Nudo en la garganta. Jordi Rocandio Clua
"Los hermanos ceniza". La novena puerta. Roman Polanski |
Jordi Rocandio Clua
La madrugada me alcanzó sin haber dormido ni un minuto en toda la
noche. Mi cabeza no dejaba de darle vueltas a la situación en la que me
encontraba. Estaba sentado, desnudo, sucio y derrotado por completo en mi viejo
catre. Lleno de culpa, lleno de rencor y remordimiento por igual. Con ganas de
hacer algo que sabía que estaba mal. Un mar de
dudas.
Me levanté cuando atisbé las primeras
luces, fui directo al cuarto de baño para aliviar mi vejiga y en ese momento
tan íntimo empecé a recordar mi infancia. La viví entre claros y oscuros, entre momentos de alegría y de tristeza, como cualquier niño, supongo. De
acuerdo, reconozco que tal vez yo los viví
con más intensidad que el resto de seres que me rodeaban.
Ahora sabréis el
motivo, la razón por la que había llegado
hasta aquí, hasta este preciso instante.
Tal vez...
Éramos cuatro
hermanos, dos mayores y dos pequeños. Nos distingo así
porque entre
ellos y nosotros había una separación de seis años.
Mis hermanos y yo reíamos y nos
peleábamos por igual, es lo que tiene
ser tantos en un espacio tan pequeño.
Los mayores se imponían a los
pequeños sin piedad, torturándonos en
sus macabros juegos hasta que se aburrían o nuestra
madre nos llamaba a la mesa para cenar.
Pobres, nunca supieron quién era el culpable de las misteriosas desapariciones
de sus bolígrafos, lápices y juguetes favoritos. Única manera que teníamos de
equilibrar la balanza.
Sí, éramos los pequeños. Mi hermano
gemelo y yo éramos menos
duros, menos fuertes, pero más astutos.
Eso nos dio cierta ventaja, al menos durante un tiempo. Hasta que la tragedia
nos visitó para destruir toda mi existencia.
Mis hermanos mayores estaban jugando a indios con nosotros y, como de
costumbre, nos tenían bien atados, espalda contra
espalda. Era el juego habitual de los lunes, sabíamos que si
nos pillaban antes de poder escabullirnos por la puerta, nada nos salvaba hasta
la cena.
Aquel día algo salió mal, apretaron una
de las ataduras más fuerte de lo normal. Mi hermano
y yo empezamos a asfixiarnos a los pocos minutos y el forcejeo para librarnos
no hacía más que apretar el nudo. Ellos no
se dieron cuenta porque estaban dando vueltas a nuestro alrededor. Cantaban,
bailaban y daban golpecitos con la palma de la mano en sus bocas, ajenos a
nuestro sufrimiento. En un momento dado, mi hermano y yo perdimos el sentido.
Desperté en la cama
del hospital rodeado de cables y máquinas que
no paraban de pitar. Estas me habían mantenido
con vida durante la semana más larga de
la vida de mis padres.
Estaban conmigo, por supuesto, llorando desconsolados, pero contentos
de que me hubiese salvado. Pregunté por mi hermano Juan. Supe por la mirada de mis
padres que no había sobrevivido. El mundo se hundió
bajo mis pies para siempre y ellos también lo supieron al ver mi gesto de desolación. Las
miradas hablan más que cualquier discurso.
Desde aquel día, algo en mí cambió. El odio
hacia mis hermanos por haber matado a mi gemelo no hizo más que aumentar. Desde aquel día, su
actitud hacia mí cambió por completo, es cierto.
Estaban arrepentidos y me lo demostraron en más de una
ocasión. Sé que nos querían, como cualquier hermano, sin embargo, no supe
perdonar, por mucho que lo intenté, no pude.
Quería hacerles daño, hacerles pasar lo que debió sentir
Juan, pero sabía que eso haría a mis padres muy desgraciados. No se merecían perder a más hijos, así que esperé y esperé.
