Papá Noel tiene la garganta seca. Marcelo Rubio







Marcelo Rubio

Nada hubiese ocurrido si mi hijo de cinco años no hacía el pedido, pero lo hizo, quizá montado en esta farsa de las navidades donde los chicos creen que es el tiempo en el cual todo puede suceder.

Cuando yo era pequeño vivía esas fiestas a pleno, no existía tanta publicidad del espíritu navideño. Conocía la verdad de Noel desde muy chico, pero adoraba las reuniones familiares. Esas mesas largas, armadas en el patio a cielo abierto, las charlas, juegos y bailes hasta bien entrada la madrugada. Los años fueron ausentando invitados, la extensión de mesas se acortó y en algún momento mi alegría por esos encuentros, se apagó, sin previo aviso.

En aquellas épocas no había Centros Comerciales, en mi ciudad existían seis cuadras ocupadas exclusivamente por negocios, se extendían desde la plaza central hasta la estación de trenes y durante diciembre se cortaba el tránsito vehicular de modo que la gente tuviese más espacio para las compras. Los comerciantes se organizaban por grupos y contrataban los servicios de Papá Noel. En cada cuadra había dos o tres Noeles y nuestros padres, esforzados por mantener la mística navideña, se ocupaban en aclarar que “esos” nada tenían que ver con el que llegaría el veinticuatro a la medianoche. Los hombres gordos andaban de aquí para allá, bajo un calor insoportable, soportando barbas impostoras y trajes cerrados. Pero así ganaban algo de dinero, con un esfuerzo no tan exagerado. Recorrían las calles agitando cencerros o campanas, algunos chicos se le acercaban para sacarse una foto que tomaban el papá o la mamá. Los Papás Noeles no cobraban por ese gesto, ni había fotógrafos que trataran de ganar dinero a fuerza de retratos.

En casa, cuando yo tenía la edad que ahora tiene mi hijo, sucedió lo que con el tiempo cobró el título de “La desgracia de Antonio”. Cada Noche Buena, pasados algunos minutos de las doce, aparecía en el jardín, Papá Noel, dejaba una bolsa con regalos y corría rumbo las escaleras que daban a la terraza para, lo que nosotros suponíamos, continuar con su misión. Mis primos, hermanos y yo, no abalanzábamos sobre los paquetes, al tiempo que agradecíamos. La navidad que cuento, tío Antonio, un tipo de sobrepeso, casado con Clara y sin hijos, había bebido bastante. Pudimos observar como tía Clara lo regañaba por lo bajo. Llegó la hora del brindis y Antonio envío a bodega dos buenas copas de espumante. A los tumbos se fue hacia la casa. El Papá Noel bamboleante que apareció en el jardín, dejó la bolsa, intentó correr rumbo a la escalera, resbaló. Recuerdo que el cuerpo quedó en posición horizontal a un metro del suelo, pareció suspendido en el aire por unos segundos y luego se desplomó. Todos corrimos, grandes y chicos. Tía Clara no pudo contenerse y gritó






-Antonio, por Dios ¿Estás bien?

Los otros adultos chistaban y decían.

-¡Ojo que están los chicos!

Por nuestra parte corrimos hacia los regalos y de reojo veíamos a ese bulto, blanco y rojo, duro sobre el pasto, la barba volada a un lado junto al gorro. Manoteábamos paquetes sin sentido, escuchando a Tía Clara llorar y gimotear

-Antonio, Antonio ¿me escuchás?

Alguien acercó una silla y confirmamos que aquel Papá Noel se parecía demasiado al Tío Antonio. Por algunas semanas creí que el trabajo de Antonio era ser Noel. Mi hermano mayor me sacó ese tonto pensamiento a fuerza de burlas y humillaciones intelectuales que aun hoy me avergüenzan.

En estos tiempos vivo en un departamento, mi mujer lleva seis meses internada en un hospicio, los médicos no han logrado la combinación de fármacos para mantener su psiquis equilibrada. Lleva años de tratamiento, el acto que determinó su internación fue muy triste para todos. Desde esos días lo que mi hijo desea intento cumplir, la psicóloga que lo atiende me ha dicho que es un grave error mi proceder y que esto y que aquello y que lo otro, pero al fin de todo quiero que mi hijo sonría y pierda la tristeza que se le impregnó en la mirada. Así las cosas me pidió que lo llevara al Centro Comercial para darle su carta en mano a Papá Noel.

