La catapulta de los hermanos Wright. Marcelo Rubio
Pruebas de vuelo de los hermanos Wright
Marcelo Rubio
El comisario Sanfor
reingresa a la sala, enciende el cigarrillo y se desploma sobre su asiento.
Deja escapar una bocanada espesa de humo e inclina el cuerpo hacia adelante.
- A ver, Montero,
si me volvés a explicar todo este asuntito pero más despacio, así logro
entender.
- ¿Desde el
principio?
- No, ahorrame eso
de los saltos cuando eran jóvenes, empezá desde el momento en que vos caés golpeando
la tabla y Benítez despega.
Alejandro Montero, hombre de circo, carraspea. Omite contar, en esta segunda
declaración, que hace veintiocho años conoció a César Benítez. El día que se
vieron en aquella escuela infantil brincaron, sin mediar palabra o acuerdo
alguno, dejando de lado cualquier otra expresión de amistad, como quien firma
un pacto de honor. Cada recuerdo que tiene de la niñez está relacionado con
saltar, ese fue el único verbo conjugado.
Al
comienzo no intuyeron que podrían ganarse el pan haciendo acrobacias, y seguramente
cuando descubrieron la posibilidad de ser famosos, no fue por mérito propio
sino gracias a ella, que les abrió los ojos y partió el corazón a uno: Montero.
Fue mucho antes de conocerla cuando disfrutaban de saltar pequeñas tarimas y
tapias de vecinos -cayendo a veces sobre flores o almácigos-. En vez de
aplausos, sus piruetas eran recibidas con gritos y enojos. Por esas primeras
acrobacias Benítez guardaba una condecoración en su pantorrilla derecha.
Fue, según contaba, en el frío atardecer de julio; Lotreta, un quintero del
barrio, había plantado en sus tierras tomates y cebollas. Vio, a Montero y
Benítez, saltar la pared frontal y sin dudarlo les soltó el doberman. Dos
cuadras los corrió aquel perro enfurecido, hasta que le clavó a César
los dientes. Cuarenta inyecciones aplicadas y quinientas advertencias paternas
fue el resultado.
Montero y Benítez no podían vivir sin saltar, o sí podían, pero no
querían, lo llevaban en la sangre. La historia de nombrarse como hermanos
comenzó en plena adolescencia, cuando se inscribieron para el concurso de
talentos realizado en el pueblo vecino. Tenían una rutina precaria que incluía
cajones de madera y trampolines; el sincronismo de los movimientos era
verdaderamente original. Siempre contaban que en esa oportunidad ganaron el
segundo premio, aunque en verdad lograron el tercer lugar. Primero resultó un
guitarrista de jazz tan bueno como Dyango Reinhardt, seguido por una bailarina
clásica.
Al
momento de completar el formulario para inscribirse en la competencia de
talentos, observaron que debían poner un título a su disciplina. Tal vez fue el
humor de Benítez o el ingenio de Montero, pero lo cierto es que anotaron en la
ficha “Los hermanos Brader, saltan”. Nunca más volvieron a presentarse sin esa
filiación, aunque el apellido fue cambiando: Mc Fly, Pérez, Lombardi, hasta
estas jornadas, cuando llevaban el unificador Wright.
Durante la participación en el concurso los visitó Lisandro Lopetegui,
descubridor de talentos y estrellas –cuyas revelaciones artísticas apenas
llegaron a espectáculos de poca monta–, quien los acercó al Circo Chicago.
Según Montero, estuvieron de gira por las provincias de Córdoba y San Luis como
los Mc Fly; Benítez solía dar otro dato pero ahora es imposible comprobar.
Cansados de compartir camarín con el hombre lanzafuego y una domadora de
tigres, abandonaron la
compañía para pasar a formar parte de circos como Bergalli y el Hispano. En
éste último la conocieron.
Durante
esos meses ellos eran los Lombardi, saltaban con trampolines, barriles y
fardos. En el tiempo libre debían colaborar en tareas circenses, así se trabaja
en esas pequeñas compañías artísticas. Montero ya tenía en mente la catapulta.
Ella era trapecista, pero también controlaba las entradas y en los intermedios
vendía gaseosas. Los ojos brillantes y una sonrisa delicada enamoraron a los
Lombardi. Si permanecieron en aquella trouppe por más de dos años no fue
por palear bosta de elefante o alimentar tigres aburridos y mucho menos por el
éxito.
Antes de salirse del circo, Montero había diseñado los primeros planos
para construir la catapulta y junto a Benítez comenzaron a soñar
nuevas acrobacias. Ella los alentó, estaba convencida de que necesitaban un
show original; con el tiempo armarían su propia compañía circense, o montarían
una escuela de acróbatas al mejor estilo de Moscú o China. Por las noches,
mientras los tres repasaban los dibujos de Montero hacían cálculos sobre la
fuerza de empuje, el despegue, la inclinación de cada cuerpo; multiplicaban
cien veces aceleración por masa ilusionados con viajar a Europa; deslumbrar
París, Roma, ser envidiados por los mejores circos; dejar boquiabierta a la
Reina de Inglaterra. Era Benítez el que bromeaba sobre ofrecer a su Majestad los
secretos de la catapulta a cambio de las Islas Malvinas.
