Peripetia, César Roitman







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El cuento argentino año 1983
Premios Coca-cola en las Artes y las Ciencias.
Jurado: Marcos Aguinis
             Luis Gregorich
             Marta Lynch
1°Premio
César Roitman

Había que ser, también, para salir en una tarde como ésa, con ese sol vertical y explosivo que derramaba amarillo por las calles en días de enero como esos, en que las cuadras de la ciudad se volvían desiertos infinitos, la débil sombra de las casas y los árboles, vagas manchas intercesoras aplastadas por el calor contra las veredas. Por eso Susana al salir de su casa se arrepintió instantáneamente de haber elegido esa hora, aunque al rato cualquier brisa flaca y corta la animaba a seguir caminando hacia la avenida, girar taconeando en las esquinas, olvidar las hormigas calientes bajo los pies. Ni siquiera sabía a partir de qué hora permitían visitas, pero como nunca antes había ido a ese hospital, supuso que desde su casa tardaría los suficiente para llegar a horario.

  En el fondo de la calle cortaba la avenida con su tránsito profuso de colectivos y automóviles en ambas direcciones, interrumpiendo de costado el silencio que brotaba de las siestas en las casas, de las sobremesas alargadas bajo las galerías de los patios, de dónde sólo emergía el sonido ahogado de algún televisor con teledrama o el retardado grito de un heladero sin cara.
  Susana apuró el paso y, con él, el balanceo ondulante de la pollera de tablas y las caderas con esa cadencia liviana y vibrante que le confería su modo particular de alternar las piernas, su forma de hacer sonar los tacos contra los surcos de las baldosas. Entró bruscamente en el ruido de la avenida y buscó entre los carteles el de la parada del ónmibus que debía tomar. Ni siquiera sabía de cuánto era el boleto, apartando llaves, lápiz de labios, un perfume que le habían regalado. De allí extrajo el monedero y el papel con la dirección, el piso, la habitación. Ya antes de cruzar la avenida se había imaginado que esos dos hombres que se acercaban le dirían alguna cosa, groserías, bah, pero Susana ni se inhibía ni se alteraba, siempre en esos casos sonreía con la boca muy abierta encima de las cabezas, hacia el cielo o los árboles, egoístamente feliz. Por suerte el ómnibus no tardó mucho y el chofer no tuvo inconveniente en avisarle cuando debía bajar.
  -No se preocupe-había dicho el chofer-. Hay un buen rato de viaje.
  Susana guardó el monedero y antes de cerrar el bolso sacó un libro pequeño, alguna colección de bolsillo para entretenerse hasta llegar al hospital. La puso contenta saber que podía elegir asiento porque medio ómnibus estaba vacío y claro que elegiría como siempre que podía uno de los individuales, más cómodos, más propios, con la ventanilla para una sola.
Sólo entonces y después de leer la primera frase del prólogo al librito pensó en la insistencia de la hepatitis de su amiga, la tozudez del microbio que la había postrado en la cama desde hacía un mes; miró el cielo azul que rescataba bruscamente una plaza inesperada de la larga y gris hilera de casas y confió en que en dos semanas a lo sumo volverían a caminar juntas y a mirar vidrieras por el centro y festejarían su recuperación con los refrescos que tanto les gustaba tomar en las tardes de verano, en el mismo momento en que sis pies desfallecían y sólo aceptaban un buen helado de chocolate a cambio de seguir calzados. Sin querer Susana descubrió que había avanzado una página entera y que no tenía la menor idea de qué se trataba, solamente palabras sueltas, siquis, individuo, que le llegaban como de lejos. retrocedió una página y volvió a leer casi deletreando las palabras, entonces reconoció que ya la había leído anoche antes de dormirse y que el pequeño doblez en la punta superior en realidad estaba en la tercer hoja. Mientras se burlaba de su crónica distracción levantó la vista para mirar la gente nueva que había subido y se acomodó la peineta izquierda del pelo con la misma soltura de dedos con que mecánicamente sacó del bolso el paquete de caramelos y se llevó uno a la boca. Había gente nueva, todos los asientos se habían ocupado y hasta había tres o cuatro personas de pie, sobre todo por el lado de atrás. En un momento iría a preguntarle al chofer si todavía faltaba mucho, aunque lo más probable fuese que éste le sonriera sospechosamente y le propusiera que se quedara a su lado para estar más segura.
