Fuman-chú. Carolina Diez





Carolina Diez


Ilustración: María Victoria Rodríguez


Cada día, Fu-manchú se levanta de la cama, atraviesa la puerta entornada cual desgarbado autómata y aterriza en el baño -a cincuenta metros de distancia- silbando la misma melodía fluctuante. Me pregunto a veces cómo mantiene el equilibrio sobre sus largos zancos y me divierte observarlo ensayar. Una inolvidable vez lo vi caer: se torció paulatinamente hacia uno de los lados hasta estrellarse al fin contra el suelo. Fingí no verlo para no incomodarlo, pero lo cierto es que la secuencia de su caída, lejos de resultar escena grata, simulaba formar parte de una gran comedia inconclusa; una suerte de síntesis patética que desafiaba tanto a la ley de gravedad como al modelo de vida más o menos digna. Habría que crecer más lento, Fu-manchú precipitado.

 

Funesto mediodía ese... algunos de nosotros nos asomamos al patio, más curiosos que alarmados: su silbido se había interrumpido, ningún sonido llegaba desde el interior sanitario. Nos miramos con sorpresa y no logramos emitir palabra alguna. En un momento, alguien se acercó a la puerta pero no se atrevió a golpear. Una mujer llamó con voz ahogada pero nadie le respondió. Contemplamos perplejos el vidrio esmerilado, expectantes ante su resplandeciente estoicismo. El martirio falso viene y va. Pasó una hora hasta que Fu-manchú se dignó a abrir la puerta y delatar la continuación de su dudosa existencia. La ronda empieza.

 

Sustituto sangriento, sacrílego. Sonríes sardónico sentenciándonos.

¡Sentimos su solfa sibilina, su sinfonía siniestra!

Sacrificio sigiloso. Soberbio sismo... ¿somnolencia?

 

Ahora, entre mates y bizcochos de tarde, ordenados en ronda frente a la misteriosa cueva azulejada, desconfiamos de este nuevo ser. Todos olimos a la Muerte, todos. Fue unos minutos antes, justo cuando el agua hervía, la hornalla disparaba fulgores desparejos y ese hedor áspero crecía y crecía desde el baño. Inhumano. Y en eso, vimos un fantasma. Fu-manchú etéreo de mil vapores, se desprende como un ángel de las nubes, no lleva sus alas pero puedo verlo abstraerse. Fu-manchú, espíritu al que le ofrezco un mate. Me siento a su lado y le pregunto qué cuenta. El bizco me mira y,  al mismo tiempo, lo mira a él. Sé que no comprende pero no hay nada que comprender: una simple ducha de agua caliente le dejó la piel candente y los ojos aletargados. Buscaba el sueño. En la mayoría de los casos el mundo opcional parece más aceptable, aunque el ejemplo que ilustra este ser me resulte morboso.

 

Cabe subrayar el hecho más o menos significativo de que, al ingresar a la misteriosa escena, hallamos el cuerpo ensangrentado de una rata, detrás del inodoro, como machacada furiosamente. Faltaban sus tripas. Hecho curioso, dado que cada uno de los presentes visitó la instalación (sin, por supuesto, haber divisado el espantoso espécimen) justo antes de la religiosa entrada al mundo del vecino estelar. Descartando desde un principio la posibilidad del ingreso de algún ejemplar felino que hubiera podido concretar tal carnicería (entre otras varias razones, por la ininterrumpida siesta canina desarrollada en un rincón estable de la terraza, imposible con cierto merodeador capaz de maullar en la zona); sería, entonces, alguno de los que me rodeaban el grotesco monstruo que se alimentaba con tripas de roedor.

 

…somos sabuesos sabedores. Sarna suave, salvaje servil.

Siempre solitarios sacrificando santos.

Seguimos sensata señal. Seguimos...


