Voces de un psicópata. Jordi Rocandio Clua
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Shutter Island. Foto: Ben Kingsley |
Jordi Rocandio Clua
Había conducido varias horas hasta llegar a su destino, minutos de soledad
que le habían servido para ordenar sus pensamientos. La tarea que tenía por delante no era sencilla, no era algo con lo que disfrutara, pero
era consciente de que era la única manera de
acercarse a comprender, aunque fuera rozando la superficie, los motivos por lo
que esas personas eran empujadas a cometer esos actos tan atroces.
Ron Carney se había doctorado en Medicina y Psicología, influenciado
por su padre, un veterano inspector de homicidios de la policía de Madison, ingresó en el FBI, convirtiéndose en poco tiempo en uno de los mayores expertos
con los que contaba la Unidad de Análisis de la
Conducta.
Llevaba más de diez años trabajando en esa unidad y había visto de todo. A pesar de lo que se decía en las películas y series de televisión, la UAC no solo se centraba en el estudio
de la conducta de los asesinos en serie, no. Su labor era mucho más compleja, puesto que trabajaban en campos tan diversos como las
extorsiones, las amenazas, la corrupción y el porte y uso de aparatos
explosivos. Eso les llevaba a viajar a infinidad de lugares, ya que eran
requeridos por entes locales, estatales, federales e internacionales. La
experiencia atesorada y la resolución exitosa de ciertos casos de extrema
dificultad, le habían alzado a una posición muy ventajosa para el objetivo que lo había llevado a entrar en esa unidad: obtener recursos ilimitados para
comprender la mentalidad de unos asesinos en serie muy concretos.
Tras varios minutos, giró la llave del contacto y el estridente ruido del motor del Charger se
apagó. Miró
por la ventanilla y un escalofrío le recorrió
el cuerpo. El aparcamiento del hospital psiquiátrico estaba cubierto por un manto blanco. La ventisca le había acompañado durante la gran mayoría del trayecto,
pero era en ese momento, cuando tenía que cruzar
los pocos metros que lo separaban de la puerta principal, cuando se dio cuenta
de que lo que sentía no era frío, sino un terror más profundo y oscuro que la boca de un lobo.
Ron bajó del vehículo y anduvo hasta la entrada con los nervios a flor de piel. Siempre
había respetado y temido por igual a ese tipo de asesinos por la
complejidad de sus argumentos. Para otros resultaban simples pretextos para
enmascarar la violencia que escondían esas
personas, pero Ron creía que había algo detrás de esas matanzas sin sentido, algo oscuro y malvado que los empujaba
a ese estado de locura. Se trataba ni más ni menos del
conjunto de criminales que achacaban sus actos a las voces que oían en el interior de sus cabezas, a las voces que les ordenaban
cometer una serie de crímenes sin sentido que los llevaban a unos extremos de crueldad sin
igual.
Necesitaba comprender, escuchar de
viva voz el proceso que los llevaba a actuar. Y por eso estaba allí,
congelado y aterrado, para entrevistarse con uno de esos asesinos en serie. El
sujeto se llamaba Luken Malkovich, había sido una de
sus primeras detenciones dentro de la UAC, si no recordaba mal, de eso hacía ya ocho años.
Desde el primer momento quedó fascinado por ese tipo de casos. Luken había sido su primera detención, pero no era el único asesino que pretendía evadir su
responsabilidad culpando a las voces de su interior. Desde entonces y, de
manera extraoficial, había ido siguiendo y estudiando ese tipo de mentes, reuniendo una larga
lista de sujetos. De hecho, había tantos casos que Ron
solicitó un permiso especial a su superior para que le permitiera estudiarlos.
Se lo concedieron.