  -En el hospital van a poder atenderla mejor- había dicho la tía Mercedes-, es más fácil por los análisis, sabés.
  Claro que sí, allí estaría más tranquila, le aseguraba Susana imaginando a su amiga en una habitación recorrida por bandas de luz ceniza y bañadas por continuas brisas de aire fresco que hacían más soportables los platos sosos de siempre, la aburrida companía de las revistas o de la aversión progresiva a los remedios y la cama.
  Claro que entendía, pobre ángel, no es para deseárselo a nadie, pero ni bien se reponga la acompañaría a lo de Juanita y se probarían los últimos trajes del verano, si los viera.
  -Ya me los conozco todos - señaló aburrida la pila de revistas de modas sobre la mesa de luz poblada de frascos de remedio-. Me gustaban más los del año pasado, esas polleras pinzadas.
  Que no se creyese tanto, que este año también había muy lindos, sobre todo los pantalones con bolsillos.
  -Hablando de ropa y yo me arrancaría este camisón, si no fuera por ese ventilador estaría hecha una sopa- revoleó los ojos hacia arriba como si mirase el cielo dejando ver globos fuertemente coloreados de amarillo.
  Antes de ir a preguntarle al chofer, Susana le consultó al muchacho que hacía un rato se había ubicado de pie junto a su asiento y desde el comienzo la miraba de reojo, pero él no, nunca había escuchado ese nombre de hospital y eso que vivía por ese barrio, a menos que fuese, pero debía estar equivocado, el nombre no podía ser.
  -Si quiere yo le aviso porque bajo unas parada antes.
El muchacho se dobló para consultar las calles a través de la ventanilla, acercándose desmedidamente a Susana en el gesto por entrever la altura de la numeración. Mejor le preguntaba al chofer, que probablemente debió olvidarse de ella con tanta gente que iba llenando hasta el tope el pasillo del ómnibus. Susana se levantó y arrastrando su cuerpo entre otros y poniendo su cartera siempre hacia adelante llegó al volante inclinándose sobre un chofer que increíblemente confundido había equivocado el nombre del hospital, tomándolo por otro y que esa calle ya la habían pasado, señorita, sabría comprender que Susana se bajara sumamente contrariada y protestando por la puerta de adelante y se aprestara a caminar apurada hasta el puesto de revistas más próximo y preguntar por el hospital. A los pocos pasos escuchó sorprendida la voz que le decía:
  -Puedo ayudarla- dijo el muchacho del ómnibus que se apuraba a confesarle su interés si tenía en cuenta que había caminado tras ella temiendo que se perdiera-. Es para aquel lado, yo voy para allá- señaló vagamente una dirección con la mano.
  Susana comenzó a caminar más rápidamente sin que su incipiente histeria le permitiera advertir que seguía las órdenes del muchacho y después de una cuadra de silencio le pidió que por favor la dejara en paz porque debía encontrar cuanto antes el hospital, que la dirección no podía estar equivocada y que llamaría a un policía.
  -Oh, tu voz, qué bien suena tu voz de lejos- había dicho el muchacho menos incomodo aún, a pesar de las amenazas un poco antes de que el hombre del puesto de flores de la esquina rompiera un silencio que el sol hacía tangible como calor, ligeramente halagado de que aquella niña tan bonita lo nombrase su guía.
  -Doble usted en la segunda esquina, hacia la derecha, una cuadra, de nada.
