Formas breves (tercera parte), Ricardo Piglia





 
  Ricardo Piglia
  Borges ha construido uno de los mejores textos sobre el carácter imperceptible de la noción inevitable de límite y ése es el título de una página escrita en 1949, escondida en "El hacedor", y atribuida al oscuro escritor uruguayo Julio Platero Haedo. Dice así: "Hay una línea de Verlaine que no volveré a recordar. Hay una calle próxima que está vedada a mis pasos. Hay un espejo que me ha visto por última vez. Hay una puerta que he cerrado hasta el fin del mundo. Entre los libros de mi biblioteca (estoy viéndolos) hay alguno que ya nunca abriré."
Basado en el oxímoron y en el desdoblamiento, Borges narra el fin, como si lo viviera en el presente: está allá y es lejano pero ya está aquí, inolvidable, inadvertido. Por supuesto esa marca en el tiempo, ese revés, es la diferencia entre la literatura y la vida. Cruzamos una línea incierta que sabemos que existe en el futuro, como en un sueño. Proyectarse más allá del fin, para percibir el sentido, es algo imposible de lograr, salvo la forma del arte.
El poeta Carlos Mastronardi ha escrito: "No tenemos un lenguaje para finales. Quizá un lenguaje para los finales exija la total abolición de otros lenguajes."
Para evitar enfrentarnos con este lenguaje imposible (que es el lenguaje que utilizan los poetas) en la vida se practican los finales establecidos. Los horarios entre los que nos movemos cortan el flujo de la experiencia, definen las duraciones permitidas. Los cincuenta minutos de Freud son un ejemplo de este tipo de finales.
La literatura en cambio trabaja la ilusión de un final sorprendente, que parece llegar cuando nadie lo espera para cortar el circuito infinito de la narración, pero que sin embargo ya existe, invisible, en el corazón de la historia que se cuenta.
En el fondo la trama de un relato esconde siempre la esperanza de una epifanía. Se espera algo inesperado y esto es cierto también para quién escribe la historia.
Bergman ha contado muy bien cómo se le ocurrió el final de un argumento (es decir como descubrió lo que quería contar).
"Primero vi cuatro mujeres vestidas de blanco, bajo la luz clara del alba, en una habitación. Se mueven y se hablan al oído y son extremadamente misteriosas y no puedo entender lo que dicen. La escena me persigue durante un año entero. Por fin comprendo que las tres mujeres esperan que se muera una cuarta que está en el otro cuarto. Se turnan para velarla." Es "Gritos y susurros".
Lo que quiere decir un relato sólo lo entrevemos al final: de pronto aparece un desvío; un cambio de ritmo, algo externo; algo que está en el cuarto de al lado. Entonces conocemos la historia y podemos concluír.
Cada narrador narra a su manera lo que ha visto ahí.
Hemingway por ejemplo contaría una conversación trivial entre las tres mujeres sin decir nunca que se han reunido para velar a una hermana que muere.
Kafka en cambio contaría la historia desde la mujer que agoniza y que ya no puede soportar el murmullo ensordecedor de las hermanas que cuchichean y hablan de ella en el cuarto vecino.
Una historia se puede contar de manera distinta, pero siempre hay un doble movimiento, algo incomprensible que sucede y está oculto.
El sentido de un relato tiene la estructura del secreto (remite al origen etimológico de la palabra se-cernere, poner aparte), está escondido, separado del conjunto de la historia, reservado para el final y en otra parte. No es un enigma, es una figura que se oculta.
Borges ha narrado en un sueño la sustracción de esa imagen secreta que irrumpe al final como una revelación y permite por fin entender.
El sueño está en "Siete noches" y su forma es perfecta. Cuenta Borges:
"Me encontraba con un amigo, un amigo que ignoro: lo veía y estaba muy cambiado. Muy cambiado y muy triste. Su rostro estaba cruzado por la pesadumbre, por la enfermedad, quizás por la culpa. Tenía la mano derecha dentro del saco. No podía verle la mano que ocultaba al lado del corazón.
Entonces lo abracé, sentí que necesitaba que lo ayudara: 'Pero mi pobre amigo', le dije, '¿qué te ha pasado? ¡Qué cambiado estás!'
Me respondió:'Sí, estoy muy cambiado.'
Lentamente fue sacando la mano. Pude ver que era la garra de un pájaro."
Hasta que no se revela lo que se ha escondido, la historia es apenas el relato de un encuentro, melancólico y trivial, entre dos amigos. Pero luego, con un gesto, todo cambia y se acelera y se vuelve nítido.
Por supuesto lo extraño es que el hombre tenga desde el principio la mano escondida. Que tenga una garra de pájaro y que Borges en el sueño vea recién al final lo terrible del cambio, lo terrible de su desdicha, ya que está convirtiéndose en un pájaro.
El argumento, en un instante, gira y encuentra su forma, el relato está en esa mano que está oculta. La forma se condensa en una imagen que prefigura la historia completa.
Hay algo en el final que estaba en el origen y el arte de narrar consiste en postergarlo, mantenerlo en secreto y hacerlo ver cuando nadie lo espera.
Kafka tiene razón: el comienzo de un relato todavía incierto e impreciso, se anuda sin embargo en un punto que estaba por venir.
Borges en un momento de su conferencia sobre Nathaniel Hawthorne, en 1949, narra el núcleo primero de un cuento antes de que el argumento se desarrolle y cobre vida (como Kafka quería).
"Su muerte fue tranquila y misteriosa, pues ocurrió en el sueño. Nada nos veda imaginar que murió soñando y hasta podemos inventar la historia que soñaba -la última de una serie infinita- y de qué manera la coronó o la borró la muerte. Algún día, la escribiré y trataré de rescatar con un cuento aceptable esta deficiente y harta digresiva lección."
Ese cuento por supuesto fue "El Sur", y para escribirlo (en 1953) Borges tuvo que inclinarse sobre esa microscópica trama inicial e inferir de ahí la vida de Dahlmann que, en el momento de morir de una septicemia en un hospital, sueña una muerte feliz, a cielo abierto. Tuvo, quiero decir, que imaginar la vivida escena en la que el tímido y gentil bibliotecario Juan Dahlmann empuña el cuchillo que acaso no sabrá manejar y sale a la llanura.
La idea de un final abierto que es como un sueño, como un resto que se agrega a la historia y la cierra, está en varios cuentos de Borges y la forma se percibe claramente cuando se analiza el final de una historia que es el modelo ejemplar de cierre para Borges, el cierre de la literatura argentina, podríamos decir. Me refiero al final de "El gaucho Martín Fierro". Es una escena que Borges ha contado y vuelto a contar varias veces (sería mejor decir recitado y citado en distintas ocaciones). Dice, como todos sabemos, así:

Cruz y Fierro de una estancia

una tropilla se arriaron
por delante se la echaron
como criollos entendidos
y pronto sin ser sentidos
por la frontera cruzaron.
Y cuando la habían pasao
una madrugada clara
le dijo Cruz que mirara
las últimas poblaciones
y a Fierro dos lagrimones
le rodaron la cara.

La obra se cierra con dos figuras que se alejan y que se borran rumbo a un incierto porvenir. Y esas dos lágrimas silenciosas lloradas en el alba, al emprender la travesía tierra adentro, impresionan más que una queja y son una cifra de la pérdida y del fin de la historia.

Junto a la estampa inolvidable de esos dos gauchos que al amanecer se pierden en la lejanía, la clave de ese final es la aparición de un narrador que estaba oculto en el lenguaje.
Todo el poema ha sido narrado por Martín Fierro, como una suerte de autobiografía popular, pero de pronto, en el cierre, surge otro; alguien que ha sido en verdad el que ha contado esa historia y que ha estado ahí, desde el principio.
La voz que distancia y cierra el relato es la marca que, en la forma, permite el cruce final. Se queda de este lado de la frontera y ellos se van.

Y siguiendo el fiel del rumbo, 

se entraron en el desierto,
no sé si los habrán muerto
en alguna correría
pero espero que algún día
sabré de ellos algo cierto.
Y ya con estas noticias
mi relación acabé.
por ser ciertas las conté,
todas las desgracias dichas:
es un telar de desdichas
cada gaucho que usté ve.

La irrupción del sujeto que ha construido la intriga define uno de los grandes sistemas de cierre en la ficción de Borges.

Voy a usar el ejemplo de dos relatos que ya he citado: en "La muerte y la brújula" en el momento en que el argumento se está por duplicar, cuando Lönnrot cruza el límite que divide la trama y va hacia el sur y hacia la muerte, surge de pronto, como un fantasma, la voz del que ha narrado invisible la historia.
"Al sur de la ciudad de mi cuento fluye un riachuelo de aguas barrosas, infamados de curtiembre y de basuras. Del otro lado hay un suburbio fabril donde, al amparo de un caudillo barcelonés, medran los pistoleros.
Lönnrot sonrió al pensar que el más afamado -Red Scharlach- hubiera dado cualquier cosa por conocer esa clandestina visita..."
El que narra está por abandonar a Lönnrot a su suerte prepara de ese modo taimado y fraudulento la irrupción final e insospechada de Scharlach el Dandy. El que narra dice la verdad. Lönnrot tiene ahí la clave del enigma pero la entiende al revés y el narrador indiferente lo mira desviarse y seguir obstinado hacia la muerte.
"Lönnrot consideró la remota posibilidad de que la cuarta victima fuera Scharlach. Después la desechó..."
En "Emma Zunz" hay una escena vertiginosa donde la historia cambia y es otra, más antigua y más enigmática. Emma le entrega su cuerpo a un desconocido para vengarse del hombre que ha infamado a su padre y en ese momento extraordinario en el que toda la trama se anuda, el que narra irrumpe en el relato para hacer ver que hay otra historia en la historia y un nuevo sentido, a la vez nítido e inconcebible, para la atribulada comprensión de Emma Zunz.
"En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas, ¿Pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió enseguida en el vértigo."
Esa estructura de caleidoscopio y de doble fondo se sostiene sobre una pequeña maquinación imperceptible:
la íntima voz que (como en el poema de Hernández) ha marcado el tono y el registro verbal de la historia se identifica y se hace ver y define desde afuera del relato y lo cierra.
Su entrada es la condición del final; es el que ha urdido la intriga y está del otro lado de la frontera, más allá del círculo cerrado de la historia. Su aparición, siempre artificial y compleja, invierte el significado de la intriga y produce un efecto de paradoja y complot.



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