Entró en el hospital sin
perder más tiempo y se dirigió a la recepción. Una señora de color, entrada en carnes y
con cara de pocos amigos le dijo que se sentara unos minutos en la sala de
espera hasta que el director llegara para atenderle. Abrió la carpeta con el informe de Malkovich y le echó un último vistazo. Nada en el historial de ese hombre hacía pensar que acabaría trastornado de esa
manera, pero así
había sido y necesitaba saber el por qué. Los otros casos eran muy similares y seguían las mismas pautas. No podía ser casualidad.
–¿Señor Carney?
Ron alzó la mirada de los
papeles. El director del hospital, el doctor Fritz, lo miraba con gesto serio,
no le gustaban ese tipo de visitas que importunaban las estrictas rutinas del
complejo. Ron había coincido con él
en varias ocasiones y cada vez le resultaba más
desagradable, tal vez la prominente barriga, el sudor que perlaba siempre su
cara y la papaba abultada contribuían a ello. Para
empeorar las cosas, su carácter huraño
y un ego que alcanzaba las oscuras nubes de la zona no ayudaba a sentirse cómodo
en su presencia.
–Hola, doctor Fritz. Un placer volver a coincidir con usted.
–Sígame –fue la escueta respuesta del director.
Avanzaron por un oscuro pasillo
vagamente iluminado por unos fríos e insuficientes
fluorescentes. Pasaron de largo varios despachos administrativos hasta alcanzar
la última puerta. El doctor Fritz la abrió con
brusquedad, entró
en el despacho y se sentó en su silla sin invitar a su visitante a hacer lo propio. Ron ignoró los malos modales y se sentó en una de las
butacas.
–Voy a ser sincero con usted, agente, no me gusta su visita.
–No creo que su opinión importe lo más mínimo, doctor.
–No olvide que soy el director de esta institución y que lo puedo
expulsar en cualquier momento.
Ron esbozó una sonrisa ante las desagradables palabras del doctor, abrió el
maletín y deslizó
un papel sobre la mesa. El director lo miró como si se tratara de un virus.
–¿Qué se supone que es eso?
Ron lo miró a los ojos, no dijo nada. Al cabo de un minuto, el director deslizó una grasienta mano para coger el documento. Lo leyó, su rostro se agrió todavía
más.
–¿Decía? –preguntó Ron.
–Ya sabe las normas. Un pequeño desliz y no habrá documento que pueda evitar que lo eche a patadas de aquí.
–No siga por ese camino, doctor. Todos estamos en el mismo bando –sonrió
de nuevo Ron mientras se levantaba de la silla –¿Vamos?
–No conseguirá
nada de él,
otros lo han intentado y han fracasado.
–Entonces no sé por
qué pone tantos impedimentos, ¿no quiere que entendamos su mente?
–Lo que no quiero es que molesten a mis pacientes, ¿sabe usted el
tiempo que hemos necesitado para llegar a controlarlo?
–¿Sabe usted cuántas personas ya no tienen ningún tipo de
tiempo por culpa de individuos como él?
Si hay una mínima oportunidad de evitar futuras muertes, me verá aquí
tantas veces como sean necesarias.
El doctor sopesó si responder o no al agente, pero declinó la
idea. No estaba acostumbrado a que se le enfrentaran de esa manera y no le
estaba gustando nada.
–Le llevaré a
la sala de visitas. Le traerán al señor Malkovich
en unos minutos.
–Muchas gracias, doctor.
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Shutter Island. Foto: Max Von Sydow |
El director del hospital psiquiátrico llamó
a un par de celadores por el intercomunicador y, a
continuación, se levantó
de la silla y se dirigió a la salida. Ron lo siguió por los oscuros
pasillos del centro hasta unas escaleras que bajaban a un subterráneo
más lúgubre todavía. Caminaron unos veinte metros hasta la puerta de una sala, el
director la abrió
y entraron sin haber pronunciado ni una sola palabra
en todo el trayecto. La denominada sala de visitas no era más que un sucio recinto con una mesa y dos sillas, una a cada lado,
ancladas al suelo para más seguridad. En la parte superior de la mesa había una barra de hierro con unas esposas para inmovilizar a los
enfermos. En la pared del fondo había otra puerta,
por donde aparecería la persona que venía a entrevistar.
