¿Qué habría pasado? Jordi Rocandio Clua



El archiduque Franz Ferdinand y su esposa la condesa Sofía Chotek en Sarajevo


Jordi Rocandio Clua

Lo enviaban otra vez al hospital público. Le habían comunicado que tenía que interrogar a un artista que fue agredido hacía dos semanas. Días atrás despertó y ya le podían preguntar sobre lo sucedido. Estaba vivo de milagro.

Cuando llegó al centro sanitario, se dirigió a la planta número seis. Recorrió el largo pasillo sin encontrar lo que buscaba. Aquello era un laberinto. Preguntó a una enfermera y lo envió a la sección seis de la planta de cuidados intensivos. Buscó en su libreta el número de la habitación. La seis.

Pasó de largo por las cinco primeras y picó a la puerta. Era la hora de hacer su trabajo.

En la habitación había un solo hombre. Estaba vendado de los pies a la cabeza. Tan solo su rostro era visible. Unos intensos ojos azules le miraron con resignación y rabia contenida.

El hombre empezó a hablar muy rápido y sin que se le entendiera nada de lo que decía.

Así no iba a conseguir nada que valiera la pena.

—¿Podría empezar por el principio? Cálmese, por favor. Lo solucionaremos.

—Estoy un poco confuso. El golpe en la cabeza casi me mata. Hace solo unas horas que veo las cosas con más claridad. Espere unos minutos. Déjeme pensar.

—Por supuesto. Tómese el tiempo que necesite. La descripción que nos haga de los hechos debe ser lo más precisa posible para poder detener a quién le ha asaltado de esta manera tan brutal.

—Ya empiezo a recordar. Son fogonazos en mi mente nublada, pero tengo algunas vagas ideas de lo que pasó. Si me pasa el vaso de agua se lo agradeceré mucho. Tengo la boca muy pastosa.

—Por supuesto. No omita ningún detalle. Preferimos que no diga nada a no ser que esté del todo seguro.

—Recuerdo estar en un banco del Jardín Inglés, junto al río Isar. Allí el paisaje es de una belleza sin igual y lo visito con frecuencia. Me encanta pintar al aire libre y ese es uno de los lugares más bellos de la ciudad.

—¿A qué hora se produjeron los hechos?

—Al atardecer. La pintura con acuarelas es ideal para representar las puestas de sol. Si quiere conquistar a una mujer, no dude en llevarla allí para cortejarla.

—Entendido. Siga, se lo ruego.

—Claro. Estaba concentrado en mi obra cuando noté un movimiento extraño a mi espalda. No le di importancia, por allí pasea mucha gente, es normal a esas horas. Parejas de enamorados, personas paseando a sus mascotas, algún que otro vagabundo. En general, es una zona tranquila y nunca me había parecido peligrosa.

Pasaron unos segundos donde el enfermo se quedó en silencio.

—Siga, por favor. ¿Es que no se encuentra bien? ¿Quiere que llame a la enfermera?

—No es nada. A veces me mareo un poco. Ya puedo continuar. La cuestión es que noté como alguien, con un movimiento rápido, cogía la bolsa con mis pertenencias y salía corriendo. Me levanté rápidamente y corrí tras él, dejando atrás mis acuarelas. El ladrón era bastante rápido, pero le seguía la pista a corta distancia. Siempre se me han dado bien las carreras. Salió del parque después de seis o siete minutos huyendo de mí y se internó por unas estrechas callejuelas. Yo me iba acercando cada vez más, no pensaba dejar que ese joven huyera con todo lo que poseía para sobrevivir en mi nueva ciudad.

—¿Su nueva ciudad? ¿A qué se refiere?

—Hace poco que me he instalado aquí. No tengo trabajo, pero por mi cabeza me rondan varias ideas y proyectos a realizar. Mientras tanto, me dedico a lo que más me gusta. Pintar.

—De acuerdo. Prosiga. ¿Le llegó a atrapar?

—La cuestión es que el ladrón callejeaba muy bien, se notaba que conocía esa zona a la perfección, por lo que me costó bastante seguirlo. Se deslizaba por esos callejones como si fueran su casa y no hacía más que ponerme obstáculos por el medio para que tropezara. Recuerdo caer un par de veces y casi llegué a perderlo, pero al girar una esquina lo encontré parado, esperándome. Pensaba que estaba solo y que conseguiría que me devolviera las pertenencias si no quería llevarse unos cuantos golpes por mi parte. Pero me equivoqué, de detrás de unos contenedores salieron tres chicos más.

—¿Podría describirlos? Si estaban parados delante de usted, seguro que llegó a verlos bien.

—Lo intentaré. Recuerde que estaba anocheciendo y que aquellas calles apenas estaban iluminadas. Iban vestidos con trajes bastante comunes. Llevaban pantalones grises, jerséis de lana y unas gorras que ocultaban bastante bien sus rostros. Sus zapatos eran oscuros y bastante desgastados. Eran chicos de la calle, jóvenes curtidos en mil reyertas callejeras. Me di cuenta al momento de que me había metido en la boca del lobo. Les expliqué que acababa de llegar a la ciudad y que no llevaba más que unas pocas monedas, que lo único que me interesaba era mi documentación, que el resto se lo podían quedar. No sirvió de nada. Se rieron de mí en la cara y enseguida se me echaron encima. La lluvia de golpes fue brutal. Noté como varias costillas se me rompían. El dolor en piernas y brazos fue terrible. Entonces, el chico al que había perseguido y que debía ser el jefe de la banda, les ordenó que pararan. Llegué a pensar que la cosa acabaría ahí, que se irían y me dejarían en paz. Me volví a equivocar. Aquel joven cogió una barra de metal que había en el suelo, se acercó a mí y me golpeó varias veces en la cabeza. Fui incapaz de protegerme, mis brazos ya no respondían. Supongo que en ese momento debí perder el conocimiento, puesto que ya no me acuerdo de nada más.

