Cigarro y maníes. Marcelo Rubio







Marcelo Rubio

         El auto está detenido en una calle del suburbio, frente a una hilera de casas similares, angostas, fachadas de madera prolijamente pintadas y techos de estilo alpino. Se adivinan los fondos con pequeños jardines y, tal vez, con árboles frutales. Es una barriada de trabajadores de oficina, enfermeros, empleadas de comercios.

         Llovizna, aunque en realidad darle ese título a esta indecencia climática es un exceso poco feliz. Las gotas dibujan lunares en las veredas sin llegar a mojarlas por completo. Un viento intenso ayuda a evaporar la precipitación. No se ve gente en las calles.

         Dentro del auto hay dos hombres. Esperando. Uno está sentado al volante, lleva el pelo negro, muy corto, usa anteojos oscuros y una remera blanca de manga corta. En el asiento de atrás, del lado opuesto al conductor, otro hombre lleva el pelo enrulado, una barba de varios días, luce una remera azul con un logo negro. Ha colocado un pie sobre el apoya cabezas del asiento delantero. Tiene un gesto aburrido.

         El de remera blanca saca un cigarrillo, lo enciende, baja la ventanilla y comienza a fumar. Deja con el cigarro la mano izquierda colgando fuera del auto. El que tiene rulos busca algo en el asiento. Es una bolsa de papel, no muy grande, mete la mano y saca maníes con cáscara. Usando el índice y el pulgar presiona para romper el envoltorio natural y disfrutar del fruto. Lo hace con uno, dos, tres, deja caer los maníes desnudos en la boca y no le importa dónde cae la cáscara.

          El tipo del cigarro habla, se nota por la forma en que el humo se escapa entre los labios haciendo pequeñas nubes inconstantes. No sale con fuerza como si fuera una columna gris. Observa a su compañero por el retrovisor. El que come los maníes abre los brazos con fastidio, menea la cabeza, baja la ventanilla, busca las cáscaras descartadas y las arroja afuera.

          El acto no parece satisfacer al que fuma, hay cierto hartazgo entre ambos, es la consecuencia de esa compañía forzada entre horas muertas en un auto estacionado. Maníes estira el cuello buscando observar más lejos, el otro se acomoda los lentes. Un movimiento rápido del hombre ubicado en el asiento trasero anticipa que la espera está concluyendo. Cigarro se remueve en el asiento, arroja el cigarrillo y busca algo en la cintura. Una mujer mayor avanza llevando bolsas con verduras y un paraguas algo desalineado al que viento enfrenta sin culpa. Lleva un paso cansado, el vestido largo deja ver un par de tobillos demasiado inflamados, con derrames violáceos.

           Los hombres bajan del auto, se mueven como una tenaza, Maníes va por la vereda, Cigarro camina la calle, lo que éste buscaba en la cintura está ahora en sus manos: una semiautomática plateada, que no hace ningún esfuerzo en disimular. Maníes le hace una seña al cómplice, con el índice se marca el pecho, luego señala a Cigarro y hace un movimiento negativo del dedo, luego pone las dos palmas apuntando al suelo y las mueve con suavidad de arriba hacia abajo. Cigarro da un brinco, una leve carrera, se ubica tras la mujer y alcanza su marcha. Ella no advierte los movimientos de los hombres, busca en las bolsas hasta dar con la llave. Al levantar la cabeza se encuentra de frente con Maníes, sin poder reacción advierte como Cigarro apoya una mano en el marco de la puerta y deja la derecha, con el arma, colgado a un costado del cuerpo.

           La mujer tiene un gesto de sorpresa, niega con la cabeza una y otra vez las preguntas que los hombres le hacen. Maníes gesticula con ampulosidad, le muestra a la mujer el reloj, luego amenaza con el índice de la mano derecha pegándolo casi a la cara de ella. El mismo y enérgico dedo apunta varias veces a la vereda. Cigarro abandona la puerta, da media vuelta, arroja una patada al aire, se pasa la mano por el pelo y en un movimiento brusco, gira por detrás de la mujer y la toma del cuello, apretándole el caño del arma en la sien. La mujer deja caer la bolsa, el paraguas abandona su posición protectora, la cara se le arruga en llanto. Maníes vuelve a usar las palmas hacia abajo, en un pedido de serenidad. Cigarro deja de apuntar con la pistola, se planta frente a la mujer y sin hacer caso a su compañero que le pasa una mano por el hombro, usa la semiautomática para marcar el reloj, le apunta a la mujer y luego levanta la mano izquierda frotando con fuerza el pulgar contra el índice.

           Por fin Maníes vuelve a dominar la situación, se agacha, levanta la bolsa, y, mientras habla sereno, se las entrega a la mujer que esta vez, con las lágrimas desfilando en las mejillas mueve la cabeza en señal afirmativa, mientras el paraguas flamea como una bandera de rendición desflecada. La mujer señala la casa y luego mira a Maníes negándole no solamente con el dedo, sino con todo el cuerpo. Deja la bolsa en el piso, sin abandonar el paraguas une las manos en rezo y suplica. Cierra los ojos, se convulsiona.

            Ambos hombres inician la retirada, Maníes lleva el dedo índice a un ojo y sin dejar de mirar a la mujer estira la pestaña inferior hacia abajo. El otro levanta el arma, apunta hacia la casa y dispara destrozando un vidrio de la ventana. Los hombres intercambian gestos, suben al auto y si mediar más arrancan haciendo gemir los neumáticos. La mujer queda algunos segundos paralizada, reacciona con lentitud, con las manos le tiemblan, se agacha, recoge las bolsas, lograr encontrar la llave y abre la puerta, ingresa y cierra. La calle vuelve a ser capricho del viento y de esa llovizna impávida.



Christine. John Carpenter



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