–Espere aquí, en unos minutos llegará Luken Malkovich.
Ron asintió y se dejó
caer en la silla mientras el director abandonaba la
sala. Dejó el maletín en el suelo, lo abrió y sacó el informe de Luken y siguió repasando
algunos aspectos. No podía
más que estremecerse al leer el historial delictivo de
ese hombre y el dolor que había causado a las
familias de sus víctimas, de los que seguían con vida,
claro.
Se
oyó un clic y la puerta se abrió. Aparecieron dos
celadores vestidos de blanco y Luken Malkovich, con un uniforme sucio, lleno de
manchas de comida y de un color amarillo bastante asqueroso.
Se acercaron a la silla, hicieron
sentar al interno, lo esposaron a la barra de hierro y abandonaron la sala de
visitas. Ron miró
a la cámara de
seguridad de la esquina del techo, sabía que el
director no perdería detalle de la entrevista. No estaba solo.
Luken lo miraba serio, aburrido,
sin maldad, como si aquello fuera un trámite más en su aburrida vida.
–Hola, señor Malkovich.
–Agente Carney, un placer volver a verle. Ha pasado mucho tiempo desde
que nos vimos por última vez, ¿se acuerda de aquel juzgado?
–Me acuerdo, claro que me acuerdo. Una lástima
que acabara allí,
señor Malkovich. Veo que las condiciones de este
centro dejan mucho que desear –dijo mirando a la cámara.
–Sí, ya ve que aquí
nos tratan de maravilla.
–Creo que este lugar necesita una inspección a
fondo. Daré parte, no se preocupe.
El director Fritz se removió en la silla de su despacho mientras maldecía en voz baja.
–Muchas gracias por el detalle, aunque hayamos hecho cosas espantosas,
no dejamos de ser personas. A algunos se les olvida.
–Entiendo.
–¿A
qué has venido, Ron? creo
que será más
fácil para ambos si nos tuteamos.
–Por supuesto.
–Bueno, tú
dirás. Mis declaraciones están en esos papeles, no tengo mucho que aportar sin que me traten de
loco.
–¿Tú te definirías
como un loco?
–No importa lo que yo piense, Ron. El problema lo tenéis vosotros. Cuando algo escapa a vuestra comprensión,
lo más fácil es ignorarlo y encerrarnos en estos lujosos centros psiquiátricos.
–Sí, bueno. Hay gente con la mente muy cerrada –dijo Ron intentando que Luken lo percibiera de otra manera.
–Ha pasado siempre, en el fondo no es culpa de nadie, la humanidad es
así.
–¿A
qué te refieres?
–Durante siglos se ha rechazado lo incomprensible. Miles de personas han acabado en la hoguera por cuestionar los preceptos de la época, hablo de acusaciones de brujería, magia negra, posesiones demoníacas, herejes,
blasfemos… Podría hablarte de cientos de casos que amenazaron los postulados vigentes
en sus tiempos por el mero hecho de aportar datos científicos, estudios sobre la biología humana,
cuestionar que la tierra no era plana, que no éramos el centro del universo o que el Sol no giraba alrededor de la
Tierra.
–¿A dónde quieres llegar, Luken?
–A mi propia historia, Ron. Habrás leído mis declaraciones, la voz en mi cabeza, ese impulso irrefrenable
que me obligó
a hacer lo que hice. Pero a nadie le importó, nadie
se interesó
por mí o por los otros
internos que han sufrido su propio tormento. Si viviese en otra época, habría ardido en la
hoguera como los demás, sin embargo, aquí estoy, en mi propio
infierno.
–Lo he leído. Por eso estoy aquí.
Luken Malkovich levantó la mirada de la
mesa y encaró
la del agente que lo había llevado ante la justicia. Un silencio tenso invadió la
sala.
–¿Por eso estás
aquí? Explícate.