Mil opciones surcaban mi mente y fue entonces cuando decidí tomar recaudos. Primero, debía definir mi posición ante el asunto. Podía idear un plan meticuloso dirigido a sorprender al ser extraño en plena actividad o, bien, resignarme de sospecha alguna y volver a confiar en el posible chacal. Dado que la vida, de por sí, nos habilita numerosas y constantes complicaciones, decidí fingir el olvido para no perder el tiempo y así poder dedicarme a cebar mate y oírlos. A cada uno de ellos. Cada instante. Intentando comprender algo.

 

Lito Rial parece un crío abandonado. La resaca lo dota de una apariencia impresentable; la que presenta todos los días. Cada, aproximadamente, siete minutos, un hilo de baba desciende por su barbilla hasta que lo vuelve a sorber o cae al fin. Por fortuna, hoy parece haberse cepillado los dientes, no tendré que recordárselo. Imagino los restos de órganos minúsculos adheridos a sus encías a pesar de la acción del dentífrico. Ser inhumano, vampiro de bajos recursos, especie de depredador sin control. Busquemos ayuda mientras cambiamos la yerba. La yerba que ronda.

 

Sublimación silenciosa sentada sobre susurros suicidas.

Sin sentido [No tiene sentido]. Sentido soso.

Solo simbólico ser. Subamos. [...]

 

El bizco mira el suelo cerca de mí y, también, lejos. ¡Tantas veces rogué en vano por su cirugía! En la resignación, me he acostumbrado a soportar su bifurcada mirada de cachorro complaciente; los nervios indefectiblemente gustan renegar con las monótonas representaciones mundanas. El bizco me devuelve el mate, pero yo estoy mirándola a ella. Imposible no ver las amplias caderas que exhibe indiscreta. A veces me repugna, Rita la vulgar. Siento ganas de tomarla en mis manos y zamarrearla hasta que no quede rastro alguno de su absurda existencia. Pero, a la vez, me inspira una tenue ternura casi lastimera que repele, en cierta medida, mi desprecio. Pocas veces logro tolerarla sin molestias. Es porque asquea. Asquea con su rostro de glotona y la risa carnicera de come- ratas-lujuriosa. Lo cierto es cierto.

 

Fu-manchú reclama viento, el ardiente suelo de esta época es difícil de soportar. Con la vista acuosa al cielo pregunta desolado cuándo vendrá la lluvia, que su alma se está secando. Suspira y abre por fin la petaca de whisky en su mano. Un largo y ardoroso trago y, el semblante, parece recuperar algo de tonalidad de ser vivo. Sigue su paso, como si no existiéramos allí, ante él, y desaparece del otro lado del pasillo-túnel que atraviesa el gran patio separando nuestra curiosidad de su agonía. Se esfuma Fu-manchú de algarabía. Se esfuma la plegaria de lluvia y, con ella, la promesa marchita del buen don, del mañana y más etcéteras que nunca volverán.

 

Ya nada le importa acerca de la rata. A decir verdad, todos la habíamos olvidado. Pero, justo cuando comprendimos esto, volvió atronadora a nuestras conciencias. Y Fu-manchú de nuevo extraño, quizá más a costa de su evasiva ausencia. Fu-manchú pisado por las huellas de su propio pasado. Vuelto y revuelto por su sopor ermitaño. Volvamos a las rondas de risas ajenas y que se contagien. Que se contagien.

 

Sostienes sentido. Senda sádica sobre suspiros sedosos,

sin sonido. Se suceden simulacros sincrónicos;

son secretos sombríos. Somos sol. Solo somos.

[Sin sentido]


Medité larga y solitariamente mientras todos dormían. A veces, el mundo entero se reduce a un efímero instante de difusa luz; la tenaz incertidumbre grisácea. Pasajeros de un tren de carga que lleva desechos memoriosos a la gran tumba de Humanidad.

 

(Solo sobras.)

