Una chica taoísta. Pablo Korol
Pablo Korol
La conocí en una reunión, pensé que sería la hija de algún invitado, ya que parecía de unos 16 años: pelo recogido, jean celeste, camisa blanca, anteojos cuadrados de carey negro, muy nerd. Sentada en un sillón de cuero, inmenso, eso la hacía parecer aún más chiquita. Al terminar la reunión, sin proponérnoslo, salimos para el mismo lado. Conversando mientras caminábamos, hizo un mínimo gesto con una mano, casi imperceptible, que me pareció de una belleza única, un movimiento súper tai-chi, con la tensión exacta, relajada y con una consciencia del movimiento extraordinaria. En ese momento empecé a prestarle otra atención, me pareció especial. Caminamos juntos unas cuantas cuadras de Colegiales a Lacroze, mientras en la charla yo quería que vuelva ese movimiento u otro parecido, pero no hubo caso. Pero percibí en todo su cuerpo una tersura que no era habitual. Lo atribuí a la idea de que es una adolescente. Tomamos el 65. Sentados, empezamos a conversar sobre un autor que habían mencionado en la reunión, un libro en particular difícil de conseguir, y que tengo hace muchos años. Lo leí varias veces, está sobre-subrayado, rayado, comentado, marcado. Sabía que ni loco se lo prestaría a nadie. Menos a alguien que acababa de conocer, a quien quizás no volvería a ver nunca. Resultó que vivía a dos cuadras de casa. Bajamos en la misma parada, y seguimos caminando hacia el mismo lado. Le pregunté si lo quería ver, así sería más fácil encontrarlo después en librerías de usados, o en los puestos de Parque Rivadavia o Centenario. Dijo que sí. Fuimos a casa, se quedó esperando en la entrada y subí. Pensé que era absurdo no hacerla pasar, convidarle a tomar algo, seguir charlando. Volví sobre mis pasos en la escalera, la invité y aceptó. Me pregunté si el derpa no estaría demasiado desordenado como para hacer entrar a alguien por primera vez, pero ya era tarde, estaba jugado. Justo al lado de la puerta había unas quince piezas de cerámica que le había llevado a un amigo alfarero para que las viera y me diera una opinión. Hacía pocas horas las había sacado de la caja en las que las transporté y ahí mismo quedaron. De las quince (que están todas muy bien, lo digo sin modestia –hice muchas más, y estas eran la selección de mejores-) hay una que es la más me gustó siempre. Muy simple, sin pintura, color blanco de la arcilla y negro del humo, ya que la horneé en una lata con aserrín para conseguir ese efecto, y con una marca profunda, como un cuchillazo, una cicatriz imborrable, sin disimular. Un cuenco que podría ser japonés, el desayuno de un samurái. Ella sin dudar un instante, con gesto de absoluta decisión, de entre todas las piezas eligió esa, la levantó con precisión y preguntó si eso lo hago yo. Me asombró que elija justo esa, la más sencilla, la más poderosa. Segundo momento de impacto. Dije que sí, las hago yo, y pregunté si ella se dedica a alguna actividad artística. “Soy arquitecta”, dijo y sonrió, con el cuenco entre sus dedos largos, como las mujeres que pintaba Egon Schiele. La miré con incredulidad: - Pero… ¿qué edad tenés? La sonrisa se convirtió en risa abierta -Veintiséis. -Es increíble, pensé que mucho menos. (Había empezado pensando que eran 16, al conversar le había agregado, porque me daba cuenta que sus respuestas no podía ser de alguien que tan joven, pero no podía tener más de 20). Siguió riéndose –quizás por mi cara de asombro-, y dijo: “No te preocupes, todo el mundo me da menos, sé que parezco mucho menos. Pero tengo 26 cumplidos hace ya varios meses”. Y dudando un instante, agregó “Me acostumbré a que crean que soy chiquita, no sé si está tan bueno”. - ¿Y por qué no estaría bueno, cuando todo el mundo parece querer sacarse años de encima? (A esa altura, no estaba nada lúcido). Miró hacia un costado, la respuesta era obvia. -… Tengo vino, cerveza, ron; también café, qué te gustaría tomar. - Agua, un vaso de agua está bien. Traje una botella y dos vasos. Nos sentamos a conversar. En ese momento la vi, sentada a mi mesa, vi sus aros turquesa haciendo juego con un collar muy delicado, la imaginé con el pelo suelto, me di cuenta de que es hermosa. Ya no era una nena de dulces dieciséis. Me levanté, un poco confundido y sintiéndome torpe, todo en ella era tan perfecto, tan exacto, fino, equilibrado, a buscar el libro, que sabía exactamente en qué lugar de la biblioteca estaba. Vio todas las marcas que tenía y dije (o me escuché decir) “ya que somos vecinos, te lo puedo prestar. Pero prometéme volver. Para mí tiene un valor enorme, sobrevivió viajes, mudanzas, separaciones, y es probable que lo quiera leer todavía muchas veces. Más ahora, que lo vas a leer vos y vamos a comentarlo”. -Soy de las que devuelven los libros, si me gusta lo busco y lo compro. Nos pasamos los números de contacto, y después, en vez de acompañarla hasta la puerta de mi edificio la acompañé hasta la puerta del de ella. Tenía, para mí, la excusa de querer saber adónde vive, por si se borraba. La acompañé hasta la puerta, como dije, y nos saludamos. Al día siguiente, al atardecer, me pintó paranoia onda no me va a atender nunca, me dio mal el número de teléfono -era suficiente excusa- , así que, después de dar millones de vueltas, a eso de las diez y media de la noche o más tarde, busqué el teléfono y la llamé. Atendió enseguida, ella misma. Le hablé enojado (me había dado manija), y mi enojo le causó gracia. Dijo que hacía un rato se había acostado, y empezado a leer, que el libro le parecía genial, y fue cuando justo la llamé. Se dispersó el enojo, se disiparon las dudas y seguimos conversando. Mucho. De todo y todas las cosas. Hasta que se hizo de día, alrededor de las cinco de la mañana. Cada tanto me recordaba: hace tres horas que estamos hablando; ahora hace cuatro horas. Y así. Lo decía riendo, divertida, le parecía perfecto. Entonces quedamos en vernos, ir a comer y tomar algo al día siguiente, es decir, en algunas horas. (Continuará)...
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