–Me han concedido un permiso especial para dedicarme a un estudio que
tengo pendiente desde hace años.
–Un estudio, ya veo. No me harás pasar otro
test, ¿verdad?
–No, Luken, no se trata de eso. Verás, como te he
dicho, he leído el informe de tu caso y el de otros internos que alegaron lo mismo
que tú para defenderse.
–Las voces en nuestra cabeza.
–Correcto. No creo en las casualidades, Luken, creo que hay algo oscuro
en vuestras historias, algo cierto, no lo sé, necesito entender, que te abras a mí y
me expliques con todo lujo de detalles a qué voces os referís. Siempre que alguien os ha preguntado sobre ello lo ha hecho desde
la ignorancia y desde la más absoluta falta de
respeto hacia vosotros, como tú mismo dices, tratándote como a un loco. Te pido que me hables de ello, dame algo en lo
que agarrarme para poder justificar tus actos.
–No puedo, no creo que sea buena idea.
–¿Qué puedes perder? –preguntó Ron mostrando la sala donde se encontraban.
–No lo entenderías.
–Prueba, arriésgate.
–No es tan sencillo, vendría a por mí.
–¿Quién?
–No puedo hablar.
–Entonces no te puedo ayudar. Y si no te ayudo yo, nadie lo hará.
Luken miraba con intensidad las
esposas que le aprisionaban las muñecas. Ron permanecía en silencio, ya que intuía que estaba
teniendo una batalla interna.
–Está bien, pero con una condición innegociable.
–¿De qué se trata?
Luken hizo un gesto hacia la cámara
de vigilancia.
–Privacidad, tú
y yo, sin registros de ningún
tipo.
Ron se levantó y se dirigió
a la salida.
–Vuelvo en unos minutos.
Luken se quedó a solas, ensimismado en sus pensamientos. Lo que iba a hacer incumplía estrictas normas impuestas, pero le daba igual. Vivir en esas
condiciones había dejado de tener sentido. Una vez cumplida su macabra misión, la voz
se había retirado y su mente se había calmado, sin
embargo, sufría terribles pesadillas donde sus víctimas lo
perseguían sin descanso. Toda esa locura tenía
que llegar a su fin.
La puerta de la sala se abrió, Ron Carney entró
y se sentó delante de
Luken.
–Esperaremos hasta que el piloto rojo se apague.
–¿El director ha accedido?
–Sí.
En ese momento, la cámara se apagó.
–¿Qué le ha pedido a cambio? ese hombre no regala nada si
no saca un beneficio.
–Le he prometido que le daré una copia de la transcripción de esta conversación.
–No puede hacerlo, no hablaré.
–No te preocupes, Luken. No pienso anotar nada, esto es entre tú y yo. No pienso decirle nada a ese imbécil de Fritz.
–De acuerdo, entonces. Lo que te voy a explicar no es fácil
de digerir, mantén la mente abierta
porque es la verdad, muchos creen que lo que diga un delincuente no tiene
valor, pero te aseguro que esto es tal cual lo cuento. No gano nada mintiendo,
ya no tengo miedo, ya no.
Luken
alzó la mirada y la fijó durante
un minuto en algún punto de la sucia pared.
–Adelante, estoy preparado –dijo Ron.
–Sí, perdona. Era un día de mediados de Abril, me acordaré toda la vida, hacía unos minutos que había salido de la oficina y me dirigía a un restaurante cercano
para almorzar. Era una mañana muy bonita, yo
estaba contento con un par de negocios que habían
salido bien y le daba vueltas a un par de llamadas que tenía que hacer cuando volviese a la oficina, no sé, lo normal en mi día a día.
