El último tren al sur. Marcelo Rubio
"Continúa Buenos Aires al Pacífico". Makowski |
Marcelo Rubio
En medio de la pampa húmeda recordé
a mi viejo y al último tren del sur. Yo tenía veinticinco años cuando hice
rodar el hierro sobre los rieles. Antes había sucedido la clausura del
servicio. Fue para un fin del verano. Ninguno en el pueblo quería que llegar un
nuevo invierno, traer uno viejo era imposible. Mi tío Eufragio vino a casa, yo
me preparaba para irme a la capital, para empezar la universidad. Él tenía el
rostro cansado, la cara encorvada. Solo dijo “Es hoy, ya viene”. Mi padre
fumaba, lo observó con una tristeza pálida que le había nublado la esperanza
hacía años. “Lo sé ––respondió–– no tengo ganas de ir”. Mi padre peinaba una
vejez insulsa, mi tío había sido un hombre feliz hasta ese día cuando llegaría
a la estación el último tren del sur, y él, junto a mi padre debían guardar la
máquina en el galpón, dejarla bajo llave hasta nueva orden. Los vagones
quedarían a la interperie para que el tiempo hiciera lo suyo, para que todo el
pueblo los viera agonizar, tal vez con la idea de que aprendieran, que les
sirviera a todos de enseñanza. “Nos condenaron” fueron las palabras que uso mi
padre cuando recibió el telegrama del gobierno ordenando terminar el servicio
“¿Cómo vamos a pasar los inviernos?” preguntó mi tío y como respuesta obtuvo un
silencio opaco. Yo pregunté si había algo que pudiéramos hacer, mandarle una
carta al Presidente, tratar de hablar con algún Ministro. “Ya está todo jugado”
respondió mi padre. Aquel último día del verano calzó por última vez su traje
de Jefe de Estación, besó el retrato de mi madre y salió junto a mi tío a
recibir al último de los trenes. Pedí acompañar y me dejaron. No solo eso,
cuando el motorman entregó la máquina en medio de abrazos y lágrimas, mi viejo
me hizo subir y me enseñó a manejar con la única promesa de que jamás olvidaría
cómo hacerlo. Fue mi padre quien le dio llave al candado. Los tres volvimos a
casa con el dolor de haber perdido parte de la vida. Yo me recibí en la
Universidad, hice mis trabajos, intenté dejar atrás aquellos tiempos. Como
dije, tenía veinticinco años cuando volví para asistir a mi padre en su últimos
días. Estaba débil pero tenía un pedido para hacerme. Acepté. Él se vistió con
aquel viejo traje de Jefe de Estación, le quedaba grande, hay enfermedades que
juegan con trampa. Me entregó las llaves del galpón. Él, que siempre había sido
estricto con las órdenes a cumplir, me dijo que no le importaba lo que dijeran.
Junto al galpón había un tambor de combustible pagado por mi padre. No pregunté
nada. “Sacala vos que fuiste el último en manejarla ¿Te acordás cómo se hace?”
Cumplí con aquello que prometí la tarde del encierro. No le dije, pero
hay cosas que un hombre jamás puede olvidar, aunque lo quiera. Camino al galpón
obsevé los vagones castigados por la vida, condenados por ser para la gente.
Abrí las puertas donde estaba la máquina, me recibió un escándalo de pájaros
que había anidado aprovechando la rotura del techo. Cargué el combustible tan
rápido como pude, me asomé y vi a mi viejo apoyado en una de las columnas de
madera de los restos de la estación. Me hizo señas con el pañuelo verde. Subí a
la máquina para darle marcha. Los motores se quejaron, parecían toser después
de años de silencio. Toqué la bocina, sonó cascada. Mi viejo respondió con el
silbato. Avancé con la máquina, en verdad era ella la que se deslizaba como
aquel que busca de un amigo. Nos movimos lento. Las vías se desperezaban al
despertar de ese sueño que en algún momento las convenció que sería eterno.
Algunos vecinos salieron a mirar, muchos lloraban, otros estaban atónitos.
Apenas logré frenar cerca de mi padre. La máquina parecía bufar un esfuerzo
final. Mi viejo le dio una palmada y me pidió que lo ayudara a subir, el
también lucía exhausto. Con un resto de aire me pidió lo llevara hasta la curva
del lago. Arrancamos, sufrían los motores, se resquebrajaban en gritos las
vías. A mitad de la curva la locomotora se plantó. “No va más” le dije a mi
padre. Tosió “Está bien que así sea, éste es el sueño mío y el de ella” Se
apoyó en la baranda y quedó un rato mirando el lago. Yo aproveché para
abrazarlo, sonreímos. Dos días después enterré a mi padre al lado de la
máquina. Cumplí con su último pedido. A veces, en tardes como esta, sentado
solo en algún pueblo me juro que un día voy a escribir la historia, esta
historia, la del último tren del sur. Para que alguna vez se sepa que hubo días
mejores, tiempo en que los hombres soñaban junto a los trenes.
Fragmento de la novela "El Cristo roto".
Fragmento de la novela "El Cristo roto".
Post a Comment