La última judía de Kiev. Juan Basterra



Babi Yar



Juan Basterra

Josef Samoilenko cantó su primer y último Sigfrido la noche del 28 de septiembre de 1941. Había nevado durante toda la tarde en Kiev, y en las calles próximas al teatro de la ópera, cercadas por los enormes Panzers de las fuerzas de ocupación y sometidas al tránsito impiadoso de las botas alemanas y los cascos de los caballos ucranianos, se había formado un lodazal helado que en suave declive deslizaba las basuras de un tiempo de guerra hasta las alcantarillas perimetrales de la ciudad. Entre los cálices de piedra de la parte superior del teatro, destrozados por los impactos de los obuses alemanes, se habían emplazado las banderas con esvásticas que los oficiales del 17° Ejército custodiaban en cajas de robles de Eslavonia. Desde el centro de la plaza que enfrentaba el teatro, la luz torrencial de los reflectores atravesaba el enramado de los cipreses para destacar el poderío del nuevo Reich de los mil años. La oficialidad del alto mando del ejército de ocupación llegaba al teatro en Mercedes Benz descapotables de color gris perla. Algunos de los oficiales estaban acompañados por sus queridas. Josef Samoilenko, que era judío y amaba la cultura alemana, había aplaudido como un niño el enorme despliegue de las fuerzas de ocupación, los sonidos valquíricos de los altoparlantes que acompañaban las banderas, y en un susurro de su vibrante voz de tenor heroico, había dicho a su mujer:

-Volveremos al repertorio alemán. ¿Quién lo hubiese imaginado? ¡Cantaremos y escucharemos Wagner cada día del resto de nuestras vidas!

Nunca se había sentido soviético. Dos días antes había sido llamado al despacho de campaña del gauleiter Eberhard para organizar una puesta del Sigfrido de Wagner. El motivo –se le había dicho- era mostrar la buena predisposición de las fuerzas invasoras hacia los habitantes de la ciudad. “Menos Shostakóvich y más Wagner”, le había dicho con una encantadora sonrisa el gauleiter. Samoilenko, el más reputado de los cantantes ucranianos y dueño de un alemán envidiable, sería el encargado de la puesta.

–Elija los cantantes –dijo Eberhard alcanzándole un puro-. Puede haber otros judíos como usted. Y sobre todo, judías. Son muy bonitas. No me defraude.

La noche de la puesta fue precedida por ensayos febriles y desordenados. Antes de la función, algunos de los notables de la ciudad –ancianos y mujeres; los jóvenes estaban prisioneros, prófugos o muertos- fueron ubicados en las primeras filas del patio de butacas. Reinaba un ánimo cordial, y en el alma de algunas de las mujeres ucranianas, el temor y el recelo dejaban lugar a un instinto apreciativo que buscaba los ojos de aquellos hombres tan apuestos y educados. “Son puros como niños” pensó Anna Reinstein, la esposa de Samoilenko. “No pueden hacernos ningún daño, los dioses no hacen daño”.

La puesta fue decente, considerando los pocos días de ensayos y el material humano reclutado a las buenas de Dios, y los oficiales alemanes y sus invitados soviéticos brindaron con champagne alsaciano la futura concordia entre ambos pueblos. Uno de los oficiales, un joven de apellido Blobel, pidió sentarse en las cercanías del matrimonio Samoilenko. Había observado a la mujer desde uno de los palcos laterales del teatro y había quedado subyugado por su perfil de moneda romana y un blanco de la piel que reproducía a la perfección los picos nevados de los Alpes suizos. Tímido, le preguntó si cantaba tan bien como su esposo. Anna Reinstein contestó:

-No canto bien, pero me las arreglo con el piano. Mi marido puede dar buena fe de eso.

A los postres, bailaron un vals. Blobel se dejó llevar por la ciencia de la altiva judía ucraniana. Torpemente, le preguntó los años. Anna contestó:

-Tengo los suficientes para conocer a un hombre enamorado.

Blobel balbució que era arquitecto y no sabía demasiado de mujeres. Anna sonrió, y fue la anteúltima vez que se vieron.

Dos días después cruzaron sus caminos en las proximidades del barranco de Babi Yar, a pocos kilómetros de Kiev. Grupos de judíos eran requisados por soldados de la Wehrmacht. A lo lejos se escuchaban los sonidos del tableteo proveniente de las ametralladoras de los grupos especiales, los Einsatzgruppen, encargados por ordenanza de la eliminación sistemática de todos los judíos de Kiev. Josef Samoilenko cantaba Wagner y lloraba pensando en su madre muerta. Reprimió el sollozo al ver a los soldados. El grupo de los Samoilenko fue obligado a dejar las valijas sobre una mesa a la que estaba sentado Blobel. En ese momento, Anna y Blobel se vieron. Anna temblaba como un pequeño pino azotado por el viento del invierno. Blobel se paró, pasó su mano a Samoilenko con un lacónico “lo siento”, y demostrando el mismo aplomo que lo acompañaría algunos años después en la prisión de Landsberg, antes de ser ahorcado, ordenó a su cuerpo de oficiales:

–Esta mujer no morirá. Llévenla a la aldea más alejada de Kiev. Respondo con mi vida. Es una orden.

Todos los días de su vida, Anna recordaría a Blobel.



Babi Yar
                                                          

Nota: Publicado originalmente en el suplemento “La chaqueña” del diario “Norte” de Resistencia, Chaco





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