En la primera declaración ante Sanfor, Montero aclaró que nunca viajaron a
Europa.
- ¿Y qué carajos
importa? –respondió molesto el comisario. Alejandro sintió la necesidad de
responder “A mí, a mí me importa, era mi sueño” pero calló – Decime cómo lo
mataste y listo.
Sanfor
no prestó atención a los detalles sobre la catapulta y los cálculos erróneos,
el comisario se sintió frustrado por tantos datos. Montero recordó que Benítez
se había sentido así una vez, dijo que estaba abrumado por tantos datos
incomprensibles y pidió ese mismo día poner en marcha el engendro de tablas y
engranajes. Montero sabía que los cálculos estaban incompletos pero la ansiedad
por hacer los saltos pudo más. Armaron tarimas y la red debía ubicarse a
espaldas de Alejandro para la cabriola final.
En
un extremo, Benítez parado sobre el subibaja, brazos abiertos, concentración
total. En el otro, Montero, vista fija en la tabla levantada. Silencio.
Alejandro flexionó las rodillas. César aguardó impaciente. Luego todo es un
recuerdo de segundos, el salto, el impacto, Benítez vuela por el aire y baja
con los pies firmes, brazos desplegados para producir el despegue de Montero.
Uno y otro impulsándose. Risas, nervios. Llegó el turno del impacto final para
que Benítez inclinara el cuerpo y saliera lanzado hacia la malla. Alejandro
tenía razón, el ángulo inicial de la elipse estaba mal calculado. Benítez le
erró a la red por un metro. La ambulancia lo llevó al hospital Municipal
acompañado por ella. Montero guardó los implementos y llegado al centro de
salud recibió el parte médico: “Muñeca fracturada y ligeras escoriaciones en la
frente”. Nada grave.
Lo
serio fue al ingresar a la habitación y ver a Benítez besarse con ella.
En
esa parte del primer interrogatorio, Sanfor lo interrumpió:
- ¿Lo mataste
porque se quedó con ella, verdad?
Aquel accidente demoró el perfeccionamiento de la catapulta. Benítez nunca
recriminó por lo sucedido y Montero nada dijo sobre haber perdido chances en el
amor. Sin embargo, poco volvió a ser como era.
Una mañana ella dijo que existía la posibilidad de viajar a Sicilia para
presentar el nuevo show, y a la tarde la oportunidad se esfumó. Otro día ella
habló de un contrato millonario y tampoco
sucedió. Benítez le lanzaba besos a escondidas, Montero les desconfiaba, ella
inventaba universos.
Alejandro nunca la odió, aunque, sin decirlo, siempre cuestionó que hubiera
elegido al candidato equivocado.
- Bueno, dale.
Desde el salto, ya sé que la red estaba atrás tuyo, así que despacio.
- La gente había pagado la entrada para ver
el show al aire libre porque no podíamos hacerlo en carpa, dado que…
- ¡Mierda, Montero,
desde el salto, no me importa nada de lo otro! –grita Sanfor.
- Habíamos
calculado que la elevación para el salto final era de 10 metros, eso permitiría
caer justo sobre el centro de la red. Era imprescindible que él se
auto-impulsara al momento…
- Basta de todo eso
¿Dónde está tu amigo?
- Ya le dije, salté
y él se elevó pero no inclinó bien el cuerpo y siguió subiendo hasta que
desapareció en el cielo.
El comisario aplasta el cigarrillo contra el cenicero, observa al sargento
Reyes que está junto a la puerta.
- ¿Sargento, dónde
está ella?
Primero responde Montero, con un murmullo.
- Como siempre, en
el lugar equivocado.
Sanfor lanza una mirada de furia y oye a Reyes.
- Afuera, mi
comisario. En el patio, parada, mirando el cielo. Hace horas que está así.
No había denuncia contra Montero, ni cadáver, y pocos motivos para detenerlo.
Sanfor estaba por demás irritado.
- Escuchame, Monterito. Te me vas ahora, pero cuidado. Cuando ese hombre caiga del cielo,
estará muerto y yo sabré quién es el asesino.
Montero levanta la vista, fija los ojos en la figura sudada del comisario y con
serenidad responde.
- Usted lo dijo
comisario, cuando ese hombre caiga, antes no.
¡Malos pretendientes para este mundo!
ResponderEliminarTobogán de agua tibia por donde resbalan simios oscuros. Sienten un vértigo agradable al desplazarse.
-¡Trágico final para manos anchas! estas no medirán la cantidad de sal que pueden cargar-
Es ese vértigo lo máximo, satisfacción malévola, repetitiva e insignificante entre algo y continua aparente.
Arcángel Miguel ha expulsado otra forma hacia la tierra.
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Buen texto, quería aportar, saludos. Mi nombre es Camila.