Intenté persuadirlo de no ir, le propuse alguna actividad alternativa, conocedor que el sitio estaría atestado de gente, sumando a la estafa de tener que pagar para ver a un Noel falso.

-Si me das el sobre lo podemos enviar por correo al Polo Norte, te dan la estampilla, un certificado de entrega y a retorno te envía la recepción de Papá Noel – dije, teniendo como premisa que yo podría ver los deseos de la carta y hacerlos realidad.

-No – dijo serio – porque vos vas abrirlo y así no tendría lo que pido. Los milagros de Navidad son secretos entres los chicos y Noel – metió la cara en su tazón de leche y no habló más.

Siendo así los términos de no cumplirse con los deseos de mi hijo, no caerían las sospechas sobre el Papá Noel del Centro Comercial, sino sobre mí, por adquirir el mote de acusado por la apertura del sobre.






No tenía muchas opciones, fuimos tal como lo pidió mí hijo, en el segundo piso habían construido una casa Alpina, rodeada de rejas, árboles nevados, un gran sillón para que ocupe Noel. Sobre unos pequeños bancos montados junto a la casa, varios jovencitos vestidos de verde oficiaban de ayudantes en la fabricación de juguetes. Visto de esta forma, el Gran Gordo esclaviza a unos indefensos a los que les paga miseria y somete una tarea inhumana. Luego, vestido de rojo y blanco, sale al mundo haciendo que todos gasten dinero en lo que sus explotados construyeron y diciendo a los cuatro vientos “Este anciano obeso les regala lo mejor que puede”. Es la perfecta imagen del capitalismo. Claro que a mi hijo y todos los chicos, no les interesa esa deducción.

Nos formamos en una fila que tenía más de cincuenta metros. Vimos llegar a Noel, dio una vuelta por todo el enrejado mientras los pequeños lo aclamaban, se ubicó en el sillón. No me interesaba cuanta gente estaba detrás nuestro, sólo pretendía adivinar el tiempo que nos llevaría finalizar con el trámite. Con lentitud la hilera humana se movió, entre los murmullos estallaban flashes fotográficos. Mi hijo apretaba fuerte el sobre entre las manos, se lo veía nervioso, me agaché varias veces para abrazarlo y preguntarle si estaba bien. Necesitaba que en el algún momento me contara lo que había escrito como deseo, pero no había forma de saberlo.

Sucedió que Papá Noel abandonó un rato el trono, saludó y se introdujo en la casa alpina. Por una rendija lo podía observar, desconozco si otros padres lo hicieron. Se quitó el gorro, se rascó los genitales, buscó en un bolso hasta que extrajo una botella de whisky y le dio un largo trago. Se limpió la boca con la manga del saco. Giró y por un instante nuestras miradas quedaron enfrentadas. Puso rostro serio, casi amenazante, sin dejar de mirarme guardó la botella y salió nuevamente a la faena. Bufé. Podía ir ante las autoridades del Centro Comercial y denunciarlo, pero yo tenía otro plan y Papá Noel era parte fundamental, ebrio o no. Mi hijo me observó. La fila se iba moviendo, cada tanto Papá Noel volvía a la casita, yo no podía verlo pero sabía cuál era el ritual que practicaba. En cada retorno tenía la nariz más roja y el paso más vacilante. Podría haberse inspirado en mi tío Antonio, pensé. Luego de casi dos horas de espera estábamos listos para ser recibidos por Noel. Pagué para poder ingresar con mi hijo, pagué para que un fotógrafo retratara el momento e iba a seguir pagando.

Papá Noel sentó a mi hijo en una pequeña silla, recibió el sobre, le hice señas que necesitaba el papel. Me guiñó un ojo. Me acerqué para la foto. El tipo olía a whisky. En caso de no haber quedado claro, le susurré entre dientes.

-Necesito la carta.

-Papá Noel tiene la garganta seca – comentó con una sonrisa y señaló una caja que estaba a sus pies.



Mi hijo ya saludaba a los asistentes vestidos de verde. Saqué un billete de cincuenta, Noel tosió y no sé cómo dijo

-Papá Noel no toma agua mineral.

Puse otros cincuenta.

-La felicidad de un niño no tiene precio, amigo - ironizó y me entregó el sobre.

Aquella noche me cuestioné muchas cosas. Barajé el sobre por varias horas, mi hijo descansaba en su cuarto. Me descubrí deseando que el milagro se volviera real, no tenía motivos para ser yo quien arruinara todo y me quedé dormido, con el sobre intacto entre las manos, bajo el árbol de Navidad.




                                 

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