La lámpara del techo. Jordi Rocandio Clua


"Mar adentro". A.Amenabar. Foto: Javier Bardem


Jordi Rocandio Clua


Una fina luz entraba por las rendijas de la persiana del señor Fernández. El amanecer anunciaba el comienzo de un maravilloso día de principios de primavera.

Todavía se oía el cantar de algunos pájaros, cantar que desaparecería con el ruido de los motores de los primeros vehículos que pasarían por delante de su calle, la principal en la urbanización.

Faltaban pocos minutos para que sonara el despertador y para que el encargado de la fábrica de zapatos más popular de la ciudad se despertara.

La semana había sido una de las más productivas del año, por lo que la llegada del fin de semana era una delicia para que sus fatigados huesos descansaran.

A los pocos minutos, la alarma lo despertó. Aunque era sábado, seguía levantándose a la misma hora de siempre. Poder desayunar tranquilo y dedicarse a sus cosas sin la presión de tener que ir al trabajo, no tenía precio.

Abrió los ojos poco a poco y miró hacia la lámpara que colgaba del techo de la habitación mientras se acostumbraba a la claridad.

Como cada mañana, se estiró para desperezarse encima de la cama cuan largo era, pero algo se lo impidió. Se extrañó al no poder hacer un gesto tan cotidiano.

Un segundo después, le entraron ganas de bostezar, pero su boca no se abrió.

No entendía lo que le estaba sucediendo. Intentó levantar la cabeza para mirarse el cuerpo, pero no pudo.

Miró hacia un lado y hacia el otro, desesperado. Sus ojos sí que respondían.

Volvió a probar a mover los brazos y piernas de nuevo, no pudo. Estaba paralizado.

Tenía un  y serio problema.

Intentó gritar, pero sus labios permanecieron cerrados, por lo que solo emitió unos lastimeros murmullos.

La situación era desesperada. Se encontraba estirado en la cama bocarriba sin poder articular palabra y sin poder moverse. No entendía nada.

Se concentró en su cuerpo, no sentía ningún dolor ni pinchazo por ninguna parte. Cada pocos segundos mandaba órdenes a su cerebro para que moviera aunque solo fuera un dedo de la mano o del pie. Nada.

Debía tranquilizarse, si era capaz de relajar cuerpo y mente, tal vez reaccionara a algún estímulo.

Empezó a meditar, puso la mente en blanco y pensó en recorrer su cuerpo mentalmente para tener plena consciencia de sí mismo.

Cerró los ojos y fue recorriendo todas y cada una de las zonas corporales. Pasados unos minutos, en los que su ritmo cardíaco se ralentizó y su ansiedad disminuyó, trató de mover con lentitud los dedos de una mano. Nada.

Desesperado, de nuevo intentó gritar y moverse frenéticamente, pero fue incapaz.

Al final, agotado sin haberse movido ni un centímetro, se volvió a dormir.

Despertó de repente al escuchar un camión de grandes dimensiones pasar por delante de la casa.

Volvió a abrir los ojos e intentó levantarse, pero de nuevo se veía atenazado por aquella incomprensible parálisis.

Le vino a la cabeza algo que le pareció muy extraño. No había sentido las ganas irrefrenables de ir al lavabo a aliviarse, algo que pasaba cada mañana sin excepción. Algo a lo que todo el mundo tenía que hacer frente sin pretextos.

Se concentró en la zona de la entrepierna, pero no sintió nada. Se asustó ante la idea de que se lo hubiese hecho encima y no se hubiese dado cuenta. Por desgracia, no había manera de saberlo. Olisqueó el aire para hallar el desagradable olor, pero no percibió nada. Tal vez, su cuerpo todavía aguantaba.

Las horas se fueron sucediendo durante la mañana y no fue capaz de sentir siquiera el hormigueo propio de cuando se te duerme una extremidad. La parálisis era más seria de lo que el señor Fernández se imaginaba.

Vivía solo y ese fin de semana no había quedado con ningún amigo, por lo que una repentina angustia se apoderó de él. Eso quería decir que hasta el lunes por la mañana nadie lo echaría en falta. ¿Cómo iba a ir al lavabo? ¿Cómo se iba a alimentar? ¿Y a beber?

Le dio la sensación de que empezaba a sudar. Al cabo de un rato se tranquilizó ante la idea de que si no se movía, tampoco consumiría energía, por lo que podría aguantar un par de días sin comer ni beber. Las reservas de su cuerpo tendrían que ser suficientes. Afortunadamente, el señor Fernández estaba un poco entrado en carnes, por lo que su cuerpo se encargaría de gestionarse a sí mismo.

La tarde pasó con idénticos resultados. Se había acostumbrado a ese estado, sin embargo, se aburría muchísimo, ya que su único entretenimiento era contar los cristales de la lámpara que colgaba del techo.

Un par de veces se quedó dormido. Un par de veces tuvo la esperanza de que todo hubiera pasado. No fue así.

El estómago empezó a reclamar alimento y la falta de líquidos le hizo venir una sensación de sed que al principio le costó gestionar.

Y la noche llegó. Todo oscureció y entró en un estado de duermevela que lo mantuvo entre el mundo de los vivos y los brazos de Morfeo.