  Ahora que caminaba segura, la inquietaba saber dónde había quedado el muchacho, la intrigaba no oír su voz desde atrás, ni reconocer su sombra en las baldosas, aunque no se volvería ni esto porque entonces sí que perdería para siempre y no se lo sacaría de encima. Trató de recordar sus ojos al doblar la esquina pero los había olvidado totalmente, como olvidó todo el asunto al entrever entre los troncos y las copas frondosas de los árboles el gran pabellón de seis o siete pisos que iba descubriendo de a poco sus largas hileras de ventanas cuadradas, el jardín ralo que lo circunscribía y una vereda completamente vaciada por el sol restallante de la tarde. En la calzada sólo sobrevivía una corta fila de taxis amparados pobremente por la salpicada sombra de unos arbolitos recién plantados.
  Susana subió por las altas escalinatas que pesadamente desembocaban en el alto portal de vidrio y el amplio vestíbulo con bustos de personalidades, de donde partían otras grandes escaleras de mármol. Antes de entrar había leído las pesadas letras y comprobó que el nombre que le había dado Mercedes estaba equivocado pero que la dirección no, que la dirección era esa, y sonrió satisfecha al saberse a salvo del sol y el aire caliente porque allí dentro todo era tan alto y de una luz de penumbra tan difundida que un fresco silencioso y acogedor recorría el espacio. En el vestíbulo no parecía haber nadie y alguno que otro cartel indicaba vagamente recorridos, trayectorias con destinos múltiples.
  Susana miró hacia atrás, hacia la vereda escaleras abajo a través del gran portal y un resplandor explosivo la obligó a pestañear, a volver la mirada ahora hacia uno de los costados del vestíbulo donde reconoció el mostrador oscuro y alto en el rincón, oculto detrás de un busto con jarras de flores, el cartel escrito con letras infantiles y pegado con grandes pedazos de cinta adhesiva al frente de madera que precariamente decía informes. Se acercó inexplicablemente resuelta a quejarse, a pedir explicaciones por esa falta inadmisible de atención, pero antes tuvo que golpear varias veces en el mostrador hasta que saliera una viejita de pelo blanco con guardapolvo celeste y cara de haber estado profundamente dormida por una puerta que había a un costado.
  -Oh, disculpe, estaba en el baño- gruñó la vieja arreglándose el guardapolvo y después, al comprobar que no había disipado la molestia, el corpiño metiéndose la mano con dificultad por el escote.
  Susana le preguntó por el ala dos, mostrándole el papel que decía piso cuarto, habitación 411, mientras la vieja la hacía esperar un momento con el solo gesto de que por favor primero déjeme revisar las listas, verificar el nombre de la internada, comprobar que aún no era horario de visitas y registrarle el documento por favor señorita, a lo que Susana respondió entre asustada y sorprendida, no concibiendo toda esa cadena de imprevistos, esa desordenada secuencia de importunios con el gesto mecánico de quién no se resigna pero se apresura a cumplir pruebas con el solo objetivo de desembarazarse más rápido. La vieja sacó un teléfono igualmente viejo debajo del mostrador y girando la manivela se comunicó con el ala dos.
  Sonrió al oír la voz de Marianela por el tubo y después de sacudir la cabeza haciendo no y sí alternativamente le informaba que iba al piso cuarto acá una señorita, habitación 411, y ahora separando el tubo del oído la vieja repentinamente jovial le indicaba, sí por favor, trazando con la mano vagos recorridos en el aire, la escalera al fondo del pasillo a la izquierda. Susana miró desde el vestíbulo la boca del largo pasillo que se perdía a la izquierda, de donde surgía una luz blanca más intensa. Aun sabiendo que la vieja había confirmado los datos, la invadía la incipiente sospecha de que estaba inmersa en una gran confusión, que había minuciosamente equivocado los destinos y que se hallaba en cualquier parte de la ciudad lejos del hospital, del cuarto piso y de su amiga sentándose en la cama al verla entrar sigilosamente, de la tía Mercedes que animada le agradecía la visita estampándole la horma de su boca en rouge sobre la mejilla y abrazándola.
  -En buena hora, pensábamos que no vendrías- podría decir la tía Mercedes.
