Heliotropo. Alejandro Leibowich


Foto: Vera Demchenko


Alejandro Leibowich


Entonces viró sin retorno. Con esa conducta de adepta a las nutrias de fuego. Esas de las llamas. Con lo más yermo de sus palmas las apunto desnudas al cielo. Cuando estas estaban alineadas con las estrellas del cuenco de sus palmas bebía agua. La constelación mágica, la más secreta no tenía nombre, y tal vez no merecía ser pensada. Si es que alguien sabe pensar nacía de unas arterias invisibles sobre su piel. Sólo se podía culpar al merodeante ígneo. La puerta chirriaba cuando le expliqué que yo había escuchado la grabación. Estaba en un viejo mp4, de los que ya no se usan. Encontrada en algún bolsillo olvidado de alguna persona que ya no existe. En un lugar olvidable. Igual ¿esto acaso importa? De las tinieblas de la más luz correrán diademas. 


Leía el castillo por vez número quien sabe. Son tantas habitaciones y la luz, que se escurre, nos funde o nos derrite. Y suenan blues y spirituals. Pero cuando algo le interesa no hay número de lecturas ni número de palabras. Menos número de deseos. Todos los fracasos es una palabra más breve que impotencia. Y las miserias puede ser la oración más larga sin tildes.

La esfinge dormía cual cornamusa de azufres velados. Las guerras ya no existen, entonces ¿qué avisar? “No podrás perder tu rostro, incluso aunque lo deseen me dijo la curandera. Tendré que aprender del nuevo mundo. De las fronteras que hicieron en mi mente. Las paredes, ¿y que no las vez? Siempre estás con lo tuyo. Yo también corro en esta carrera”. Los espejos reptan por la muchedumbre. Reflejan los más osados silencios, los más fuertes y pesados. Los más verdades, ¿las sombras más cobardes?


La actriz estaba en un unipersonal en el escenario. Sólo llevaba una bata blanca. (No me agrada demasiado el tono de blanco, dado que me cuesta creerle, no creo en la pureza). Pude notar que había una copa, un cáliz vacío en un rincón. Detrás una cortina que tal vez llevaba siglos ahí colgada. Eso parecía. Extraño lo que es extrañar porque en cierta forma estoy sedado, arrastro palabras. Sobre todo las s. Y aunque no las diga. Y ella habló, (monologó mucho y no recuerdo palabra). El público éramos. En un momento decidió desvestirse. Tal vez harta de tanta vértebra social. Obviamente las cosas sin sostén, sin algo que las retenga, caen. La cadencia es inevitable. Las virtudes cardinales estaban en huelga. Las intensidades discutían los afectos, las tonalidades, y el carácter. Ella se acercó a la copa. O tal vez fue al revés. sèver la fue el espejo. ¿Te ves?


Nadie puede aseverar realmente si eso pasó, pero ella estaba convencida. Como espectador tampoco lo recuerdo bien. Para mí, ahí no había nada. 


-Me pasó, me pasó, del cáliz empezó a brotar sangre.


La pureza representada por lo níveo de su vestimenta se tildó de rojo. Bien acento. Primero y tercero. Eligen muchos rojos cuando actúan (también me lo contó). Hay rojo herida leve, hay rojo se cuajó lo visceral, hay rojo profundo, cuchilla de la muerte. Si yo dijese que vi lo mismo que ella dice que vio estaría mintiendo. En realidad no importa cuál rojo fue. La culpa no me interesa, sólo sus hechos.


-Yo también te voy a responder. Uno de mis más allegados alguna vez hace mucho y que conste que detesto las bicicletas, tenía una para él y su novia. Necesitaba cuatro pedales. Ignoro la razón. Natalia se llamaba, era muy lista pero la quería lejos. Una vez como no tenía dinero me quise hacer una bicimoto. En realidad quería una moto, una económica. Vi un modelo antiguo en revistas que ya no existen. Fui a la casa de un inventor y todo. Trabajaba de matricero y estaba medio sordo. Pero a mí me oía…


-Yo lo vi, me pasó. 