A la mañana siguiente, cuando las primeras luces del alba invadieron la habitación, abrió los ojos con la esperanza de que todo hubiera sido una pesadilla. Fue a ponerse en pie, pero sus músculos no respondieron.

Maldijo para sus adentros. Su boca permanecía cerrada.

El segundo día de parálisis total empezaba como el primero. No obstante, trató de no enfadarse ni desesperarse. Solo tenía que aguantar un día más para que llegara el lunes y su secretaria tratase de ponerse en contacto con él. Cuando viera que no respondía, seguro que se acercaría a casa para localizarlo.

Las horas fueron pasando, el estómago rugía cada vez más fuerte y la sensación de tener una lija en la boca no hacía más que aumentar.

Trató de moverse en diversas ocasiones del día, un esfuerzo vano. Algo muy grave le debía haber pasado.

Alguna vez había oído casos de personas que habían sufrido pequeñas parálisis de alguna parte de su cuerpo porque un tumor oprimía determinados nervios. Tal vez le sucedía algo parecido. Si la columna vertebral estaba sufriendo algún tipo de obstrucción, eso podría explicar lo que le pasaba. Si no era eso, no sabía qué le sucedía.

No tenía más remedio que esperar a que su secretaria llegase con una ambulancia al día siguiente.

Esa tarde se quedó dormido siguiendo con la mirada a una araña que tejía una telaraña en la lámpara. La bautizó como Úrsula, siempre le había hecho gracia ese nombre.

Y pasaron las horas, estaba seguro de que ya se habría hecho encima sus necesidades y pensó en la vergüenza que pasaría al día siguiente cuando los médicos vinieran a buscarle, pero no podía hacer otra cosa en su estado, deberían entenderlo.

Volvió a pasar una noche intranquila, entre pesadillas, arañas, montones de comida y grandes jarras de agua.

El despertador lo volvió a despertar. El lunes había llegado. Ahora tocaba esperar.

Tras un par de horas, el teléfono móvil que tenía encima de la mesita de noche sonó. El tono era el que tenía asignado para la oficina. Ya se estaban preguntando dónde estaba. No tardarían en llegar.

Pero sí que tardaron, de hecho, hasta bien entrado el mediodía no escuchó como un vehículo paraba enfrente de casa. Oyó unas voces, creyó identificar a Melisa, su secretaria. El resto debía ser el equipo médico de la ambulancia. Estaba salvado.

–Señor Fernández, ¿está usted bien? –gritó su empleada golpeando la puerta.

Intentó gritar, pero no pudo. La falta de alimento y agua habían hecho mella en él, estaba muy débil.

–Señor Fernández, vamos a entrar, no se preocupe.

Unos golpes mucho más fuertes que los anteriores hicieron temblar toda la casa. Los médicos estaban tirando la puerta abajo.

Unos segundos después, se oyó el sonido de la puerta golpeando el suelo y unas pisadas que recorrían las diferentes estancias de la casa.

–Señor Fernández, ¿dónde está? –preguntó la secretaria.

–Vayamos a la habitación. –dijo otra persona.

Los pasos se acercaron y desde su posición en la cama pudo intuir varias sombras que lo observaban desde el quicio de la puerta.

–¡Dios mío! –exclamó la empleada. ¡Qué peste!

Seguro que Melisa había notado el olor de los orines.

–Apártese, señora. Déjenos a nosotros.

–No lo aguanto, lo siento. Creo que voy a vomitar. –la secretaria salió de la habitación dirección al lavabo.

–Hemos llegado tarde. Por el olor que desprende el cuerpo, este hombre lleva muerto varios días. Una lástima. –dijo uno de los médicos.

–Llamaré a las autoridades para que vengan a dar fe del cuerpo y podamos llevárnoslo cuanto antes. –dijo otro de sus compañeros.

Pero qué estaban diciendo esas personas. ¿Era una broma?

–Hola, estoy aquí. No me puedo mover, ayúdenme.

–Pobre hombre, al menos no sufrió ni se dio cuenta de nada. Debió morir el viernes por la noche mientras dormía.

–¡No! ¿Qué estáis diciendo? No puedo haber muerto. ¡No!

En ese momento lo entendió todo, la parálisis, la falta de dolor, la ausencia de ganas de ir al lavabo, todo. Había muerto, pero ¿realmente era eso lo que se sentía? ¿Y aquello de la luz al final del túnel? No había nada de eso.

Estaba condenado a sufrir el más devastador de los aburrimientos atrapado en ese cuerpo sin vida.

–¡Oh, mierda! ¡¿Por qué no pedí que se me incinerara?! –exclamó para sí horrorizado por el futuro que le esperaba.

Las horas siguientes fueron muy desagradables. Los sanitarios le cerraron los ojos, por lo que tuvo que soportar la oscuridad metido en una bolsa hasta que oyó el desagradable proceso de su propia autopsia y como lo acondicionaban para mostrarlo al público en el tanatorio. Oyó los lamentos de sus familiares y amigos, los parlamentos en su funeral y cómo se cerraba la tapa del ataúd y lo introducían en un pequeño nicho. Después todo silencio. Silencio y más silencio.


Solo esperaba que con el tiempo perdiera la cordura, sería la única esperanza de poder soportar todo aquello.



"Musarañas". Alex de la Iglesia







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