  Es que con el calor, claro, hallaba justificaciones, pero nada de eso, se repetía Susana subiendo por la escalera del fondo del pasillo a la izquierda, asegurándose que no confiaba para nada en la vieja del vestíbulo que no había estado en el baño, que le había mentido. Por eso cuando vio venir hacia ella al enfermero empujando una camilla vagamente se sintió a salvo, como antes del sol, del calor, de la vieja. El enfermero le sonrió y se detuvo para leer el papelito que esgrimía Susana en la mano como un salvavidas de papel.
  -Es del otro lado, señorita. Camine por esta galería y en el primer vestíbulo toma el ascensor hasta el cuarto piso. Cuando baja, hacia la derecha- le seguía sonriendo el enfermero a Susana sin quitarle los ojos del escote de la remera.
  -Es que abajo...- esbozó Susana realmente asustada.
  -Si quiere la acompaño, vamos- iba a girar la camilla.
  -Oh, no, está bien, si entendí bien, gracias- Susana se apuró a caminar por la galería y perderse rápidamente buscando el vestíbulo, el ascensor. No era nada, claro, tomaría el ascensor y se acabaría el asunto, lo que pasaba era que la asustaba perderse en un hospital sobre todo desde aquellas tardes en el sanatorio donde internaron a su abuela (donde finalmente murió) en que ella conducida por su primo hacía expediciones a los subsuelos del sanatorio porque eran chicos y no soportaban las largas tardes de la dolencia y bajaban una escalera y después otra, ávidos de aventuras, hasta que una vez Augusto le aseguró que aquella puerta entornada daba a la morgue.
  Susana había alcanzado a ver una mesa vacía y algo sobre la mesa que según su primo después entre risotadas había sido una mano cortada. Se acordaba todavía cómo corrió despavorida buscando la escalera y que nunca volvió a jugar con Augusto, tantos años, y cómo nunca le perdonó la broma, pensó Susana sonriendo mientras cerraba detrás suyo la puerta metálica del ascensor. Aceptó con tranquilidad que el silencio de antes se recobrara ahora y dejara entreoír tecleteos de máquinas, timbres de teléfonos, murmullos de voces, así como que apareciera un incipiente olor a sopa y sobre todo que al bajar del ascensor se enfrentara a esa telefonista con auriculares que la recibía sonriente y ensayando su expresión más agradable.
  -Buenas tardes- vio Susana las copas de los cipreses del jardín a través de los vidrios de una ventana muy alta-. habitación 411.
  -Deberá bajar hasta la planta baja- dijo la telefonista apretando botones con lso dedos y bajando palanquitas y Susana siguió esperando, mirándola desencajada, resistiéndose a creer que no llegaría, que aquella tarde había equivocado cada pregunta, cada minúscula decisión, el ómnibus, las calles, el hospital.
  -¿Usted no es Marianela?- preguntó Susana acordándose de la conversación por teléfono de la vieja, agotando las últimas barajas de la evidencia.
  - Oh, no, está usted equivocada.
  Susana le gritó que era una vergüenza, que esto era un hospital o qué, que por favor le dijera cómo salir y avisaría a la policía, que hacía media hora que andaba dando vueltas por este hospital del demonio y no llegaba jamás a la habitación donde estaba internada su amiga.
  - Baje por esta escalera hasta la plata baja- insistió sonriendo la telefonista sin inmutarse-, allí le indicarán- como si tantas veces al día le viniesen con el mismo cuento.
  Mientras bajaba por la escalera vio a través de los vidrios nuevamente las altas copas de los cipreses allí afuera, reverberantes en la tarde de sol, como llamas encendidas. En el jardín algunos pacientes caminaban en piyama lentamente. Ya casi empezaba a marearse cuando en planta baja una recepcionista le indicó a la izquierda por un corredor, luego un vestíbulo, luego un ascensor y a sentir una fuerte levadura de náusea a la altura del estómago. Susana se entregó indefensa a la nueva y arbitraria combinación de recorridos, repentinamente divertida pensando en Cnosos y minotauros, en que aquella odisea era para algún oculto y secreto reloj el tiempo exacto que debía perder para llegar justo en horario de visitas. Claro, ése es el corredor, un corredor ancho y sombrío, sin ventanas, sólo