Llegué a un semáforo y esperé pacientemente
a que se pusiera en verde para pasar. Empezó la cuenta atrás y los peatones nos preparábamos para
cruzar cuando una motocicleta, apurando más de la cuenta,
pasó por delante nuestro a gran velocidad. Igual iba despistado o quería saltarse el semáforo porque tenía prisa, la cuestión es que tuvo la mala suerte de que un camión
arrancara antes de tiempo. El choque fue inevitable. Y como ocurre en estos
casos, al camión no le sucedió nada, pero el
motorista, madre mía, lo tendrías que haber visto. Se empotró contra la
cabina y cayó
al suelo como un muñeco
de trapo.
–¡Qué horror! –exclamó Ron.
–Sí
que lo fue. Varios testigos llamaron a las
autoridades, que no tardaron en llegar. Yo me retiré a un banco que había cerca de allí a descansar, había quedado impactado por el suceso y no me encontraba bien. Recuerdo
que tenía los codos apoyados en las rodillas y las manos en la cabeza, estaba
mirando al suelo, resoplando, intentando recuperar el aliento, cuando una
sombra cruzó
por encima de mí. Me chocó bastante porque hacía un día
muy soleado y no había nubes por ninguna parte. Alcé la mirada, pero no vi nada. Entonces giré la cabeza hacia donde estaba el accidente y la vi.
Luken
tragó saliva, una gota de sudor resbaló por su frente.
–Continúa, por favor –le espoleó
Ron. –¿Qué viste?
–Había una especie de vapor negro que ocupaba una superficie muy amplia, se
movía con rapidez de un lado a otro hasta que, de repente, se paró encima del cuerpo del motorista. No podía
creer lo que estaba viendo, aquella cosa era una figura enorme, negra como el
carbón, llevaba una capa con capucha que hacía imposible ver
su rostro y…
Llevaba una guadaña, Ron. Los mitos populares tenían razón, existe y no tiene otro propósito que buscar almas para llevarse al
más allá.
–La muerte –susurró Ron.
–Exacto, vi a la muerte. Yo no salía de mi asombro, pude ver a la perfección como extendía una mano negra y el alma de aquel pobre chico se elevaba y se
introducía en la capa de aquel ser maligno. Y cuando parecía que iba a seguir su camino, se detuvo, se giró hacia mí
y me miró.
–¿Te miró?
–Sí, me vio. Se quedó quieta durante unos
segundos que a mí
me parecieron años, y entonces se acercó al banco y se sentó a mi lado.
–¿Me estás diciendo que la voz de tu cabeza es la muerte?
–Exacto, pero no te adelantes, necesitas comprender. Una vez a mi lado,
me explicó una historia aterradora, una historia que para mí tiene sentido, pero que para un juez es una auténtica locura, una historia que nadie creería.
–Habla,
Luken. Desahógate.
–Me dijo que no todo el mundo era capaz de verla, que a lo largo de la
historia solo unos cuantos eran escogidos para ese honor, según ella, solo los que tenían ciertas
aptitudes hacia un comportamiento psicópata eran capaces de verla y que, cuando
eso ocurría, era como firmar un contrato de por vida, pasabas a trabajar para
ella. Un trabajo macabro al que no te podías negar.
–¡Joder,
Luken!
–Ella siempre estaba buscando almas que llevarse y nosotros se las
conseguíamos. Eran esas aptitudes las que nos permitían realizar esos actos tan violentos sin sucumbir en nuestra propia
locura. Éramos simples
herramientas que le daban lo que buscaba, nada más.
Eso sí, había unas normas muy estrictas que tenías que cumplir
si no querías padecer el peor de los tormentos.
–Y ahora mismo estás infringiendo las
normas.
Luken afirmó en silencio.
–¿Cómo
funciona? es decir, ¿por qué escogías a unas víctimas y no a otras?
–Ella nos decía a quién teníamos
que matar, a veces eran miembros de nuestra propia familia, vecinos, conocidos,
pero en otras ocasiones eran completos desconocidos y mucho más fáciles de matar, claro. Seguíamos matando hasta que
la policía nos atrapaba, seguí
matando hasta que me atrapaste, Ron.
–¿La sigues oyendo?
