El aroma del dinero. Marcelo Rubio



"Conjunción cósmica". Lido Iacopetti, pintor argentino nativo de San Nicolás


Marcelo Rubio

La mayor parte del viaje la hicimos bajo una lluvia intensa. El conductor del carretón, un hombre con cara de escudo, tuvo que hacer grandes esfuerzos para mantener a los animales en la huella. Pregunté si no era conveniente aligerar la carga en algún galpón y volver por ella en otro momento. La negativa fue rotunda. De los dos, el único apurado por llegar a Buenos Aires era yo.
            A la altura de San Nicolás nos empantanamos. El camino era un lodazal, uno de los bueyes cayó de rodillas, el agua había tapado un pozo y el conductor no lo vio. La carreta se ladeó, una rueda quedó hundida. Mi idea de llegar a la ciudad antes de las siete se enterró con ella. El vapor hacia Montevideo saldría sin mí, debería esperar al primero de la mañana siguiente. 
            Bajamos algunos cajones del carretón, los colocamos sobre piedras, el cochero se encargó de taparlos con lona.
—No puedo dejar que se mojen.
—¿Son…?
—Sí, y olvídese de que los trajimos. ¿Le pregunté algo cuando lo levanté en Santa Fe? No, ¿verdad? Entonces le pido que esto quede entre nosotros.
            Su cara de escudo, ancha, aplanada, se había puesto roja. No hubo más diálogo. Hicimos palanca, buscamos colocar maderos bajo la rueda. Perdí la noción del tiempo que pasamos haciendo pruebas. El aguacero se mantenía riguroso. Entre tantos intentos uno dio resultado, y los bueyes lograron avanzar. Recargamos los cajones y continuamos camino.
            El hombre del rostro de escudo insistió en que olvidara todo sobre el cargamento. Solo pedí llegar a Buenos Aires lo antes posible. Los últimos kilómetros se hicieron más lentos de lo esperado. Llegando a Retiro el conductor me pidió que bajara.
—De acá en más sigo solo —fue su invitación.
            Ya era plena noche. Antes de atravesar la plaza con destino al puerto, coloqué el facón en la cintura, acomodé la capa y rumbeé hacia mi destino. Pocos carros cruzando las calles, en el camino habré visto dos o tres, no encontré paisanos de a pie. Llevaba la esperanza de que el temporal hubiera demorado la salida del barco.
            El galpón cercano al muelle de embarque estaba desierto y en penumbra. Me adentré con poca fe. Una voz —luego supe que era del policía custodia— dijo:
—Si viene por el vapor, le digo que se canceló.
—¿Cuándo sale? —pregunté sacudiendo el agua de la capa.
            Allí advertí con quién hablaba. Lo observé avanzar, gorra azul, zapatos impecables, revoleaba el bastón golpeándolo contra la palma de la mano izquierda. No era para culparlo por el gesto, él buscaba evitar problemas al igual que yo.
—Dicen que mañana a las ocho.
—¿Se puede pasar la noche acá?
            Meneó la cabeza y señaló hacia afuera.
—Está lloviendo demasiado —rezongué.
—Afuera hay más techos que cielo, le aseguro. El Maorí no cierra nunca, las chicas no son gran cosa, pero…
—Apenas tengo lo suficiente para el pasaje.
—Mire, acá, por la zona, hay demasiados vagos, si dejo quedarse a uno…
            Podía haberle aclarado que yo no era de esa clase, pero preferí dar media vuelta y volver a las calles. Quise evitar una discusión que pusiera en riesgo mi libertad. No podía darme el lujo de posponer el viaje a Montevideo. Los muchachos tenían todo organizado, solo yo faltaba. De no ir tal vez los planes se fueran al diablo.
            Mi alternativa para la noche era caminar y caminar, con suerte encontrar un chaperío vacío y descansar. Cerca de San Telmo vi una casa con las puertas abiertas. Al fondo de una larga galería se veía gente alrededor de un fuego.
            Me quité la capa y avancé. Podía oír el aguacero golpear el techo de chapas. A lo largo del pasillo había  puertas, por una de ellas apareció una morena entrada en carnes.
—¿Señor? —me preguntó.
            No supe qué contestar, solo quería un lugar seco para pasar la noche. Fruncí los labios. La morena habló.
—¿Lo conocía al Martín? Yo sé que tenía muchos amigos que nunca me presentó —dijo. Bajo la luz tímida alcancé a ver los ojos tristes de la mujer. Le estiré mi mano.
—Romualdo Benítez —improvisé; ella se echó sobre mí, llorando. Dejé mis brazos caídos a un lado, de reojo pude ver las miradas de los que estaban en el fogón. Sin mediar palabra la mujer se apartó, con las manos se secó las lágrimas.
—¿Le habló de mí?
            Asentí con la cabeza. Sonrió, tenía unos dientes blancos como la luna.
—Perdóneme la torpeza —dijo procurando recuperar el ánimo—, usted ha venido hasta aquí, con esta noche. Ni los de la cochería vinieron. Imagino que quiere pasar a verlo. Venga, por favor.
