Filosofía y letras. Abelardo Castillo






Hegel y el espíritu americano

  "Las noticias acerca de una cultura americana se reducen a hacernos saber que se trataba de una cultura natural, que había de perecer tan pronto el espíritu se acercase a ella. América se ha revelado siempre, y sigue revelándose, impotente tanto en lo físico como en lo espiritual" (G.F.Hegerl, Lecciones de filosofía de la historia).
  Hegel, ya se sabe, también escribió aquello de que todo lo real es racional, etcétera. Con lo que parece haberse equivocado otra vez, pero no puede asegurarse que, al menos en su caso, se cumpliera fatalmente el otro supuesto.

Opiniones personales

  Lo que creemos una opinión personal -ya lo vio Nietzsche- no es generalmente más que una repetición, una idea adquirida cuyo origen olvidamos. En el peor de los casos, no pasa de ser un ignorado lugar común. En la adolescencia, sobre todo, nos ocurre eso, aunque en rigor no deja de ocurrirnos nunca. Pensar es un largo aprendizaje o una rareza. Dos o tres ideas propias que valgan la pena debe ser todo lo que le está permitido a un hombre de genio. Lo demás son influencias, lecturas olvidadas, mala memoria.
  En literatura, al menos, la mala memoria y cierta dosis de benéfica mala fe son el fundamento de lo que llamamos originalidad.

El pensador y el novelista

  Cuando un hombre de ideas se decide a poner por escrito lo que piensa, ya ha olvidado cómo se formó su verdad. (Ideas ajenas, azares, necesidad ocasional de contradecir a alguien que detesta, interpretación errónea de un fenómeno). Esto de por sí ya es grave. Pero mucho más grave es que esa verdad ya se formó, es decir, que al escribir sobre ella ya no busca nada, no piensa nada; sencillamente intenta probar lo que cree de antemano que es verdad. ¿Habrá más de dos o tres casos en los que un pensador, a medida que escribe, reniegue de esa verdad inicial y terminen negándola, o mejor, reconociendo que la niega? Con Ludwig Wittgenstein sucedió algo así. A Michelet le ocurrió, dicen, cuando escribió "La bruja".
  La ventaja del novelista es que no tiene por qué no contradecirse, y hasta hace un mérito de esa incoherencia.

San Agustín

  San Agustín, hablando de Homero: "dulcísimamente vano".
  Eso es hermoso. De todas maneras -y a mi pesar- hay algo que nunca me gustó del todo en San Agustín. "Yo no soy responsable de mis sueños", ¿lo dijo él? Estoy releyendo las "Confesiones"; todavía no encontré ese texto y ahora no estoy seguro de que sea suyo, pero merecería serlo. Tiene, a veces, una marcada tendencia a autojustificarse.
  Llega a acusar a Santa Mónica, su madre, y a su padre, de no haberlo apartado de las tentaciones, y a casi todo el mundo de haber conspirado para atentar contra la salvación de su alma. Lo hace, por supuesto, con un propósito pedagógico, pero da la impresión de que no sólo no se hace responsable de sus sueños, sino de los actos que lo comprometen. Su afirmación de que no creería en el Evangelio si la Iglesia se lo ordenara es un poco alarmante, y en más de un sentido.
  Sin embargo, hay en San Agustín una fuerza por encima de sí mismo. Su idea de la gracia es feroz, inhumana y yo diría anticristiana; anticipa el dogmatismo de Lutero y -de esto sí que no es responsable- la locura de la Inquisición. Pero uno siente que en el fondo es un espíritu verdademente torturado y problemático, alguien que sacrificó demasiadas cosas para poder aceptar la idea católica de Dios.
  No sé hasta qué punto era cristiano. Era como San Pablo, un hombre de partido, un sectario desesperado.
Comparado con el maestro Eckart es una fiera.

El circo de Schopenhauer

  Como dice Schopenhauer, cuando uno ha sobrevivido a dos o tres generaciones se siente como si estuviera en un circo viendo a un saltimbanqui realizar, una y otra vez, las mismas acrobacias. Hay ciertas pantomimas que están hechas para asombrar sólo una vez; después fatigan, desilusionan. A eso se debe, quizá, la sonrisa irónica e indulgente que he advertido en ciertos hombres mayores ante algunos vehementes descubrimientos de la juventud. Como decía con desaliento no recuerdo qué escritor español: "Todo cambia, todo cambia..., lo único que no cambian son las vanguardias."