Los años fueron pasando y, aunque mi hogar ya no era como antes, me
esforcé mucho para
que mi odio no se notara.
Mis padres vivieron sus últimos años en paz y
vieron como el resto de sus hijos continuaban con su vida como si nada hubiese
pasado.
Pero yo no perdoné ni olvidé. No pude rehacerme, no pude vivir.
Me quedé cuidando de
ellos hasta que, primero mi padre y, dos años después, mi madre, pasaron a mejor
vida. Ya era libre para actuar. Ahora me tocaba a mí.
Volví a la realidad cuando me lavé la cara y el agua fría me golpeó sin compasión. Salí del baño y miré la habitación. Era un desastre. Nunca había sido desordenado, ni sucio, pero el lamentable
estado mental en el que me encontraba no me había permitido
hacer nada de provecho.
Luché contra el
instinto de meterme en la cama de nuevo y empecé a limpiar, tenía que rehacerme. Después de una hora, me sentí satisfecho y seguí
con el resto
de la casa. Gracias a la reclusión que me había impuesto,
el resto del antiguo hogar de mis padres no estaba tan mal. Pasé el
aspirador, saqué el polvo de
los muebles y arreglé la cocina.
Eso sería suficiente.
No quería que mis hermanos se sintiesen incómodos con
nuestro reencuentro.
Hacía un par de años que no
nos veíamos, en el fondo sabíamos que después de la desaparición de nuestros padres, nuestros
caminos se separarían para siempre.
Mantuvimos las apariencias para que ellos no estuviesen tristes, pero
entre nosotros se había levantado una barrera difícil de sortear. El resultado fue inmediato. Ni me
despedí de ellos después del
funeral de mi madre. Ellos hicieron su vida y yo volví a la casa familiar que me habían dejado en herencia. No protestaron, no se vieron
con fuerzas.
Ayer, por fin, después de mucho madurar mi decisión, decidí llamarles y quedamos para cenar. No costó demasiado
convencerlos para que dejaran sus vidas por una noche y vinieran a casa. En el
fondo, ellos lo necesitaban más que yo.
Los convoqué para hablar,
esta situación no podía continuar así.
Llegaron al mismo tiempo, debían haber
quedado antes en algún lugar para aparecer juntos. No tenían el valor suficiente para pasar algunos minutos a
solas conmigo. Lo entiendo, no debía resultar fácil hablar con una persona a la que casi habías matado y que, además, era
inseparable de su hermano gemelo.
Ellos seguían haciendo muchas cosas juntos
sin contar conmigo, lo sabía por la
buena relación que mantenía con mis cuñadas, que por lástima, me llamaban de vez en cuando.
Al principio, estuvimos un poco incómodos, más callados
de lo normal. Para romper el hielo saqué unas cervezas de la nevera y nos las bebimos de un
solo trago. Fui a por más, eso nos ayudaría a seguir nuestra reunión con más normalidad, con más confianza.
Y así fue, el alcohol recorriendo tu
cuerpo acababa por desinhibirte.
A partir de la tercera cerveza nos empezamos a reír y a disfrutar de antiguas anécdotas de hermanos. Cuando
nombraban a Juan se les oscurecía la mirada
y repetían una y otra vez lo arrepentidos
que estaban. Yo les creía, no debía resultarles fácil vivir
con ese desgraciado accidente a sus espaldas.
Al final, fue una cena más agradable
de lo que me imaginé en un primer
momento y, por difícil que pareciese, nos
reconciliamos, eso fue lo esencial.
Seguí barriendo el pasillo y llegué a una puerta que rara vez abría. No desde que Juan murió. Allí
había ocurrido el desafortunado accidente. Decidí que si había sido capaz
de invitar a mis hermanos y reconciliarme con ellos, también
sería capaz de
bajar al sótano y enfrentarme a esos recuerdos.
