Los pedidos de mi padre. Marcelo Rubio
Marcelo Rubio
Hizo un gesto con la mano derecha
para que me acercara, la izquierda casi no podía moverla. Le era muy difícil
hablar, articular una frase resultaba una proeza a la que él ya no se animaba,
nunca fue bueno para afrontar los fracasos. Arrastraba las palabras, a veces
debía pedirle que repitiera lo dicho una o dos veces, para poder entenderlo.
-Acá la plata es lo de menos –
dijo mi viejo.
Yo
conocía bien de lo que hablaba, mucho antes de que sucediera la primera de las
muertes de mi padre lo habíamos conversado. En aquellos días lo escuchaba
sonriendo, quitando dramatismo, ignorando o pretendiendo hacerlo, la fuerza de
cada expresión. Él hablaba en serio, yo lo sabía.
Ahora
estábamos en una sala de hospital, él en silla de ruedas, los gestos de
agotamiento, la mirada perdida. Yo, a su lado. Ambos aguardábamos los mismo o
casi lo mismo.
Cada
tanto mi padre se lamentaba.
-Dios mío – murmuraba.
Jamás
fue creyente, la única vez que se arrodilló frente a un cura fue para la
comunión de mi hermana menor. Era necesaria la confesión para estar en la
ceremonia. El cura le preguntó.
-¿Se avergüenza de algo?
-De nada – dijo papá – Ah, sí,
perdón, de algo.
-Diga.
-Estar arrodillado frente a un
tipo común.
Fue
suficiente, mi viejo asistió a la ceremonia sin
renunciar a sus menosprecio por la fe. Ante su clamor por Dios, le digo.
-¿Qué pasa, papá?
-¿Qué va a pasar? ¿Mirá en que
despelote estoy?
Sabemos
los dos que Dios no moverá un dedo por ningún sufrimiento, de otro modo no se
entienden tantas masacres en el mundo.
Pasan
dos enfermeros hablando en voz baja, mi padre les chista, pero ellos no lo
advierten. Siguen con paso sereno, hablando de nada, están en un hospital sin
embargo el entorno no les importa.
Mi
padre tomó aire, lo noto haciendo un esfuerzo superior, volvió a balbucear.
-Dale, yo sé que vos podés
hacerlo.
-No – respondí sin dedicarle la
mirada.
Resopló,
masculló algo incomprensible, dejó la cabeza caer hasta que la barbilla quedó
pegada al pecho.
Nunca
pensé verlo así, él tampoco imagino llegar a estar de este modo, a depender
tanto de los otros. Sin cambiar de posición dijo.
-¿Cuándo te fallé?
Preferí
hacerme el desentendido.
-Se ve que alguna vez te fallé
¿No? – insistió
Tragué
saliva. Recordé cuando sucedió lo de mi abuelo. Yo era joven, dejaba atrás la
adolescencia y caminaba, a los tumbos, por los pasillo de la adultez. Mi abuelo
se moría, estaba en terapia y pidió verme.
Entré
temblando, él estaba entre una maraña de cables, me observó. Lo tomé de la
mano, casi por reflejo.
-Tráeme un whisky – susurró.
-Estamos en el hospital – dije
con una sonrisa nerviosa.
-Yo sé que estoy jodido, pero no
soy boludo. Salí y tráeme un whisky.
-Pero…
-Carajo ¿No te enseñaron a
respetar a los mayores?
Salí. Dudé si hacer
caso o no, di unas vueltas por ahí, entré a un almacén y compré una petaca, la
escondí en la campera. Jamás olvidé la sonrisa del abuelo cuando le entregué la
petaca. Volvía a la calle con una angustia mayor. Me acusé toda la noche que si
él moría en ese momento, la culpa sería mía.
En
la visita del día siguiente fui el primero en entrar a terapia. Mi abuelo
estaba sentando al borde de la cama, balanceaba las piernas.
-¿Viste? – me dijo – mucha
medicinas, muchas pastillitas y lo único que me sanó fue el whisky.
Mi
abuelo murió no recuerdo cuántas semanas más tarde y petacas vacías. Tenía una
sonrisa plena, por muchos años me conformé con la idea de haberlo hecho feliz.
Ahora
el turno de mi padre, cada día contemplaba una muerte de él sin lograr
arrancarle una sonrisa.
-Escuchame, vení – dijo papá
procurando coordinar las palabras – A vos algo te molestó.
-Nada ¿Quién te dijo?
-Sí, algo te molestó, yo lo sé.
-Papá – advertí.
-No importa, conseguime esa
inyección y listo.
-A ver si nos entendemos, viejo –
procuré hacerlo reflexionar
-Es ley de vida, ya está todo
jugado.
Lo
miré, lo abracé, atiné a decir:
-Esto no termina acá, todavía hay
muchos días para compartir.
Me
observó, se mordió el labio inferior.
-¿No entendés, no? ¿Para qué
quiero seguir así? – dijo y miró sus piernas inmóviles – Una inyección y listo,
sólo eso pido ¿Es mucho?
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