            Me guio hasta donde estaban los hombres junto al fogón, eran tres, y también había entre ellos una mujer joven. Saludé inclinando al cabeza. La morena me hizo dejar las cosas a un costado y señaló la última habitación.
—Está ahí —dijo—, si quiere pasar.
            Con el permiso de todos entré. Había algunas flores, velas, el muerto estaba sobre la cama. Me santigüé, no por una cuestión de fe, sino para ahuyentar a la Parca. En un rincón había dos cacharros que almacenaban el agua de las goteras. Junté mis manos y me quedé en silencio.
            La mujer morena se asomó. Yo movía los labios como quien reza. Ella dijo:
—Venga, acérquese al fogón, hace frío, y usted está mojado. Tome un mate.
            Le hice caso, me senté junto al resto y acepté el amargo. Era lo primero caliente que tomaba en días, sentí las tripas alegrarse. Sabía que mi situación no era sencilla, caminaba por un alambre con el vacío bajo mis pies.
—¿Lo conocía de hace mucho? —preguntó la morena.
—Bastante.
—¿De dónde? —preguntó el más viejo de los hombres, tenía el pelo como un espantapájaros y  cicatrices en el rostro.  
—Seguro que de las carreras, ¿no? —dijo la mujer joven, era de cara aniñada, no debía pasar los veinte. Sonreí ante el comentario y todos rieron al mismo tiempo.
—¡Esos burros, por Dios! —Se lamentó la morena.
            Me encogí de hombros. El muchacho joven, de pelo corto al uso de la policía, interrumpió:
—Todavía estamos esperando a los de la pompa fúnebre, ¿puede creer?
            La morena acotó:
—Se lo dije ni bien llegó. ¿No, Romualdo?
            Antes de mi respuesta, el pelirrojo con nariz de gancho y barba rala dijo:
—Es que esta tormenta no deja que se mueva nadie. ¿Cómo hizo para llegar?
            Mostré mis botas enfangadas al tiempo que comenté:
—Caminé por horas y no vi un alma.
—Por eso lo estamos velando en la cama, cuando llegue el cajón ya le dijimos a Matilda que lo acomodamos, y a media mañana vamos para el campo santo —concluyó el que parecía policía.
— Yo no recuerdo haber visto una lluvia así —dijo el espantapájaros—. Tengo memoria, pero de esto hace una punta de años, de un temporal que inundó toda la ciudad, al punto que del cementerio salían los cajones flotando, había huesos por todas las calles.
—¡Santa María! —Se persignó la chica joven.
—¿Se va a quedar para el entierro? —dijo la morena, a quien ellos llamaban Matilda.
—Me temo que debo salir en el primer vapor a Montevideo.
            La muchacha joven se incorporó, y volvió al rato con unos vasos y una botella de caña.
—¿Gusta? —dijo el colorado.
—Solo para no despreciar —respondí.
            Las mujeres se retiraron en busca de tortas fritas. Percibí desconfianza hacia mí por parte de los hombres. El pelirrojo lanzó la primera pregunta.
—Yo era muy amigo de Martín, y a usted no lo recuerdo.
            No dejé tiempo a dudas.
—¿Nunca le contó de aquel día? —Arremetí en la seguridad de que todos los hombres alguna vez tuvimos un momento difícil.
—¿El día de la gringa? —dijo el colorado en voz baja mostrando que esa historia era prohibida de contar.
—Sí —respondí.
            Hubo gestos de asombro, el que tenía pinta de policía dijo:
—El Martín decía que al tipo que le salvó la vida lo habían achurado en varias partes.
—Si quiere le muestro las cicatrices —repliqué amagando con levantarme la ropa.
            La llegada de las mujeres cortó la charla. Matilda repartió tortas fritas y dijo:
—Forma tonta de morir, caerse del caballo y quedar enganchado en el estribo.
—Dicen que el animal lo llevó así tres cuadras —argumentó el espantapájaros.
            Recostado contra la pared escuché la conversación de los hombres. Estaba agotado y me dormí. Desperté con el canto de un pájaro. Alguien me había colocado una cobija encima, el fogón agonizaba. Tomé el bolso, tanteé mis bolsillos, el dinero para el viaje estaba ahí. Ya no llovía. Iba a irme cuando desde el cuarto del finado salió la mujer morena.
—¿Se va?
—Sí.
—¿No quiere pasar a…? —dijo señalando la habitación.
—No, gracias.
—¿Le debía dinero, verdad?
Sonreí.
—¿Mucho?
— Y… —dije al tiempo que arqueaba las cejas.
            Metió la mano en el escote y sacó tres billetes de diez.
—Seguro que no es todo, pero…
— ¡Faltaba más! —interrumpí.
—Llévelo, estoy segura de que el Martín le hubiese pagado peso sobre peso.
            Le tomé las manos, las besé y guardé el dinero. Tenía mucho por caminar, a las pocas cuadras saqué los billetes, los olí. Llevaban el aroma de aquellos pechos, y se mezclaban con un buen almuerzo en Montevideo y una cama decente por una semana, hasta que el trabajo con los muchachos estuviera hecho.


Vera Fogwill


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