Puse la mano en el pomo de la puerta y abrí muy despacio. Unas oscuras escaleras aparecieron
ante mí. Catorce escalones que me conocía de memoria. Sabía que el cuarto escalón se movía al pisarlo, que el séptimo era mejor saltarlo, que el
noveno crujía como si se fuera a partir y que
en el último de ellos mi cara se había golpeado en más de una
ocasión debido a los jueguecitos de mis hermanos mayores.
Tiré de la cadenita que había encima de mi cabeza y una solitaria bombilla
colgada de un cable se encendió. Empecé a bajar sin olvidarme de sortear los obstáculos y llegué abajo con el corazón latiendo a un ritmo frenético. Cerré los ojos y
respiré profundamente,
debía calmarme para afrontar aquello
de una vez.
Al cabo de un minuto, abrí
los ojos.
Lo primero que vi fue la figura de mi padre. Estaba sentado junto a mi
madre en un sofá de pana roja de dos plazas, su
favorito. Tenían la mirada fija en un punto. En
sus caras se reflejaban unas sonrisas eternas de felicidad e iban vestidos con
trajes muy elegantes.
Miraban hacia el centro del sótano, donde dos figuras estaban
maniatadas, espalda contra espalda. Una cuerda les rodeaba el cuello y el nudo
de la garganta les dificultaba la respiración. La angustia de la asfixia se
dibujaba en sus rostros. Eran mis hermanos mayores, sufriendo en sus propias
carnes lo que le hicieron a mi hermano Juan. Me acerqué a la escena y paseé tranquilo
entre ellos.
Mi hermano gemelo nos observaba desde lo alto de una estantería. Sus cenizas descansaban dentro de una exquisita
urna de cerámica decorada con grabados que
representaban sus juegos preferidos.
–Aquí
los tienes,
Juan. Disfruta del espectáculo.
Reflexioné sobre lo difícil que me resultó cambiar los cadáveres de mis padres por otros en la morgue para
poderlos disecar como se merecían. Las
cenizas que descansaban en las urnas del comedor pertenecían a una pareja de vagabundos a los que tuve que
sacrificar. Nadie los echó en falta. Yo los cuidaba con cariño y les agradecía cada día lo que habían hecho por mí.
Con mis hermanos tuve que ingeniar un plan más elaborado.
Después de la cena
de reconciliación, decidí llevarlos de fiesta a un local de
moda. Nunca llegamos allí. Los conduje hasta un callejón
donde tenía preparados dos cadáveres que los sustituirían, unos drogadictos a los que liberé de su
sufrimiento.
Cuando llegamos al destino, saqué mi navaja y les corté el cuello sin ningún reparo.
Después solo tuve
que intercambiar las dentaduras de mis hermanos por la de los yonquis, meterlos
en el coche, estamparlos contra un árbol y
prenderles fuego. Caso cerrado en pocas horas.
De eso hacía ya muchos meses.
De vez en cuando hablaba con mis cuñadas para preguntarles cómo
estaban. No lo llevaban muy bien, pero el tiempo cumpliría con su función y les curaría las heridas.
Seguí en el sótano un par de horas más, bailando, tirándome por el
suelo, ensuciándome, en definitiva, jugando
como lo habían hecho otros tiempo atrás. Cantaba viejas canciones indias, uno de los entretenimientos
preferidos de mis hermanos mayores, así
que me esforcé al máximo para que todos estuvieran contentos.
Mis padres, por otra parte, disfrutarían para
siempre de la compañía de sus hijos, de una familia unida, de una familia
feliz.
La función había acabado. Me despedí de Juan, apagué las luces y me fui a dormir. Sucio, derrotado,
triste.
A la mañana siguiente, todo se me volvía a repetir
en un bucle infinito del que no quería ser consciente.
La madrugada me alcanzó sin haber dormido ni un minuto en toda la
noche. Mi cabeza no dejaba de darle vueltas a la situación en la que me
encontraba...
"Oculto". Daniel Auteuil - Michael Haneke |
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