 

P.J. ve pasar el nuevo mate con su cara de malcriado. Si bien ya pasó la primera juventud, su actividad neuronal no lo habilita a ser considerado un hombre. La realidad lo despoja, paso a paso, de su inocente y pueblerina esencia. Adolece de arrebato hormonal; es unidad en pleno proceso de putrefacción para unirse al resto y, así, ser una basura más en este gran tacho urbano. Lo veo escarbarse con dedicado esfuerzo la nariz. Busca largos minutos el secreto que tanto lo estorba. Sonríe al fin mirando su uña más larga y la lame orgulloso. Vuelve a la vida, su estúpido ritual ha concluido y ahora puede seguir rondando en nuestro aire como el gas insulso que es. Humano.

 

Fu-manchú cabalga en Morfeo desde su cuarto. Sueña que es un pirata. Puedo oír los diálogos que expresa a gritos con mil voces en su boca. Dos el uno. O tres. Todos los personajes presentes. Metamorfosis. Adaptación. Locura. Decidí acercarme a la infinitamente distante puerta. Lo llamé con voz iracunda de sargento para no dejarlo escapar a la respuesta. Nada. Los minutos transitaron hacia atrás en mi paciencia agotada. Busqué una distracción coherente a medias, algo que me devolviera la calma. Hasta que lo oí. Fu-manchú despierta con su propia voz y habla con su dios ligero, el que siempre se le escapa (según lo oigo decir cada vez). Discuten largo rato pero las palabras me resultan indescifrables. Recuerdo la rata. Hasta percibo el hedor que despide. Me hipnotiza y conduce mis pasos directo a ella. Me estoy yendo. Fu-manchú de viento, ¡ya no te siento! Y ella tampoco está. Ahora jamás sabré si era cierto o solo imágenes mentirosas lo que creo recordar.

 

Suplicante, sin sustancia, súbitamente sollozas.

Solapado, sucumbes siempre sospechoso.

Sin seriedad, se sortea sosiego sectario;

Su sermón. [Siempre sin sentido]

 

Elsa Carreras vuelve a gritar. Elsa Carreras empuña su escoba cual gendarme temerario. No sé con quién pelea ni si quiero averiguarlo. Me decido por la respuesta negativa, la más sana, justo demasiado tarde. Ya golpea con su palo, una y otra vez, la puerta del baño. Va a destruirla y no creo ser tan real como para impedir su objetivo. La llamo tímidamente pero un solo segundo de su mirada me silencia al instante. Elsa está brava y corre contra el polvo. Se arrastra por el piso vociferando su furia moribunda. Espero el arribo de su improbable templanza, o un mero intento de ella, y le busco un vaso de agua que pueda cooperar en la escena. Se lo echa al instante sobre la cabeza hirviente con un gesto inocuo. Me doy media vuelta y abro la puerta, tranquila, tranquilísimamente. Desde atrás me llega su alarido y el posterior sonido de su cuerpo golpeando el suelo. Ya perdiendo mi propia calma, paso por sobre el extenso vestido de flores turquesas para correr a cierta distancia y despejarme. Cinco minutos después, su cuerpo ya se había erguido, no sin arduo esfuerzo (del que no participé, dada la aspereza de la situación), y su parloteo explicaba la forma en que la rata le había suplicado, entre sollozos, que libere su alma dando al cuerpo digna sepultura. Y la puerta cerrada.

 

Algunos (entre los que me incluyo) pensamos que, luego de comerla, su propia conciencia le dictó tal fábula que repitieron las voces en su cabeza para aliviar la culpa de tenerla adentro, repugnante chabacana. O bien pudo confundirse, como siempre; como cuando se sienta junto al helecho al que llama Benjamín y le da lecciones de inglés -la misma lección de cada martes, de cada clase, de cada vez-. Algunas otras mañanas, se para en el centro exacto del patio y al primero de nosotros que pasa, lo llama con nombre incorrecto y, a veces, incompatible con nuestra lengua (y con cualquier otra), para ponerse a recordar anécdotas supuestamente compartidas o ficciones magníficas que incluyen a todos en un exageradamente enérgico monólogo sin fin aparente. Hasta que el sol se esparce con el día y sus falaces palabras culminan en la primera estrella. Y los inconfesables secretos verdaderos se mueren en su automático silencio. Detener la verdad. Pero la rata se ha ido. Aunque no haya querido aceptarlo, Elsa Carreras, ciega perversa, se adhiere a la bombilla.

