Alí vs. Folley. Marcelo Rubio


Alí vs. Folley

Marcelo Rubio

Mi padre fue hombre de una sola vida, con pocos misterios, carente de lujos, pero vivida tan a pleno como él mismo se permitió. Nunca dejó que el hambre nos acorralara; cuando en cierta oportunidad hubo carencias, no dudó de vender su anillo; en otro momento, su reloj para que no faltara pan y leche. Aún tengo su imagen al volver después de esa venta, con gesto duro, la espalda levemente encorvada por el cansancio y la humillación de trabajar para que el dinero no alcanzara. Él jamás protestó por eso; muchas noches, ya bien tarde, yo desde mi habitación veía la luz del comedor encendida y la silueta de ese hombre peleador de todas las batallas recortada contra el enorme ventanal que daba al jardín, fumando en silencio.

Era sencillo saber cuándo llegaban las malas épocas: el auto no salía del garage, mi padre lo ponía en marcha cada dos días para que ese Fiat 1100 no se entumeciera. El trabajo nunca lo avergonzó, a su tarea fija en la empresa de energía sumó otras alternativas laborales. Siempre honrado, pagando sus deudas, sin defraudar a nadie.

Cuando creí haberlo visto en todas las tareas posibles, mi padre, y nunca supe cómo, consiguió un trabajo complementario más original que ningún otro. Recuerdo que él estaba arreglando la suspensión del 1100 tirado debajo del coche, haciendo fuerza para destrabar una tuerca, yo a su lado, puro espíritu aprendiz y con muchas ganas de ensuciarme para decir que había ayudado. Aquel día mi madre llegó diciendo que llamaban del estadio de boxeo Luna Park. La reparación del Fiat quedó para después, mi padre se bañó y marchó al centro de la ciudad. Volvió por la noche con una sonrisa feliz, un ramo de flores y unos chocolates. De ahí en más, durante las veladas de boxeo sería el encargado de subir y bajar el micrófono para que el locutor anunciara el comienzo y desenlace de las peleas.

Era una tarea a conciencia, había que manipular muy bien la manija que recogía y extendía el cable, para no romperlo. Antes de cada reunión boxística, mi padre probaba el funcionamiento del audio, luego se instalaba en una pequeña cabina en lo alto del estadio y aguardaba para cumplir con su labor. Faena digna de un artista, cuando la pelea había sido dura y pareja, soltaba el cable lentamente, generando una atmósfera de absoluta expectativa por la lectura del fallo; si el combate terminaba por KO, lo descendía con rapidez para que el ganador disfrutara del triunfo. Cada noche de sábado cumplía su misión, y era tan bueno en su tarea que le llegó la gran oportunidad. Recibimos en casa una carta firmada de puño por el gran Muhamad Alí, donde le pedía que accediera a viajar a los Estados Unidos para subir y bajar el micrófono en el combate donde Alí defendería su título ante Zora Folley. La noche del 22 de marzo de 1967, mi padre dio el tiempo necesario para que la gente aplaudiera al gran Muhamad tras retener el titulo de peso máximo. Al volver me dijo:

—Cuando Alí oyó el fallo, levantó su mano derecha y señalándome, dijo: “Thanks, mister, thanks”.

Se me hizo un nudo en la garganta, lo abracé desde mis ocho años, con desesperación.

La vida se lo llevó poco tiempo después. Yo, varios años más tarde de su partida, conseguí una copia de la pelea Alí-Folley. Seré sincero, he visto miles de veces el combate prestando atención a cada detalle, y jamás encontré que Muhamad levantara la mano ni dijera nada. Pero no dejaré de verla si es necesario un millón de veces, sé que en alguna de ellas el gran Alí llevará su mano hacia arriba y dirá “Thanks, mister, thanks”. Estoy seguro de que mi padre no inventó nada de esta historia.


Muhamad Alí


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