Aquella mirada. Jordi Rocandio Clua


Irene Jacob. La doble vida de Verónica


Jordi Rocandio Clua 

Faltaban dos minutos para que llegase el metro. Como cada mañana me encontraba en la parada de Urgell en la línea uno. Se la conocía mejor como la línea roja. Así había sido desde siempre, desde que me subí por primera vez a uno de aquellos antiguos vagones de los años ochenta cogido de la mano de mi madre.

Ahora, muchos años después, las instalaciones se habían modernizado y daba gusto desplazarse por la ciudad.

Cincuenta y tres segundos. Estaba un poco nervioso. El motivo era aquella mirada. Una mirada fugaz, pero que no dejábamos escapar ni un solo día.

Era preciosa, sabía que algún día tendría que dar el paso de acercarme y preguntarle su nombre, pero era tan difícil.

El metro llegó y subí en el mismo vagón de siempre. Tuve la suerte de sentarme hacia la dirección donde sabía que ella estaría esperando mi llegada. Allí estaba, leyendo su libro como cada mañana.

El ritual era el mismo todos los días. Ella seguía leyendo hasta la siguiente parada, Rocafort, sabía que me gustaba mirarla mientras leía. A continuación, cerraba el libro y entonces se giraba hacia mí. Solo disponíamos de los escasos minutos que nos separaban de la parada de Hostafrancs, su destino, donde bajaba tras dedicarme una última mirada que acompañaba de una sonrisa que me hipnotizaba y me dejaba indefenso.

Se levantó y se acercó a la puerta, treinta segundos nos separaban de la soledad que nos acompañaría hasta la mañana siguiente.

Y llegó la mirada. Y llegó la sonrisa, una sonrisa que no era la de siempre, era más melancólica, más triste. Las puertas del vagón se abrieron y salió al andén.

Entonces, una mujer que corría para subir al metro chocó con ella y la tiró al suelo. La carpeta que llevaba en la mano se le escapó y decenas de papeles se desparramaron por el andén.

Me levanté rápidamente y salí del vagón justo en el momento en el que se cerraban las puertas. La manga de mi chaqueta se quedó atrapada, pero por suerte la pude recuperar.

Me agaché junto a ella y le ayudé a recoger los papeles. No se había dado cuenta de quién la estaba ayudando. Noté como unas lágrimas recorrían su suave mejilla.

Cuando alzó la vista para recoger los papeles que aquel hombre le había ayudado a recoger, me vio. Se quedó paralizada. Entonces, en un movimiento que no me esperaba para nada, me abrazó.

Fue un abrazo sincero, dulce, como el reencuentro con un viejo amigo.

—¿Por qué lloras? —le pregunté.

—Mañana empiezo a trabajar en otro sitio y ya no volveré a coger la línea roja. Temía no volver a verte.

—Pues tendremos que agradecer a esa maleducada mujer el golpe que te ha dado. No te ha pedido ni perdón. Por cierto, me llamo Jordi.

—Y yo Alida. ¿Sabes una cosa? Creo que la perdono. Muchas gracias por salir a ayudarme. Ahora llegarás tarde al trabajo.

—No te preocupes. Nada va a estropear este momento. Además, no se lo digas a nadie, pero soy el jefe. No creo que me digan nada si llego un poco tarde. —los dos se rieron a placer. —¿Me darías tu número de teléfono? Me encantaría poder invitarte a un café algún día.

—Nada me gustaría más.

Se levantaron y se despidieron con un beso en la mejilla. Ella, hacia su último día de trabajo. Él, a la espera del siguiente tren.

Una dulce historia de amor acababa de empezar.


Estación Urgell. Barcelona

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