"Espacios XX". Carolina Diez


Carolina Diez y Miguel Ángel Solá "Quién mató a Bebe Uriarte"


Carolina Diez

Espacios XX

No podés salir corriendo, no hay manera, ya notaste que está cerrado, que por delante no hay chances y que primero tenés que pasar por ahí, donde está la tipa de nuca rapada y tatuaje en rojo fuego ornado por dentro -como cuernos le salen al cangrejo- que te trajo hasta ahí, y pensás en el cáncer y en la peli incompleta que viste la otra noche. Ahora, todavía la seguís, sin saber adónde te lleva, notás que está agitada y fuma chupando el filtro, volteándose a todo cardinal; también te das cuenta de que hace por lo menos siete minutos extraña la merca y pensás, cuando la tipa tira el cigarro y te mira, cuando se detiene para dar la vuelta y mirarte como si te leyera la mente, que si fueras capaz de sentir algo o, al menos, de contener la básica expresión humana de calentarte un poco, lo harías con ella; le sonreís. Te hace feliz ver sus zapatos de moda que distorsionan la imagen guarra, descosen el halo épico de su andar y la vuelven vana; presa del consuelo precario que eso te habilita, seguís sonriendo y que te parta un rayo si la tipa se entera de lo que le estás pensando en la cara; se nota, carece de imaginación, si acaso eso fuera posible. La seguís. Entran y recorren al ritmo de la rubia que trota adelante -una gacela- el pasillo apestando a vino y pañal y cebolla. El mono intercepta la sinapsis, la transforma, la ajusta, entonces retuerce el músculo mnemotécnico y luego zozobra cierto material que está vivo -el fluir cósmico está vivo- y vos lo transportás.
Adentro, ahora, allá: el tipo asintiendo en silencio desde un sofá, poseído por cierto automatismo coreográfico. Dice de la nobleza, del castigo, de lo que se carga, de la cruz, de lo que se elige y de lo que viene. Dice de los escenarios, los reflejos, de tu reflejo en el escenario, de los espejismos que su voz genera en tu mente, dice la historia toda -éramos tres, o cuatro ahí-; descarnadas, abiertas las venas del pasado, sacudiendo el velo de maldad, de ignorancia, de todo lo repulsivo que jamás imaginaste y es no más que parte de la historia, su contrarrelato, su alter realidad en tu memoria.
Sabés lo que la Calva espera y a eso que espera no se lo vas a dar. Una vez leíste en una revista que la gente que se rasca la nariz miente, ahora, mirando a la Calva, no necesitás que se rasque para ver su mentira; probablemente la trae desde la cuna. Empezó, como todos, siendo la víctima de ellas hasta que luego comenzó a fabricarlas con cierto éxito, ahora, voilá: ella miente mientras te rascás la nariz porque la mesa está llena de merca y no es que quieras tomar, ni te interesa, pero verla ahí, tan accesible, te perturba. No me como ningunarepetís mentalmente, no me como ninguna.
Ahora fumás. La Calva te mira, el tipo sentado debajo termina de inhalar su línea y suelta un billete entubado junto al vaso que descansa sobre una mesa diminuta, de caño, como para el teléfono, donde se yerguen también la jarra y el plato transparente del tipo éste, que ahora sorbe, traga, sonríe, se limpia un diente con la lengua, y entonces, también, te mira. Dice, mostrando parcialmente los dientes, con un hilo de saliva pendiendo entre los colmillos izquierdos y separando las sílabas: veinticinco mil. Asentís. Sí, decís con la voz que para tu sorpresa flaquea en cero instante. Es mi hermano. Te escuchás decir, como desde afuera, como desde atrás, desde lejos; te oís y te consolás que dijiste bien. Seguís fumando. El chongo de la Calva, que a partir de este momento llamás Roque, sonríe. Mientras, vos pensás en cuánto tiempo gastará el tabique por los costados y por cuál lado tomará más y te acordás de la Claudia que tomaba de los dos, un cachito de cada lado para que se gaste parejo y el día de mañana, decía, el día de mañana como si tan sólo, dando gracia, sin exigir demasiado, pudiera saberse llegando, al menos, hasta mañana; y si el día de mañana se me gasta, que no se note, decía la Claudia.
Ahora Roque bebe tragos cortos, a piano tempo, con cierta gracia. La Calva se va y vuelve, toma otra raya, se echa en el extremo opuesto del sillón con una rubia platino corte carré enfundada en pollera minúscula tipo tenista. La tarde suda gotas en el vidrio de los vasos, al tipo le suda el bigote, vos pensás que no se va a callar nunca y que toda su vida va a estar enojado porque hay gente que no se cura el enojo jamás.

