El signo. Pablo Martínez Burkett


"El camino del despertar o Camino del Dahrma" según el Budismo


Un signo es algo que, además de la impresión que hace en los sentidos, suscita en la mente alguna otra cosa.
San Agustín, De Doctrina Christiana, II, 1.1

Pablo Martínez Burkett

Me acuerdo muy bien de la primera vez. El horror tiende a ser indeleble. Concluía mi visita a una oftalmóloga que, en no más de cinco minutos, me diagnosticó una conjuntivitis virósica y me despachó para seguir con un consultorio abarrotado. Con unas gotitas en la mano, salí un poco aturdido. Un mínimo gesto de compasión hubiera contribuido con el proceso curativo tanto más que la química recetada y la admonición sobre peligrosos efectos colaterales. Mientras me colocaba las gotas en el baño, no pude evitar preguntarme si era necesario afrontar semejante azar. Ensimismado en tales pensamientos, salí del hospital. Y en aquel momento sucedió.
A media cuadra, un hombre mayor, muy bien vestido, levantó el brazo derecho a la altura de sus hombros, la mano quebrada en forma perpendicular al piso. Como estaba junto a una parada de colectivos, pensé que se trataba simplemente de un extraño modo de hacerle señas a un coche. Sin embargo, había algo anómalo en el gesto, porque el brazo me apuntaba, siguiendo mi andar conforme avanzaba por la vereda. El brazo recto al frente recordaba el saludo de las legiones romanas, pero semejaba más a un pintor tomando perspectiva, con los cuatro dedos juntos y el pulgar flexionado por detrás. Su mirada me buscó todo el tiempo, con una mueca que parecía una sonrisa. Como no le respondí o no hice aquello que esperaba, bajó el brazo con incomodidad. Tuve una fugaz sensación interna, una especie de intuición, como de compuertas girando morosamente sobre sus goznes, pero pronto me olvidé del asunto.
También recuerdo perfectamente la segunda vez. Nada conmueve más que la reiteración del espanto.
Fue en las inmediaciones de mi despacho. Tratando de sortear la marejada de coches poco respetuosos del peatón, aguardaba impaciente en la esquina. De repente, desde dentro de un taxi, un pasajero ejecutó el gesto, con el brazo extendido al frente, los dedos pegados verticalmente. Otra vez me descubrí recibiendo esa suerte de honra. Pese a que el auto arrancó, el desconocido siguió girando hacia mí apuntándome con la mano, al tiempo que se sumergía en el atolondramiento del tránsito. La mirada, una vez más, me pareció como de afirmación, de circunspecta unción. De nuevo me tomó por asalto una alucinación fugitiva, como un río de montaña saltando entre las piedras. Con premura deseché tales extravagancias y crucé la calle. No podía ser otra cosa que una mera coincidencia. De seguro, el sujeto se estaba protegiendo del sol del mediodía. Con algún esfuerzo, logré arrinconar el tema en el olvido. Sin embargo, la tercera epifanía fue la que precipitó mi derrumbe.

Me encontraba paseando por el Parque Sur cuando me tropecé con mi amiga Eleonora. En tanto me imponía las irrefutables virtudes de su chow-chow, no reparé en un infante que, con uniforme escolar y mochila rodante, se acercaba circunvalando un parterre. Un poco antes de llegar hasta mí, extendió su bracito de la manera tan temida y siguió así hasta que se perdió de vista. La mujer que lo custodiaba, si bien no secundó el saludo, me dedicó una mirada de intenso escrutinio, como si tratara de dilucidar si era una falsificación. El sonriente asentimiento que me dedicaron al unísono me paralizó. Esta vez, la alucinación cobró el esbozo de una higuera florecida.
Alegando urgencias impostergables, me deshice de mi amiga y su mascota de cualidades superlativas y salí como un rayo para mi casa. Sentí la imperativa necesidad de esconderme. Exhausto y temblando, me zambullí con alivio. No dejé cerrojo sin pasar, aun los que nunca uso. En el espejo del dressoire me miré con recelo, esperando encontrar una justificación. Salvo alguna cana ignota, no pude advertir ningún elemento inusitado. Traté de calmarme, pero la inquietud se parecía demasiado al miedo. Además, no podía sacarme de la cabeza esa impresión de estar frente a un saludo iniciático. A esa altura, las visiones proscriptas se me desmadraban, edificando a mi derredor imágenes de paredes ancestrales, patios de loza pulida, valles perlados de nieve, deslizar de sedas, silencios siniestros. Mientras más las evitaba, más me hundía en abismos de inexplicable terror. Con desesperación, bajé las persianas y desconecté el teléfono. Después lo volví a conectar. Temí no tenerlo disponible por si me terminaba de desquiciar. Igual, una dosis de somníferos me deslizó en el sueño pacificador. Si algo había de suceder, prefería que me sorprendiera durmiendo.
Afortunadamente, con el correr de los días esa opresión de sentirme viviendo una existencia de expatriada impostura se vio atenuada y pude dedicarme a un encargo sobre Edgar Allan Poe. La editorial Montresor me había pedido una traducción para una edición homenaje. Traducir es otra forma de escritura que me hace feliz, pero si perfeccionar a Poe era prácticamente imposible, mejorar las traducciones de Cortázar es definitivamente inútil. Pese a todo, pasé a buscar el texto por las oficinas. Me habían reservado “Revelación mesmérica”. De regreso, me pareció ver un lejano saludo, pero no quise perder el buen humor y me juré que era un encargado de edificio puliendo unos bronces. Sin embargo, se me presentó una renacida añoranza de telas multicolores y sonidos incognoscibles. Lamenté haber abandonado mi hogar.
Para atemperar la congoja, me dediqué por completo a la traducción. A fin de familiarizarme con el texto, caminaba por el family recitándole a Cristina, la señora que trabaja en casa, los diálogos entre el magnetizado in articulo mortis y un enigmático señor
P. Para hacerlo más verosímil, afectaba mi mejor acento bostoniano. A medida que me adentraba en la lectura del trance hipnótico, una pesadumbre cercana a la muerte se fue apoderando de mi ánimo. Tuve que repetir varias veces una de las respuestas del señor Vankirk, porque un creciente tartamudeo desfiguró mi voz al punto de no reconocerme. Con mucho esfuerzo, completé el párrafo: “La mente, en su existencia incorpórea, es simplemente Dios. Para crear seres individuales, pensantes, era necesario encarnar porciones del espíritu divino. Por eso el hombre está individualizado. Despojado de la vestidura corporal sería Dios”. Me sentí juguete de una fuerza irresistible que se empeñaba en señalarme una traza, un derrotero. En un acceso de furia, me arrojé a la calle. Caminé enajenado un largo rato y, casi sin darme cuenta, me hallé sentado en uno de los bancos del Parque, con los pies sobre el asiento y abrazándome las rodillas.