 

Soportando su sed, siembro segundos someros.

Siempre sombrío, suspendido sin sueños.

Suelo sicario, sigo sesgando senderos. Sí, soy Silencio.

 

Vuelta Fu-manchú de amigos. Ronda de mates y Benicio que ata y desata sus cordones a lo lejos. Rueda de quimeras o desperdicios de existencias. Retumba el llano lamento del solitario, ese que nadie oye. Perplejo el semblante del que recorre sus propios temores inciertos. La rata se ha ido pero sigue entre nosotros. Una mancha de sangre en la memoria de los testigos. Caníbal inconfesable. Crimen impune. Fachadas. Promesas mudas carentes de ambición. Giramos en un círculo deformado por la locura de mil mentes. Lucio toca o trastoca el clarín desde su cuarto mientras Rosa lava unas medias deshilachadas sin dejar de tararear su samba inventada. Se mezcla todo en el aire y el murmullo que conforman parece acunarnos en el limbo mismo. Nos mecemos satisfechos en esta hamaca de mentiras para olvidar lo que somos.

 

Fu-manchú, excelso, clama refuerzos desde adentro. Ya no es la rata (o sí), se trata del sueño. No sé si volver sobre mis pasos, si arrojarme contra la puerta o si seguir levitando en mi ínfimo espacio del que espera. Opto, por supuesto, por la última opción. Fu-manchú despliega sus alas de soledad en etéreo decoro. Atraviesa ilusiones y almohadas, indecente. Va buscando algo más. Pero quién sabe qué. Y yo que, tras un atisbo de respuesta, giro y giro en mis neuronas ajenas. Un sonido lejano acaso llega a mis oídos, pero solo me importa el mutismo interno que me responde burlón. ¿Seré yo o este mundo está perdiendo su sintonía?

 

Sosiego (sórdido salón suntuoso) Supeditando suplicios,

surcando sutil sutura; su supuesta supremacía supura.

Siempre. Sin sentido. [No tiene sentido. Nunca lo ha tenido].

 

Medito largamente sobre esta cuestión, hasta que se abre la puerta. Fu-manchú de todos colores, alerta al día que se desploma. Demasiado tarde, a mi criterio, pero era de esperar; Fu-manchú ya no nos sorprende, por momentos. Fu-manchú ajenjo, viene y va, divaga en su temblorosa memoria hueca y naufraga al encontrarnos allí: un montón de inútiles huesos cubiertos por el polvo del tiempo. El tiempo que no deja de escapar. ¿Y qué somos, más que tiempo perdido?, te pregunto, Fu-manchú evanescente en retazos de sueños, ¿qué somos sin el tiempo? Y te vas. Te vas presuroso sonriendo con las comisuras, y yo te creo. No hay fantasma más real que el de tu cuerpo. Y te pregunto, Fu-manchú, ¿qué es el muerto, qué son las ratas? Y te vas. En mente y espíritu. No sos y no somos más que nebulosas parlantes que buscan alguna respuesta a la eterna pregunta del porqué. Sin sentido. ¿Y qué hago aquí hoy, detrás de tu puerta, custodiando el sueño macabro de tus muertes? ¿Qué soy al despertar, hombre de ingrata verdad, qué soy más que el lamento guardado de tus años sordos? ¿Aprendiste a gritar, Fu-manchú? ¿Aprendiste las plegarias? Seguimos tras un rastro dudoso directo a la nada. Y seguimos en el mismo punto, planteando estas mismas cuestiones, tras el mismo cuerpo gris que flamea hasta el baño. ¿Y qué somos Fu-manchú, más que testigos de tu insulsa y falsa existencia?... y de las nuestras.

 

Kaput.


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