—Tuvo suerte de que le dieran por muerto.

—Creo que suerte no es la mejor palabra para describir mi situación, agente.

—Tiene usted razón. Disculpe mi falta de delicadeza.

—Al despertar en el hospital, hace tres días, me di cuenta de lo cerca que estuve de morir en aquel asqueroso callejón. Me vi completamente inmóvil, tenía un brazo y una pierna rota, varias costillas fisuradas y una terrible contusión craneal que casi me deja incapacitado de por vida. Por cierto, nadie me ha dicho quién me trajo aquí.

—Por lo que nos han dicho los médicos del hospital, fue una pareja de borrachos. Dijeron que mientras le registraban los bolsillos le oyeron respirar. No vieron con buenos ojos lo que le habían hecho y decidieron traerlo.

—¿Unos vagabundos borrachos? Es curioso la humanidad que parece tener algunas de esas personas. Primero intentan robarme y luego me salvan la vida.

—Dijeron que eran pobres, pero no unos asesinos. Les debe la vida. Piense en ello cada vez que mire a alguien con necesidades.

—¿Sabe si han aparecido mis pertenencias?

—De momento no. Con los datos que nos ha proporcionado nos pondremos a trabajar de inmediato. Peinaremos las calles cercanas al Jardín Inglés. No tardaremos en dar con ellos y detenerlos. Lo que no le puedo garantizar es que recupere su documentación. Ya veremos como avanza la investigación. Si tenemos éxito y los encontramos, le llamaremos para una identificación visual.

—Muchas gracias, espero que les encuentren y los encierren. Son un auténtico peligro para los ciudadanos de esta ciudad.

—Me temo que esta ciudad tiene problemas más importantes a los que hacer frente.

—¿A qué se refiere?

—Lo siento. Todo ha sucedido muy rápido y usted ha estado inconsciente. Estamos a punto de entrar en guerra. La tensión en Europa está aumentando por momentos. Muchos países se están involucrando para evitar el desastre, pero la cosa pinta muy mal para todos. No sé si se podrá evitar el conflicto armado.

—¿En guerra? ¿Qué ha sucedido?

—El archiduque Francisco y su esposa, la archiduquesa Sofía, ya sabe, los herederos a la corona austro-húngara, fueron asesinados hace unos días en un atentado en Sarajevo. Los causantes de esta desgracia fueron unos nacionalistas serbios bastante radicales. Me da la sensación de que la fatídica historia entre las naciones europeas todavía no ha quedado resuelto y que esto servirá de mecha para que todo vuelva a estallar.

—No puede ser. Es un desastre. El imperio austro-húngaro y el Imperio ruso llevan años queriendo dominar los Balcanes. Esto no va a quedar así, si entran en guerra por este motivo, el Imperio alemán también entrará en el conflicto. Por lo que Francia e Inglaterra no permitirán que eso suceda. El futuro que nos espera va a ser muy negro. Debo ponerme bien. Quiero presentarme voluntario para ayudar en el frente.

—No se preocupe demasiado. El conflicto tardará en estallar. Haga una buena recuperación. Además, necesita su documentación. Antes ha indicado que es nuevo en la ciudad. ¿De dónde viene?

—Soy originario de Braunau, Austria, pero siempre me ha fascinado el Imperio alemán, me vine a Múnich para evitar el servicio militar de allí. Me he estado ganando la vida pintando con acuarelas, vendiendo por aquí y por allá. Pero ahora Alemania nos necesita y me pienso presentar en el primer cuartel en cuanto pueda.

—Bien hecho. Vamos a necesitar muchos soldados. Usted parece una persona íntegra y con vocación de ayudar. Espero que de aquí en adelante me encuentre con más personas como usted. Pero primero tenemos que acabar con las formalidades. Solo me falta rellenar la casilla con su nombre. ¿Usted es el señor…?

—Hitler, Adolf Hitler. Para servirle a usted y a Alemania, agente.

—Perfecto, señor Hitler. Le mantendré informado de los avances de la investigación. Usted descanse y recupérese, que en estas condiciones no podrá hacer nada valioso ni por mí ni por su país.

Ese joven que salvó su vida por muy poco, en la Gran Guerra fue herido de gravedad en dos ocasiones.

También quedó parcialmente ciego, durante un tiempo, a causa de un ataque con gas mostaza, esquivando a la muerte con gran eficacia.

¿Qué hubiese pasado si ese golpe en la cabeza hubiera sido mortal?

¿Qué hubiese pasado si no llega a sobrevivir en las trincheras?

¿Qué hubiese pasado si el gas mostaza hubiese llevado a cabo la mortal función para la que estaba destinado?

¿Qué hubiese pasado si…?

¿Qué hubiese pasado?




El Reichtag ardiendo en llamas (1933)


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