(2014)



Espacio I 


La cafetera chirriaba en eco sordo, él estaba a suficiente distancia como para soportar el chillido sin enloquecer, se acercó a paso calmo y apagó el fuego. La cafetera se parecía mucho a una pava, le dijo su compañero desde detrás del quicio de la puerta de Arturo. El compañero llevaba lentes y una boina en cuadrículas que de vez en cuando reacomodaba para que permaneciera firmemente ladeada. Un pequeño bigote se movía mientras pronunciaba sus palabras. Arturo le dijo cierto y sirvió dos cafés en tazas de diámetros diferentes, volvió a la mesa a la que el compañero, ya no como remanente del borde de la puerta, se estaba ahora sentando, haciendo un robotito con las manos y el papel del paquete de cigarrillos. La boca ladeada aceptó la taza y le dijo que no se apurara con el azúcar que ya lo había dejado también, ¿y vos? La mesa es un asco dijo Arturo y el compañero asintió. Las noches de fiesta siempre lo mismo. Y sí, le respondió el compañero, ahora quería armar un barquito que tuviera también alas. Arturo pateó una botella de coca que rodó cerca y fijó el único ojo en el techo. Tragó un sonoro sorbo y comenzó a relatarle los hechos. Detrás de la cortina de bambú la voz de Tracie sacudió las bases de la mesa, los libros del costado, las botellas rodando. Por supuesto que su nombre no era Tracie, ni Trixie tampoco, ni los otros similares que se inventaba, pero de momento sabía mantenerse llamándola así. Y loca. La calló con esta última (no le dijo calla Trixie, o cállate Tracie, sino callate loca) y siguió su discurso mientras el compañero hacía ya un bollo microscópico con el papel, una esfera veteada apretada entre las yemas como la tierra en las pinzas de Dios. No es lo mismo que antes, no me alcanza más. El compañero asiente, sorbe café, asiente de nuevo, quita el cigarrillo que aprietan su oreja y su boina escocesa, lo enciende y, fumando, le pregunta cuántos son los clientes. Arturo le aclara que siempre son pocos, que los tiempos que corren, que el mercado y vos me conocés le dice. El compañero asiente, le repite, siempre fuimos como hermanos, Arturo, pero viste. Entiendo, dice Arturo. Arturo entiende y es muy poco el tiempo que le dura su cigarrillo. ¿Cuántos minutos demorás en fumar un cigarrillo, Arturo? Ya de joven habías bajado de siete minutos a cuatro. Ahora, Arturo, ¿cuánto te dura un buen puro, cuánto te dura la algarabía del contaminarte otro poco y otro? Arturo tose y no contesta. El compañero agita el cigarrillo e intenta ser animoso, quiere hacerle creer a Arturo que puede y Arturo quiere creele. Pero en vez de eso niega con la cabeza, tiempo muerto dice y un vaso que no alcanzar a atajar cae como para acentuar lo cierto de su planteo; cae al suelo, se rompe, entre otros vidrios y Trixie detrás de la cortina ahora ronca. De la puerta de calle llega el golpe, retumba en eco, silencio de este lado. Arturo y el compañero se miran, acostumbradas esas miradas, a esas circunstancias. En ángulo muerto, neutral, el sueño de la tal Trixie estalla, en el cuarto, casi lejos, en un viaje de marranitos y conejos que no volverá a visitar, sus dedos se sacuden pero no oyen, no oyen el sonido del extraño que vuelve a golpear.

(2013)


Pancho

Francisco pasa. Los tres chicos que están jugando a la pelota lo ven pasar entre medio de su triangular cancha imaginaria que abarca parte de la vereda y casi toda la extensión de la calle, terminando al borde del pasto que más al fondo se eleva hacia el terraplén. Dos de los chicos tendrán diez años, uno lleva la campera de buzo abierta, es el que mejor juega. El más alto posiblemente los doble en edad. Le pregunta a Francisco si alguien está en ese momento en la compu, a lo que Francisco responde que no, que está haciendo tarea. El más alto ahora tiene la pelota y, debajo de su gorra puesta al revés, se elevan las cejas y rebuzna para luego sonreír. Vuelve al partido, ahora otro, uno de los más chicos, había hecho un gol en contra y todos reían, pero el más alto se quedó pensando en la tarea y en otras cosas en las que nunca piensa.

(2014)


Carolina Diez. "Quién mató a Bebe Uriarte"









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