Kant
  
Cuando digo por ahí que los grandes libros se leen en la adolescencia, me refiero a la poesía y a la literatura de ficción. Es necesariamente imposible comprender ciertos libros de pensamiento antes de cierta edad. A Kant, por ejemplo, comencé a leerlo hacia los veinte años; lo comprendí después de los cuarenta. No quiero decir que entendí las ideas de Kant; esto es relativamente sencillo en la medida en que se tenga disposición natural para la filosofía (Schopenhauer lo entendió muy joven). Quiero decir que entendí el significado de Kant en el pensamiento moderno y comprendí, de paso, lo mal que suele leérselo desde hace dos siglos. Nietzsche no comprendió a Kant; ni siquiera estoy seguro de que lo haya intentado, si es que lo leyó. Leyó a Schopenhauer, leyó tal vez - o seguramente- la Lógica de Hegel (es decir la transcripción de las lecciones de lógica), donde se interpreta a Kant; pero parece no haber captado lo que significó, Para él, Kant es la Moral la "cosa en sí", que es precisamente lo que no es Kant. Quienes atribuyen a Kant "la cosa en sí" no han leído a Kant sino a profesores poskantianos. Kant, en realidad, terminó para siempre con la cosa en sí, la sacó para siempre de la cuestión, dijo que era imposible hablar de ella, lo que equivale a decir, cambiemos de conversación.
  En cuanto a la moral: qué libro se podría escribir sobre esto, qué libro inmoral.
  Dicho brevemente: hasta Kant, Dios y la religión eran fundamentos de la Ley Moral. Para Kant, la Ley Moral es una condición de la existencia; ella funda las religiones y la idea que nos hacemos de Dios.

Nietzsche

Desde la adolescencia he venido leyendo a Nietzsche. Afortunadamente nunca tomé en serio sus peores ideas -el hombre superior, la moral de los esclavos, el espíritu de la tierra-, imaginando que él tampoco las tomaba en serio, entendiéndolas, digamos, como metáforas o verdades poéticas. Otra suerte fue haber leído en una época bastante temprana "Aurora", que me reveló un Nietzsche muy particular y para mí, esencial.
  El peligro de pensadores rapsódicos como Nietzsche es que están demasiado cerca de la literatura, sin ser, del todo, poetas. Cuando uno lee las opiniones de un poeta o un novelista no las toma como ideas absolutas, ni siquiera como verdades personales. Más o menos por la misma razón que entendemos de antemano que un ciprés de Van Gogh no es el ciprés de la botánica.
  Nietzsche en cambio, es un filósofo; se nos aparece a priori como un filósofo, vale decir, como alguien depositario del saber. Esto, a los dieciséis años, puede ser catastrófico.

Verdades nada universales

  Las opiniones absurdas de muchos intelectuales estúpidos provienen de haber entendido como absolutas o universales, en la adolescencia, las verdades personales o fragmentarias de un gran hombre.