-íbamos en el auto. Casi un Dogde, verde hiedra. Yo era chico, el sujeto muy amable, con unos ojos muy claros miraba el asiento trasero, ahí estaba yo. Y decía: “No fue un bache, es que se me mueven los gusanitos”, (se reía con voz de fuelle viejo). Pasabamos un lomo de burro o bache, en ese momento. La palanca de freno debería tener la cinta quemada, o anulada. Estaba puesta.


-... Nada está fijo.


-El coche andaba. La forma en que decía esa suerte de epitafio tuvo fecha a las dos semanas. Una de sus nietas iba conmigo al secundario. La misma aula. Me enteré que era compañera de estudios o vagancia en ese momento. “Porque ese tipo hizo mucho dinero vendiendo patentes, y nadie sabe dónde quedó. No era alcohólico, no frecuentaba prostíbulos, no se le conocían vicios. Su taller estaba lleno de latas de dulce de batata vacías. Ese parecía ser su único vicio. Me decía: ¿querés fabricarte unas pesas, llevate dos de esas latas, serán unos ocho... diez kilos? ¿No tenes donde guardar tus ahorros? Yo te presto las latas, nadie te va a tocar un centavo”. Tenía un ayudante de oficio, que sí escuchaba bien, al menos por esa época. Al lado había una carnicería. Entre el carnicero y él alimentaban a los gatos de la calle. Le tiraban carne cruda. También tenía un perro preferido. Y escuchar eso me gustó más. No suelo llevarme bien con los gatos. Cuando el perro murió no salió de su habitación de su casa de las afueras de la ciudad por dos semanas. Ahí entendí lo que era querer a un perro o creí al menos entender. 


Por la calle Valencia caminaba como zombie. Tenía un recuerdo cual sepulcro. Pero de la menos que cual querencia mundana sabemos bien cómo es la cosa. Pasé por un bar en que sonaba los dos Pedros y la orquesta de Francini - Pontier. Ya sé, vos ni idea. No importa. El lugar o yo estábamos mal.


-Que usted escribe poesía para deformar el sentido. Que bien conoce, pero lo evade. Para resquebrajar conciencias de nueces huecas mi viejo me perseguía por la casa con cadenas. Me escapé. En el fragor de la coherencia se puede perder cierto efecto. Entonces cambian de lugar las piezas del rompecabezas. Y siempre son las justas. No importa el ángulo, la raíz ni los hexámetros pluscuamperfectos. Usted percibe por eso, por una suerte de autoengaño que a la vez autoengaña a otros. Su buitre domesticado nunca comió hígado. Ni prometeos ni biyuya. No tiene noticias de carreras de tortugas. Ni de parrafadas de ebrios. Ebrios como yo. Mire mi jarra. - me dijo y te dijo, porque vos no estabas


Arrojó monedas, que bebía. La más cobre era la más oscura, se quemaba. El ácido salía de sus vísceras y le alertaba sobre el cobre (que es oro falso). Su diente tullido se colmaba de restos de comida.  


El tres fue el número perfecto de este círculo cerrado, dicen que dijo Maffia alguna vez. Tan planchado de emoción, tan Buster Keaton en eso. Y sonaba. Era una bestia de talento como sonaba. Ni sonreía. 


-... Borges una vez contó que se “curó” del insomnio escribiendo sobre él.


-Ojalá se pudiera uno curar de la muerte escribiendo sobre ella. Lindo sería, ¿no? Es por acá, y este es el jardín.  


-El otro día leí algo de Lugones algunos cuentos suyos me gustan.


-Ah, bueno, pero en su caso no. Ese tiene la culpa de su muerte por la tinta que usaba para firmar los suicidios.


-Jajaja. Puede ser. Esos son heliotropos, allá por cerca de esa pared. Si no te da el sol los vas a ver.











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