Al rato apareció Eleonora con su infame chow-chow a la rastra. En otro momento, hubiera maldecido a las deidades que rigen las coincidencias, pero recibí con agradecimiento a mi amiga. Traté de disimular el desasosiego. Igual no hizo falta. No paraba de alabar el nuevo objeto de su obsesión, una especie de santón, o algo así, que obraba maravillas en la vida de sus acólitos, ella, no creo que haga falta anotarlo, la primera y más piadosa. Tuve que digerir una andanada sobre la indisputable autenticidad de esa rama del budismo tibetano y la oferta de participar en una reunión para nuevos fieles. Aprovechándose de mi estado, a la media hora me tenía despatarrado sobre unas esterillas, sahumado hasta la náusea y rogando que no durara demasiado. Con todo, me sentía a salvo.
Los monjes, envueltos en unas togas rojas y mantos azafrán, hicieron su ingreso batiendo campanitas, platillos y raros instrumentos de percusión. Dieron un par de vueltas procesionales por el recinto, salmodiando guturalmente alguna clase de rezo y se dispusieron en torno a quien presidía la celebración. Acalladas las invocaciones propiciatorias, con austera unción y sin abrir los ojos, el abad empezó a describir algunas de sus creencias y prácticas. Un monje sentado a su vera nos iba traduciendo. Así, se nos explicaron ciertos aspectos fundamentales de su doctrina, en particular sobre el karma, cuyos efectos son experimentados en la presente vida o en las siguientes. En respuesta a las dudas de un prosélito, esbozó unos rudimentos sobre el despertar, aprendizaje progresivo que engendra un estado de iluminación más allá del entendimiento intelectual. Este conocimiento de la realidad última permite abolir la continuidad de los individuos. Por eso creen con fe devota que, quienes alcanzan tales estados de paz, amor y sabiduría, son iluminados semejantes a Buda, que ya no deben enfrentar sucesivos renacimientos.
Entonces la depravada cadena de portentos alcanzó su esplendor y, por un instante, fue como si no me hiciera falta la interpretación, porque entendí perfectamente que el abad decía que el próximo iluminado ya estaba entre nosotros. Contrariamente a otras capillas del budismo, donde el lama anterior reencarna en un niño a quien un comité de búsqueda pone a prueba reconociendo objetos del anterior huésped, aclaró que creen con ardor extático que el advenimiento ha de acontecer en la edad adulta, cuando el elegido haya completado su proceso interno de desprendimiento espiritual. Y aclaró que el renacimiento del próximo maestro no necesariamente habría de ocurrir en el Oriente, sino que se revelaría por sí a la humanidad, quien le tributaría reconocimiento mediante un signo amplificador, un signo destinado a acelerar el proceso de autoconciencia. En los primeros tiempos, pocos podrán identificar al iluminado, pero en la medida que su espíritu comience a desencarnarse, su energía trascendente se hará más evidente para todos.
Un atronador estallido de cánticos y golpeteos celebró este último aserto. Todo mi cuerpo empezó a resonar con un eco de cadencia familiar. Aunque no lograba focalizar la vertiginosa marea de rostros que giraba a mi alrededor, alcancé a percibir que el abad abría los ojos y levantaba el brazo, los dedos cerrados y el pulgar detrás. Y sonriendo por primera vez, me apuntó. Poco a poco, todos los monjes dejaron sus instrumentos y replicaron el signo. Los asistentes, se sumaron con beatitud. Hasta mi amiga Eleonora me dedicó una mirada de complicidad mientras levantaba el brazo, saludándome. Un silencio tremebundo precedió a una explosión de piedad. Me abrí paso como pude entre una multitud enardecida por la pasión contemplativa. Temo que en un idioma desconocido grité que yo quería ser simplemente el fruto de una conjunción mecanicista; a lo más, un rebozado de ánimas y barro primordial. Nadie me prestó atención. Me arrancaron la ropa,
me impusieron las vestimentas preceptivas y me entronizaron en medio de una distorsionada pagoda. Luego se multiplicaron los gestos de reverente acatamiento.
Con el último vórtice de júbilo colectivo, la razón volvió a fallarme, porque un hombre mayor, muy bien vestido, que estaba junto a una parada de colectivos, levantó el brazo derecho a la altura de sus hombros, la mano perpendicular al piso. Aunque todavía estaba bajo los efectos de las gotitas que me había recetado la médica, pensé que se trataba de alguna forma extraña de parar el microbús, cuya proximidad podía presentir a mi espalda. Seguí caminando y pronto me olvidé de todo el asunto.

© Pablo Martínez Burkett, Forjador de Penumbras, Eriginal Books, Miami, 2014
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