Letanía. Marcelo Rubio





Marcelo Rubio  

  Lo memoricé sin presión, nadie me dijo —como en otros momentos— “Si no lográs aprenderlo solo, me voy a encargar de grabártelo de alguna manera”. Fue un proceso natural; mi padre terminaba de regar el jardín a última hora de la tarde, sacaba los sillones, los ubicaba bajo la parra y contaba las hazañas de los héroes del fútbol: “Micheli, Cecconato, Lacasia, Grillo y Cruz”, guerreros a los que yo jamás había visto pero a los que pretendía evocar en pantalones cortos, camisetas holgadas, botines gastados, miradas firmes y tristes. 

  Aprendí aquellos nombres antes que a rezar el padrenuestro, y eso trajo sus problemas. Hoy comprendo —en esos años lo desconocía— cuánto sufrió mi madre, tan católica, aplicada a la oración y a la veneración de santos. Ella conocía al detalle la vida y obra de Cristo, de la Virgen María y de los profetas. Podía hablar por horas de los arcángeles y sus misiones; no le faltaba ocasión para orar y estaba presente cada domingo en la misa de diez. Se esforzaba en enseñarme sobre Dios, los mandamientos, los pecados capitales, la diferencia entre asunción y ascensión a los cielos, el sufrimiento en el infierno, la limpieza del alma en el purgatorio. Pero en ninguna de esas historias había una pelota, un grito del gol hasta la afonía, una atajada imposible.

  Yo pasaba el día corriendo tras una número cinco, hasta me dormía abrazado a ella. No tenía este lujo moderno de las capas brillantes, la mía era de un cuero bastardeado al que mi viejo me enseñó cómo cuidar con grasa y betún para proteger las costuras, que parecían cicatrices de batallas. Jugaba en el patio de mi casa, no dejaba macetas sanas. Ni la jaula de Caruso, un pequeño canario amarillo, se salvaba; día por medio, acertada por un pelotazo desafortunado, terminaba en el piso, con el pobre pájaro atrapado en los alambres.

  Por un trabajo que consiguieron mi viejo y mi abuelo comencé a frecuentar el potrero que estaba frente a casa. Otra confusión que los años se dedicaron a aclarar: creía que mi padre amaba la mecánica, era capaz de armar y desarmar un motor con los ojos cerrados. El trabajo del que hablo se realizó en el patio donde yo jugaba, allí metieron el auto de un vecino, lo desarmaron completo, sacaron el motor, lo repararon y luego lo ensamblaron al coche. No lo hicieron por diversión, como yo pensaba, la necesidad económica los impulsó.

  Era enero, ellos comenzaban la tarea temprano. Desde la terraza yo observaba el baldío, ni bien algún conocido se acercaba, bajaba, pedía permiso y, con la número cinco bajo el brazo, me metía entre las cañas mochas hasta llegar al claro donde aguardaban pacientes dos arcos de madera. Los partidos de las mañanas eran cortos, los de la tarde se volvían interminables. Cuando la luz comenzaba a escasear yo retornaba a casa. En las noches calurosas mi padre hacía sangría de vino tinto, sacaba el televisor valvular al patio y allí veíamos fútbol, boxeo. Mi viejo y mi abuelo contaban el gol de Grillo a los ingleses; las batallas de Campana y Busico; las locuras del genial Corbata; la vez que Pedernera, Labruna y Loustau habían jugado una apuesta a ver quién le acertaba un pelotazo al fotógrafo, desentendiéndose de marcar el gol.

  No había más vida que esto; cuando la tele se apagaba aparecía la radio y esos dioses se mezclaban en La oral deportiva hasta entrada la medianoche. Quizás por todo esto fue que pasó lo del cura. Yo asistía a una escuela católica. Los sacerdotes que manejaban el colegio eran tipos nada simpáticos, de gestos adustos y compresión casi nula del prójimo.

  La escuela me aburría y las clases de religión, más. En la semana previa a pascua hubo un examen para elegir monaguillos. Todos, sin excepción, debíamos presentarnos a una escueta prueba oral. Quienes la superaran asistirían al sacerdote en la misa de Ramos. Cuando tocó mi turno el cura dijo:

—A ver hijo, empecemos por la señal de la cruz.

  Me quedé en silencio, observándolo.

—Vamos, hijo —insistió perdiendo el tono amable.

Pasaron algunos segundos y, dando por agotada la paciencia, arengó:

—Vamos, sin miedo, yo te ayudo. En… En nombre… En nombre de…

  No lo pensé, me salió del alma.

—Micheli, Cecconato, Lacasia, Grillo y Cruz. —Y realicé los pases de manos correspondientes besando en el final los dedos pulgar e índice.

—¿Qué dijiste? —Bramó el sacerdote.

  Por mi bien decidí no repetir el conjuro, pero el cura no se dio por vencido.

—Caramba, dilo de vuelta, temo no haber escuchado bien.

—¿Seguro?

—Sí.

  Admito, la carne es débil y la torpeza infantil no ayudaba. Dije:

—Micheli, Cecconato, Lacasia, Grillo y Cruz.

   Me obligaron a escribir veinte páginas de cuaderno con la frase “No debo blasfemar”. Mi madre fue llamada a una charla personal de la cual jamás supe una palabra. Recuerdo haberla visto —días después— cabizbaja. Ella y mi padre hablaron varias veces en un susurro. Me prometí, con la estupidez de la inocencia, que haría todo lo posible para no fallar en el colegio, no por mí, sino para ver a mis viejos felices. Creo que cumplí.

  Todavía me siento bajo el parral, en otros sillones. Veo a mi padre más cansado que nunca, le murmuro:

—Dale, contame otra vez como jugaban Micheli, Cecconato, Lacasia, Grillo y Cruz.

  Me sonríe.

—¿Y de Vargas y el “Petiso” Frassoldati? —Me dice mirando un punto perdido en el aire.

—También —respondo.

  Y él habla, recuerda, detalla, confunde fechas, rivales, situaciones. No advierte esos errores, continúa la historia hasta terminarla. Me mira con ternura, le respondo con una sonrisa.

Amén.


                         
                  



1 comentario:

  1. Bellísimo relato, quizás el fútbol de potrero sea la única religión que nos queda.

    ResponderEliminar

Con la tecnología de Blogger.