–No, cuando entré aquí
desapareció, ya no le era de utilidad. Estará buscando a otros que hagan su trabajo.
–Pero hay internos que siguen oyendo esas voces, siguen siendo muy
peligrosos.
–Porque han sucumbido a la locura, algunos pierden la cabeza, otros no.
Supongo que dependerá
de la fuerza interior. Yo conseguí automatizar
mis crímenes y no pensar demasiado en ellos. No obstante, por las noches
sufro las consecuencias de todo aquello.
–Tienes pesadillas.
–Sí, visiones horribles que no me dejan dormir. Por eso he decidido
hablar sin importarme las consecuencias.
–¿Qué te puede pasar?
–Si te soy sincero, no lo sé.
Tal vez me haya olvidado y no vuelva a visitarme, tal vez me lleve con ella, ya
veremos. En todo caso, ya sabes la verdad, no sé si te servirá de algo, no es una historia fácil de creer ni
de contar. No veo a tus superiores hablando del tema.
–¡Esto es una locura! –exclamó
Ron. –Lo siento, es una manera de hablar.
–Ahora entiendes por qué acabamos aquí, por qué no le contamos la
verdad a nadie. Explicamos lo de las voces en nuestra cabeza para eludir la cárcel y acabar nuestros días en un
hospital.
Ron lo miró a los ojos durante unos segundos, esa historia bien podría ser la última demencia de Luken Malkovich, nunca lo sabría.
–Muchas gracias por todo. Ahora tengo que marcharme y seguir con las
entrevistas. En unos días nos volveremos a reunir, prometo contarte lo que me hayan dicho los
otros internos, tal vez si les explico lo que me has contado tú, accedan a hablar conmigo.
–No tengas demasiadas esperanzas, deberán
tomar una decisión muy difícil. Espero que
encuentres lo que buscas, agente Carney.
Ron se levantó de la silla con cierta dificultad, esa historia lo había
trastornado por completo. Tenía que retirarse a
meditar sobre el asunto.
Abandonó la sala de visitas y
se dirigió directamente a la salida. No le apetecía
dar explicaciones al doctor Fritz. Sabía perfectamente
lo que iba a suceder y no quería volver a discutir
con ese hombre tan desagradable. A Ron se le escapó una sonrisa, vaya sorpresa que se iba a llevar cuando el equipo de
inspectores de sanidad le hicieran una visita al día siguiente.
Abrió la puerta del psiquiátrico y un golpe de viento le azotó en el rostro.
Fuera seguía haciendo un tiempo de mil demonios, por lo que corrió hacia el coche lo más rápido que pudo. Abrió la puerta y se metió en la relativa
seguridad de su interior. El motel no quedaba muy lejos del hospital, necesitaba
darse una ducha, como si así pudiera sacarse de
encima toda aquella historia que lo atenazaba. Metió la llave en el contacto y la giró, el rugido del motor invadió el silencio del aparcamiento, accionó el
limpiaparabrisas y esperó
a que la nieve acumulada desapareciese. De repente,
una sombra cruzó
por delante del coche. Ron se asustó y se inclinó
en el asiento del acompañante.
–¡No puede ser!
Se incorporó, abrió la puerta del Charger y salió a la fría
ventisca. Miró
hacia la tercera planta del hospital, donde sabía que estaba la habitación de Luken Malkovich, y vio una figura negra
con una guadaña atravesando la pared del edificio. Ron se quedó paralizado,
no podía ser verdad, seguro que se trataba de una alucinación debido a la
conversación tenida con el interno. Sin embargo, tras unos segundos, la sombra
volvió a aparecer y tras ella, el alma de Luken, la muerte se había cobrado su pieza.
El agente Carney salió de su parálisis e hizo el intento de meterse en el coche, pero algo lo detuvo,
algo que le llamó
la atención y lo horrorizó como nada lo había hecho hasta entonces: la muerte lo estaba mirando fijamente a los
ojos.
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La muerte. Tarot de Marsella |
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