esos altos vidrios opacos por donde sólo filtraba la oscuridad y ese cuadrado de luz gris que se recortaba como una pequeña estampa en el fondo del corredor, a una cuadra, seguro el vestíbulo, claro, se explicaba asaltada por remordimientos inusitados de cómo no había comprado una cajade bombones ni una lata de caramelos de esas importadas tan bien pintadas con pájaros dorados. Pasó junto a un kiosco que encabezaba un corredor subsidiario igualmente largo y oscuro, la luz de colores que emitían las revistas rojas y las golosinas azules la distrajo una vez más de sus aburridas cavilaciones y casi fue un anuncio de que el cuadrado girs al fondo se había hecho lo suficientemente grande como para poder entrar a él triunfante, una sala de neón en bandas como un pozo de aire; después fue tomar el ascensor y bajar en el piso cuarto, preguntar algo cansada por la habitación 411, doblar a la derecha, sentir un miedo que le subía por dentro arañandole el estómago mientras avanzaba por ese pasillo angosto sembrado de puertas. Cuando se detuvo frente a la puerta pintada de gris con una lamparita amarilla colgándole en el dintel deletreó varias veces el número, no cabía duda, tragó saliva acomodándose la pollera de tablas, la broma de que había imaginado tantas veces en la tarde del pasillo y la puerta y de formas tan distintas que por eso había tardado en dar con los verdaderos. La puerta estaba entornada y dejaba filtrar una raja vertical de luz fría que duró un instante antes de que Susana la empujara levemente para no hacerla chirriar. Mientras entraba y buscaba en la penumbra de la habitación la silueta de su amiga o la tía, balbuceó lo que había ensayado decir toda la tarde, las preguntas alentadoras, las invitaciones al cine, a los tés con masas, repitiéndose que no le importaba demasiado que la habitación fuera como la había imaginado ni menos aún que ya la conociera, que no estuviera allí ni su amiga ni la tía Mercedes ni nadie más que la enfermera que le iba quitando la ropa de a poco, primero la remera, luego la pollera de tablas, a medida que la guiaba del brazo lentamente hacia la cama como a un pobre animal descarriado que hubiese pasado la noche lejos de los suyos, que las voces y los llantos desconsolados afuera junto a la puerta fueran penetrando progresivamente al cuarto recorrido por las bandas horizontales de luz ceniza que atravesaba las persianas mezclándose lejanamente con el zumbido de las aletas de un ventilador que giraba su cara incansablemente como si buscara a alguien y dijera simultáneamente desalentado que no, que no podía ser cierto el calor repentino, que las ganas de quitarse el camisón que le enfundó la enfermera fueran suyas, y menos aún propia la vehemencia con que Susana revoleaba sus grandes ojos profundamente teñidos de amarillo persiguiendo algo infinitamente veloz y oscilante en el espacio o la benevolencia desesperada con que una mano suspendida en el aire, como cortada, le acomodaba la cabeza sobre la mesa vacía, o le secaba el sudor de la frente, le introducía inútilmente los tubos de suero en la nariz.




                            Alone in Kyoto from Lost in Translation

                            Piano: Paola Siervo

3 comentarios:

  1. Este Escritor, como dices, se debe de haber inspirado en Julio Cortázar, del cuál leí solo "Rayuela" y supe que no deseaba leer otra de sus Obras. En cambio tu tío, me ha dejado sed de más. Hermoso! También me gustó la interpretación de piano!
    Gracias Alejandro!

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    Respuestas
    1. De nada Kathy! Rayuela de Cortázar es una novela. A mi parecer escribió muy buenos relatos y creó toda una movida estética además de participar del famoso "boom" literario allá por los 60. Mi tío trabajó recursos influido por él en sus relatos, es innegable. También entre entre los autores argentinos conocía muy bien a Borges. Y en cuanto a Paola, resulta alquien irremplazable a la hora de hablar de música.

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