Erradicación. Vic Vazquez



Vic Vazquez
Nos convocaron a todos los padres a la escuela el día de la gran presentación.
Allí estaba el hombre, de rigurosa bata blanca, rodeado por los carteles gigantes que promocionaban al laboratorio que avalaba su investigación.
En menor o mayor medida todos sufríamos el mal. Y las explicaciones que el médico en cuestión daba del caso no hacían sino aterrarnos más todavía.
El peligro para las cabezas de nuestros hijos, la contaminación de su sangre: el panorama futuro era mucho más desalentador que lo que ya conocíamos. Y eso era mucho decir.
Para cuando estábamos todos bien asustados surgió la propuesta, la razón de ser de nuestra presencia en el gran salón del colegio. Este hombre tenía la solución. Años de ciencia puesta al servicio de la infancia, la firma de la gran empresa que lo solventaba, todo generaba alivio y confianza. Así firmamos todos y cada uno de los padres de los niños del establecimiento la autorización para que comenzara las pruebas con ellos.
Lo habilitamos a pesar de haber visto en el documento alguna referencia a los efectos colaterales, pero era tal el encanto y la seguridad científicas del doctor que no pensamos que podrían ocurrir.
En casa lo vimos a la semana de iniciado el experimento. David comía cada vez menos y comenzaron a marcársele más de lo habitual las ojeras en su siempre pálida tez. Su cabello sin embargo, refulgía. Brillaba como nunca, estaba cada vez más tupido, más hermoso, pero cuanta más luz irradiaban sus pelos ahora inhabitados, más oscuridad se apoderaba de su rostro.
Al mes ya no se le entendía lo que decía, se arrastraba cabizbajo y su rendimiento escolar comenzó a decaer de manera abrupta. Mientras la madre seguía aplicándole la loción antipiojos del científico yo me reuní con otros padres. A todos los chicos les sucedía lo mismo.
Quisimos recurrir al colegio, a las autoridades, pero la directora había dejado anunciado que estaría ausente por varios meses y la secretaria apenas si mascullaba palabras.
Nos plantamos frente al laboratorio pero nos aseguraron que era todo producto de nuestra imaginación, que los análisis daban excelentes resultados.
Esta noche cuando volví a casa mi hijo ya no estaba. La madre no sabía nada y solo protestaba porque se había acabado la loción.
Hice la denuncia a la comisaría y me dijeron que muchos otros padres habían llamado por el mismo motivo.
No me acosté.
De madrugada oí los ruidos.
Un ejército de niños de cabellos abundantes y refulgientes y ojos vacíos avanzaba sobre las calles. Volcaban los autos y derribaban las puertas. Mordían a quienes encontraban. Lo vi a David, con un trozo de carne humana entre los dientes. Reaccioné y corrí a encerrarnos con mi esposa en el sótano de la casa.
No entiendo bien qué sucede afuera. Sólo sé que ya no hay piojos en el mundo. Tampoco niños.

Y a nosotros nos queda solo un bidón de agua aquí abajo.



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