El lado gris. Jordi Rocandio Clua


Andrei Tarkovsky. "La infancia de Iván"


Jordi Rocandio Clua

La vida ya no tenía sentido para él. No podía continuar así, no le permitiría que dominase su vida hasta tal punto. Pagaría por sus pecados y que la justicia se ocupase de limpiar su mente.

Su máxima decadencia empezó cuando su visión se tornó gris, literalmente. Había cometido algún que otro asesinato, pero nada comparado con lo que se vio obligado a hacer tras ese acontecimiento.

Fue incapaz de percibir los colores del mundo que lo rodeaba. Podríais pensar que se trató de un estado de ánimo, de una depresión profunda, pero no, fue algo más sencillo y superficial.

Los maltratos recibidos en su infancia y la falta de cariño de aquellos drogadictos a los que tenía que llamar padres creó en él una personalidad psicótica que lo llevó a perpetrar todo tipo de atrocidades. Maltrató a los niños de su clase, a los animales que se encontró por la calle, a los vagabundos de su barrio y, por último, insultó sin ningún reparo a sus odiosos vecinos. Nadie osó a meterse con ese niño, lo consideraron peligroso y trastornado. Hicieron bien.

Los años fueron pasando y la soledad en la que se encontró no mejoró la situación. Un día, empezó a escuchar una voz en su cabeza. Lo animaba a que matara a sus padres y se deshiciera, de una vez para siempre, de esa escoria que no servía para nada.

Luchó contra esa voz con todas sus fuerzas, pero cada vez se le aparecía con más frecuencia y fue incapaz de evitar que su mensaje calara en él.

Sami Grin
                                    
Sus muertes no fueron dolorosas, de hecho, ni se dieron cuenta. En aquellos días, era habitual que les preparase el último chute del día. Sus padres iban tan colocados que delegaban ese horrible trabajo a su hijo. No le resultó difícil aumentar un poco la dosis y provocarles la muerte.

La policía no se molestó ni en investigar. Dos yonquis más al hoyo. El mundo iba a ser un poco mejor.

Y lo que son las cosas, a los pocos días, empezó a echarlos de menos. Pasó de odiarlos a muerte, de no soportarlos, a desear que estuvieran allí con él para que le gritasen, que le pegasen o cualquier otra cosa menos la sensación de soledad en la que se había sumido en su destartalada casa.

Fue en esos momentos de locura y desesperación cuando dejó de percibir los colores, cuando su vida entró en la decadencia más absoluta.

Su voz interior lo animó a buscar una solución a su problema, dándole todo tipo de malas ideas. Pasó las largas noches debatiendo con el pobre chico el por qué de su trastorno. Llegaron a la conclusión de que si un acto tan terrible como el asesinato de sus padres lo había hecho enfermar, solo un suceso igual o peor le podría curar. No tardaron en tramar un plan de actuación para encontrar la cura definitiva.

El primer intento fue con uno de tantos drogadictos del barrio. Pensó en la muerte de sus padres, por lo que igual, con una muerte más todo se solucionaría.

Una noche, se acercó a un pobre desgraciado, le ofreció una dosis y esperó a que estuviese colgado para actuar. A continuación, sacó una cuerda del bolsillo y lo estranguló. Cuando abandonó el sórdido callejón, todo seguía igual, las tonalidades grises continuaban nublando su vista. Aquello no fue suficiente.

Su desquiciada mente le propuso aumentar el reto. Probaría con un poco más de sufrimiento antes de acabar con la vida de la siguiente víctima.

Su desesperación lo llevó a decantarse por una veterana prostituta que se hacía llamar Mandy.

Se acercó a ella y le propuso una visita rápida a su casa. La desesperada mujer aceptó, sin saber que se dirigía a una muerte horrible. Nada más entrar en la casa, le propinó un brutal golpe en la cabeza y la dejó sin sentido. Cuando Mandy despertó, se encontraba maniatada en una silla. Lo que pasó en aquella habitación no tiene nombre, la tortura a la que fue sometida aquella mujer fue espeluznante. Por cada herida que le infligía, su visión volvía a la normalidad durante unos minutos. Sin embargo, el mundo se le tornaba gris de nuevo.

