La música de las palabras, Adriana Santa Cruz




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Adriana Santa Cruz


A través de poemas que se musicalizan –Joan Manuel Serrat cantando poemas de Antonio Machado o de Miguel Hernández–, de canciones cuyas letras tienen un gran valor poético –como las de Silvio Rodríguez o los tangos de Homero Manzi–, o de recursos expresivos en común, la música y la literatura están emparentadas desde las primeras manifestaciones de cada una.


En la enorme lista de préstamos, podemos mencionar también subgéneros teatrales que combinan literatura y música como la ópera, o hablar de lo importante que es la música para ambientar o crear atmósferas en una puesta en escena de cualquier obra de teatro. Además, en el género lírico, es decir en toda la poesía, el ritmo es una característica fundamental, como ocurre en la música. La cadencia de las palabras, sus acentos, su ubicación dentro del verso, la repetición de ciertas vocales o consonantes (aliteración) hacen que el verso “suene” bien o mal según la maestría del creador.



Si recurrimos al semiólogo Ferdinand De Saussure, él comparaba la linealidad del signo lingüístico con la del signo musical: una frase o una melodía se escuchan sucesivamente en el tiempo, lo que no ocurre con otras artes como la pintura que se percibe simultáneamente. A partir de estas afirmaciones del lingüista, hay una extensa la lista de teorizadores sobre el tema que establecieron diferencias y semejanzas entre literatura y música. Para Theodor Adorno, por ejemplo, la música se acerca a las palabras, pero la separa el hecho de que le es imposible comunicar un significado unívoco, porque no refiere a conceptos. Como sea, estas dos manifestaciones artísticas presentan un predominio de la función estética, aunque esta sea difícilmente explicable con palabras, según decía Jorge Luis Borges: “La música, los estados de la felicidad, la mitología, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares, quieren decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo; esta inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizá, el hecho estético”.



Otra de las semejanzas es que la literatura comparte con la música los villancicos, las canciones, los romances, entre otros, todos tipos textuales que se escribieron para ser cantados y que se pueden rastrear desde los comienzos de la literatura oral, la de los trovadores –músicos y poetas medievales– o la de los juglares –artistas ambulantes que cantaban, recitaban o bailaban–, cuando leer era un privilegio de muy pocos.



Consultando a los griegos, pero sin extendernos en cuestiones complicadas, es sabido que Pitágoras estableció íntimas relaciones entre la música y la matemática, lo que también conectaría a ambas con la literatura, en tanto esta tiene mucho de la música. Música, matemática y literatura presentan más en común de lo que a simple vista parece, y todo comienza con este personaje de Samos.



Por su parte, el comienzo de la Odisea de Homero, “Canta, ¡oh Musa!, la cólera del Pélida Aquiles”, menciona directamente el canto dentro de un texto literario, pero además, nos lleva a las musas: divinidades inspiradoras de la música y el arte. La palabra “música” viene del griego musiké que se traduce como “relativo a la musa”. A su vez, “musa” se asocia a la raíz indoeuropea “men-“, que significa “pensar”. Entonces, lo relativo a la musa no es simplemente algo que viene, sino algo que requiere una predisposición, una actitud abierta, un pensar en la posibilidad de recibir algo. Retomando este sentido etimológico, Truman Capote afirmaba que “el mayor placer de la escritura no es el tema que se trate, sino la música que hacen las palabras”. De este modo, al escribir intentaríamos atrapar la música de las palabras, eso que excede el simple intercambio de información.



Siguiendo con los griegos, los mitos también conectan música y literatura: baste mencionar el de Orfeo, que poseía el don de la poesía y de la música, lo que lo ayudó a volver con su amada Eurídice, aunque después la perdió; o el de Apolo, entre cuyos atributos están el de dirigir a las musas, es decir, de ser patrono de la música y la poesía.



Mucho después vinieron los simbolistas –Paul Verlaine, Stéphane Mallarmé y Charles Baudelaire–, que se propusieron aprovechar al máximo la musicalidad de las palabras, la armonía, el ritmo, la sonoridad de determinadas vocales o consonantes.  Y, en América latina, el Modernismo de Rubén Darío, nos ofrece ejemplos bien claros de esta búsqueda, como en su “Sonatina” (ya el título remite a una composición musical): “La princesa está triste. ¿Qué tendrá la princesa? / Los suspiros se escapan de su boca de fresa, / que ha perdido la risa, que ha perdido el color”. Con leer estos versos en voz alta, se percibe de inmediato una melodía, como pasa también con las Sonatas de Valle Inclán (Otoño, Invierno, Primavera, Estío) que, curiosamente, están escritas en prosa;  esto demuestra que el ritmo es propio del lenguaje, y lo que hacen la literatura es explotar esa cualidad.


Por supuesto, esta nota no tiene más pretensiones que señalar constantes en las dos artes, pero hay muchísimo para investigar y escribir. Solo con las vanguardias de principios del siglo XX, tendríamos muy buenos ejemplos, como este de Oliverio Girondo: “Eh vos / tatacombo / soy yo / di / no me oyes / tataconco / soy yo sin vos / sin voz / aquí yollando / con mi yo sólo solo que yolla y yolla y yolla / entre mis subyollitos tan nimios micropsíquicos”; o este de César Vallejo: “999 calorías / Rumbbb… Trrraprrrr rrach… chaz / Serpentínica u del bizcochero / engirafada al tímpano”.


Para terminar, citamos un fragmento del capítulo 68 de Rayuela de Julio Cortázar, uno de los capítulos más hermosos, donde la música y la literatura se unen en un conjunto perfecto: “Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia”.




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