un rostro perdido, la puerta se abrió y su figura se posó detrás. En el reflejo, vi el rostro de mujer que más amaba en el mundo y no dije nada. Me voltee y se acercó en silencio. Nos besamos y sentí su presencia en todo mi cuerpo, desesperada y enferma. Al salir, las miradas no necesitaron enfocarse en nosotras para perseguirnos. La Sociedad se estaba derrumbando y se olía el polvillo en el aire. Así de frágil era todo. Los ojos de Carlos habitados por la ira no me miraron hasta que entramos a mi casa. Una vez allí, me hizo el amor dulcemente, como siempre, y se durmió abrazándome.
 
Al día siguiente no hubo reunión. Ni durante toda la semana. Nunca más volví a ver a Carlos. La última vez que fui a buscarlo un grupo de personas llevaban muebles nuevos al departamento. A Gabrielle la vi de lejos una vez, o me pareció verla, en un mercado de los suburbios, atendiendo el sector de panadería. No sé si me vio y yo apenas la reconocí, su rostro estaba lleno de moretones y cortes, sus ojos apagados. Ayer leí en el diario que la familia de Carlos reclama por el asesinato impune de su hijo, sospechan la existencia de una agrupación secreta. Acaban de hablarme de la Sociedad para decirme que la nueva Mujer soy yo. Él me lo dijo y su voz es encantadora.


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