Al final, la prostituta murió a causa de las heridas.

Su cuerpo pasó a descansar dentro del frigorífico de la cocina.

Habían encontrado la manera de recuperar su visión. Su voz interior gritaba excitada lo que tenían que hacer a continuación. Planificaron nuevos secuestros y torturas, estudiaron todos los detalles para no dejar nada al azar y acondicionaron las habitaciones para tal fin.

Al final de la noche se dormía y por fin encontraba la paz.

Cuando despertaba y pensaba en las atrocidades que habían planeado, un remordimiento le recorría todo su ser.

Esos momentos sin la presencia de la voz lo sumían en la lucidez, dándose cuenta que aquello era una locura y que no podía seguir así. Pero las horas del día pasaban y, al caer la tarde, la pesadilla volvía y era incapaz de controlarla.

Entonces, la mañana en la que iban a ejecutar su plan, tuvo claro lo que tenía que hacer para que sus víctimas no sufrieran más de lo necesario. No iba a permitir que su locura le llevase a matar a más gente.

Tenía pocas horas para organizar lo que iba a hacer, pero se puso manos a la obra. Impedir los asesinatos no iba a ser fácil.

Sami Grin
                                 
Cuando llegó la noche y la maligna voz tomó el control, decidió salir a la calle a por sus presas.

Su casa tenía tres habitaciones. Habían acondicionado dos de ellas con instrumentos de tortura y varias cámaras iban a grabarlo todo para poder verlo tantas veces como quisieran y así recuperar su visión.

Las personas torturadas morirían sin remedio, pero el esfuerzo merecería la pena.

Cogió el coche familiar y recorrió las oscuras calles en busca de dos incautas prostitutas. Eran las víctimas ideales, puesto que se subirían al coche sin demasiado esfuerzo. El resto sería fácil, solo debía dejarlas inconscientes y meterlas en el maletero.

En treinta minutos ya tenía lo que quería. Aparcó en el jardín y entró los cuerpos en la casa con la seguridad que le proporcionaba la noche.

Los dispuso cada uno en una habitación, los ató bien fuerte, les puso unas mordazas y se fue a descansar. Lo que tenían en mente empezaría a primera hora de la mañana y le llevaría todo el día.

Los gemidos provenientes de las chicas que ocupaban las otras dos habitaciones lo despertaron. Se levantó despacio, fue hacia el cuarto de baño y se miró en el espejo. Un rostro gris le devolvió la mirada. Tendría que acostumbrarse a esas tristes tonalidades. Hoy acabaría todo.

Se vistió, desayunó y se dirigió a las pantallas de televisión. Observó a las dos mujeres estiradas en la cama y sonrió al saber que no les iba a pasar nada. A continuación, repasó la confesión que había redactado la mañana anterior y esperó a que ellos llegasen.

Si todo había salido bien, la policía no tardaría en llegar. Había enviado un correo electrónico a varias comisarías dando vagos detalles de lo que había planificado.

La voz no sabía nada de todo aquello, así que se llevaría una sorpresa cuando le hablase. No habría mujeres que torturar, ni grabaciones que ver, tan solo unas grises paredes y unos barrotes a los que aferrarse.

Oyó unas lejanas sirenas que se acercaban. La hora había llegado.

Se tumbó en el suelo con las manos extendidas para que nadie tuviese dudas de que se rendía y esperó. A los pocos minutos se oyeron unos fuertes golpes y, de golpe, la puerta estalló en mil pedazos. Una decena de agentes entraron pistola en mano y gritando que no se moviese. No lo iba a hacer.

Lo esposaron, le leyeron sus derechos y lo levantaron del suelo. Descubrieron a las prostitutas de las habitaciones y a la pobre Mandy en la nevera.

Cuando acabaron el registro, el policía que parecía estar al mando dio la orden de que se lo llevasen de allí.

Lo introdujeron en un coche patrulla camino de la comisaría.

Tuvo una sensación de liberación indescriptible. Una paz interior que lo envolvió por completo. Todo había acabado, la gente de su barrio ya no tendría nada que temer.

Y entonces, miró hacia el horizonte y lo que vio lo sorprendió.

Un hermoso y resplandeciente cielo azul apareció ante él.






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