Sartre, treinta años después

  "He escrito, he vivido; no hay nada que lamentar".
Cinco años antes de morir, ya casi ciego y sintiendo que su oficio de escritor estaba destruido, Jean-Paul Sartre pronunció estas palabras, que fueron su despedida de nuestra generación, "He escrito, he vivido". Reparemos en el orden de esos verbos: escribir, vivir. Para Sartre, las palabras seguían estando en el origen de las cosas, seguían siendo el fundamento de su ser en el mundo. El hombre que las pronunció era, en definitiva, el mismo que muchos años antes nos había dicho: "Para un escritor la literatura es todo, si no es todo no vale la pena perder una hora en ella". Filósofo, hombre público, moralista, político -entendiendo que la política era para él la forma contemporánea que asume la ética-, Sartre fue antes que nada, esencialmente, un escritor. Tal vez, uno de los mayores que ha dado Francia en este siglo, que es el siglo de Proust y de Gide. Comparte con Camus la rara condición de haber inventado, para la novela, un mito poético contemporáneo: el hombre absurdo. Si Mersault representó para nosotros la extrañeza de vivir en un mundo sin sentido. Roquetin y Mathieu fueron, en ese mismo mundo, la busca de un valor desesperado y acaso inútil: la libertad.
  Más de una vez me he preguntado qué significó Sartre para nuestra generación, qué trajo de nuevo a la filosofía, que respuestas o incluso qué preguntas no formuladas antes por Nietzsche, Marx, Heidegger o Freud. Mal o bien, ya he intentado contestar esa pregunta desde la reflexión; hoy puedo contestarla, brevemente, desde la literatura. Tal vez lo único que hizo Sartre fue escribir otra vez -pero desde la novela y el teatro- lo que el pensamiento contemporáneo trataba de expresar desde la filosofía. La obra literaria de Sartre propone una paradoja que no siempre se ha advertido en todo su significado. Se lo podría discutir y aun negar como hombre de ideas; sin embargo, los mismos que lo discutían y negaban eran los mejores defensores de su teatro y sus novelas, escritos, básicamente, con las mismas ideas de sus obras filosóficas. Esto significa dos cosas: en un sentido general, el triunfo del arte literario sobre el pensamiento -explicación grata a ciertas almas bellas que leen novelas para defenderse del surmenage-; y. en un sentido particular, la formidable seducción literaria de las ficciones de Sartre. "El infierno es la mirada de los otros"; dicho así, esto parece refutable, incluso un poco caprichoso, aun suponiendo que se haya entendido la idea del sujeto devenido en cosa, petrificado por una conciencia ajena. La misma idea, en "A puerta cerrada", se transforma en una de las obras más terribles del teatro contemporáneo. La náusea espiritual que la angustia de Kierkegaard o la desesperación de Jaspers; sentida por Roquetin en las primeras memorables páginas de "La náusea, empieza a ser eso, cercano al terror, que alguna vez sentimos todos. Proponer en un tratado filosófico de mil páginas que el amor no es un ensueño poético, que, incluso, es un acontecimiento poco pulido y, la mayoría de las veces, más bien sucio, admite discusión. Cuando Hilde le dice a Goetz en "El Diablo y Dios", que él se pudrirá en sus brazos y ella lo amará carroña, pues no se ama nada si no se ama todo -al revés de lo que decía Borges, esto hay que leerlo, o en todo caso hay que oírlo en un escenario-, sentimos que sólo es capaz de amar quien ama de este modo.
Sartre, el antipoeta, el hombre a quien se acusaba de estar en contra de la poesía, escribió: "Frase absurda, como decir que estoy en contra del agua y del aire." La poesía es. Como el ser, No se la construye ni se la escribe; el poeta ni siquiera habla: su verdad es hablada por la poesía. Si no bastara la confesión de Simone de Beauvoir sobre que Sartre también escribió versos, bastaría recordar un libro entero, "Las palabras", donde cualquiera puede encontrar varios de los momentos más bellos de la lengua francesa. O esta mínima variación sobre la palabra "Florencia":
  Florencia es ciudad y flor y mujer, es ciudad-flor y ciudad-mujer y niña-flor, todo a la vez. Y el extraño objeto que así aparece posee la liquidez de lo fluvial, el dulce ardor leonado del oro, y al terminar se abandona con decencia y, por el debilitamiento de la e muda, prolonga indefinidamente su entrega llena de reserva.
  No sabemos qué pensarán de Sartre las generaciones futuras. Sabemos que la nuestra lo leyó, lo discutió, lo amó. Leer a este francés no era leer a un extranjero: era como leer a Marechal, a Borges, a Roberto Arlt. Fue nuestro compatriota y nuestro paradigma y nuestro compañero de ruta. Ningúno de nosotros podrá olvidar nunca lo que sintió, con Mathieu, en aquel último campanario de "Los caminos de la libertad". Mathieu se ha quedado solo, empuñando un fusil, mientras los alemanes toman la ciudad; y le pide a nadie (o a Dios) quince minutos:
  Se acercó al parapeto y comenzó a disparar de pie. Cada disparo lo vengaba de un antiguo escrúpulo...un tiro sobre Marcelle, a la que debí abandonar; un tiro sobre Odette, con la que no quise acostarme. Éste por los libros que no me atreví a escribir, éste por los viajes que me negué, éste por todos los tipos, en bloque, a los que tuve ganas de odiar pero intenté comprender...Disparaba...Las leyes volaban por el aire...Amarás a tu prójimo: pam, sobre es idiota...No matarás: pam, sobre ese títere...Disparaba contra el Hombre, contra la Virtud, contra el Mundo...Disparó y miró el reloj: catorce minutos y treinta segundos más...Disparó contra toda la Belleza de la Tierra, contra la calle, las flores y los jardines, contra todo lo que había amado. La Belleza se zambulló obscenamente y Mathieu disparó todavía. Disparó: era puro, era todopoderoso, era libre...Quince minutos.
  Jean-Paul Sartre nació en París, en 1905, y murió en todas partes, hacia 1980. Entre esos dos instantes escribió para nosotros y vivió con nosotros. Mi generación no tiene nada que lamentar. 

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