"Catarsis de Salta y Oroño". Carolina Diez


Carolina Diez

Carolina Diez

Catarsis de Salta y Oroño


No era mentira, la muerte se acercaba, respiraba cerca, había sido desde siempre que pasaba, iba y venía por las sombras del patio, había sido siempre que cruzaba la calle y se escondía enfrente, tras cualquier escombro. Había sido siempre la muerte ésa merodeando por ahí. Ahora éramos ella y yo hablando acá arriba, como la mejor escena, como la realidad misma de un juego de ajedrez que nunca, siquiera, podría comenzar. Hubo uno de ellos que estaba con nosotros al principio. ¿Qué pasa con los amontonamientos del mundo hoy? ¿Qué pasa con los juegos sempiternos que se lleva la memoria para arrastrar junto con sus sueños? ¿Qué pasa con el olvido un día como hoy? Casas se caen alrededor, chozas que desarma el viento, paredes caídas por la inestabilidad del mundo que habitamos. ¿Es esto un mundo ya? ¿Es esto un conjunto de seres sintientes disfrutando el milagro de un hábitat? No. Es en su mayoría un medio donde explotamos y convenimos y adjudicamos y prestamos y cobramos y debemos y pagamos por inmuebles, por comida, por servicios, bienes, vestimenta, educación, salud, belleza, moda, dignidad, respeto, conocimiento, porque hasta el conocimiento cobramos, consuelos, mientras los valores se desvanecen. Adónde vendemos valores en un tiempo y espacio donde torres y torres se erigen ante los ojos de pasadas y venideras generaciones, edificios enteros repletos de caños, de cables, de ventanas, de almas y otros caen (todo cae por su propio peso), con relleno de años, de sueños, de almas. ¿Adónde van esas almas? Esas que se lleva un viento, una explosión, una tragedia. ¿Qué es una tragedia hoy? ¿Qué es una tragedia para una sociedad que sólo quiere crecer, como si se tratara de eso? Como si crecer fuera esto. ¿Qué evoluciona realmente cuando uno como uno desaparece del mapa junto con su departamento, junto con su ropa, sus bienes, educación, salud, dignidad? ¿Qué pasa cuando uno muere así, adentro, sin poder siquiera correr porque es el sistema el que nos esgrime esa sola posibilidad de confiarle nuestra existencia? Nuestras existencias también se desmoronan con las ajenas. Todas las almas de Rosario se desvanecieron un poco, ¿o acaso no sienten a la muerte cerca? ¿O acaso no vibran los ecos de un desastre? Las cosas tienen nombres, nos enseñaron, pero hay hechos inclasificables. ¿Qué es hoy una tragedia? Me voy pensando, con la ilusión de que sean muchos o varios los que también lo hagan, con la esperanza de que los ecos retumben en conciencias donde aún hay posibilidades de hacer mella. Me quedo, hoy también, pensando qué clase de mundo habilita accidentales catástrofes, qué clase de mundo normal es este que no supimos, hasta ahora, cuidar y en cuánto, que debe ser tanto, estamos fallando.


Experiencia 2


Venía por la autopista, dicen, sin cinturón. Traía a cuestas el perro, en la mano pegados los mocos del crío dormido en el asiento trasero, al crío, dicen, después se lo quedaron los del pueblo; ella caminó, antes, con un celular en la mano, levantaba la mano del celular al cielo, hacia el norte, buscando la señal. Cuando llegó a la puerta, dicen que llegó hasta la puerta, sus dedos se adhirieron al quicio y entonces musitó la negativa férrea que llevaba ahorcada en los dientes. Dicen que sin cerrar siquiera los labios cayó, el celular cayó al suelo al unísono con sus hombros, chocaron y el aparato, dicen, sustrajo, más tarde, un vecino adolescente, el pícaro del barrio. Estamos bien, dijo el conductor del otro auto, agitando los brazos, mirando a su familia, ahora pálida cuando él, furibundo conductor, que arremetía contra el contable, las finanzas, la Bolsa y la factura de la nafta, él, dicen, chillando con su celular al oído, desafiando al teléfono, musitando, dicen, una serie de insultos y cuestionamientos chorreando datos relativos a Chicago, a la alza del trigo y demás, cuando, dicen, comenzó a golpear el teléfono contra el volante, contra el vidrio, el teléfono que aún tenía pegado a la oreja cuando bajó del auto, con la frente sangrando y los labios repitiendo ocho coma cinco ocho coma cinco lo dije mil veces, sí, firmé decía ocho coma cinco pero te creés que soy boludo, dicen que gritó al teléfono antes de estrellarlo en el piso, mientras su familia se incorporaba, sin jamás llegar a constatar que el cuerpo que estaba cayendo del otro lado del asfalto era el de la mujer ya sin vida.


Experiencia 3


Una remera amarilla, otra blanca, impecables sendas, gorritas acordes brillando bajo el sol de las casi seis contra el semáforo eternizado en rojo. Corrieron por el costado, bajaron a la calle, gritaron contra uno de los autos, un torso se abre paso por la ventanilla del acompañante. Miedo. Miedo en el aire. Miedo de todos. Por ser robados, por ser violentados, miedo a morir y miedo, terror de la maldad; y asco, repulsión, de la humanidad toda, de las catástrofes naturales que no tienen más causa que la humana, de la ira, de la cobardía, de las armas. Gritaron, golpearon la chapa gris humo nacarado por el sol tímido en decrescendo,alguien adentro gritó no. Alguien afuera gritó otra cosa. Una kangoo se fue marcha atrás, un tacho quedose misteriosa y sabiamente muy por detrás, lento, sin avanzar. (La seguridad no es nada) Una ciclista espantada ensayó una vuelta sobre su eje a poco de avasallar las zapatillas inmaculadas que la amenzaban, mucho más caras que las suyas. El sol de las seis menos cuarto susurró un tímido chau, el semáforo pasó a verde, los brumosos coches avanzaron en shock, la ciclista volvió, una vez más, sobre su eje y vinieron muchos autos más. Las remeras corrieron por donde vinieron y se perdieron en el mismo pasillo del que emergieron tres minutos antes. La calle de vuelta tranquila, el caballo pastando gira sin noria.


Oroño y Salta (ex Cine Real)




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