El nombre. María Laura Pérez Gras




René Magritte. Pintura Mural

 María Laura Pérez Gras


      Desde la muerte de Fernanda, se había acostumbrado a leer obituarios. Lo hacía mecánicamente como parte del ritual de cada mañana, mientras tomaba su taza de café viscoso y amargo. Hasta que un día leyó su nombre. Sí, completo. Idéntico. Martín Camposanto. Increíble. Una sensación de vértigo le bajó por la espalda y le revolvió el estómago. ¿Sería que ahora estaba oficialmente muerto? Hacía meses que se sentía sin vida, pero nadie podía estar jugándole una broma tan pesada. Dios, quizás. Si es que Dios existía. Martín Camposanto. Evidentemente, un tocayo con peor suerte. No sabía si tragar el café o escupirlo, y una mueca muda se fijó en su cara por unos segundos. Lo volvió a leer para estar seguro. Tomó la guía telefónica y buscó: Camposanto. Encontró varios, pero un solo Martín, y con su propio número. El otro no aparecía. Observó que la viuda había firmado el aviso fúnebre con su nombre completo: Amalia Bóveda de Camposanto. La buscó por su apellido de soltera y sí, ahí estaba. Dio otro sorbo y discó el número. Atendió una jovencita. Martín suspiró, le dio el pésame sin siquiera presentarse, y cuando estaba dispuesto a colgar, la voz le indicó la dirección donde se estaba llevando a cabo el velatorio y que allí estaría su madre para recibirlo. Le cortó abruptamente.
       Martín recortó el obituario y se lo guardó en el bolsillo de la camisa. Era martes. Tenía que ir a trabajar pero se tomó un taxi hacia la casa de servicios fúnebres. Una morbosa curiosidad lo conducía en cada movimiento.
       Obnubilado y todavía con el vértigo en la boca del estómago, entró en la habitación gélida, donde se reunían y confundían algunos pares de pantalones oscuros y ojos desconocidos. El tufillo agrio de cigarrillos y café, mezclado con el sudor de la trasnoche, se le metió por la boca y la nariz hasta provocarle náuseas.
         El tiempo avanzaba clandestinamente en aquella cámara mortuoria sin ventanas. Miró a su alrededor como si buscara a alguien. Y la distinguió, de pronto, entre los que se acercaban a compartir su dolor, o a calmar el propio, tomándola de la mano o abrazándola con respeto. Su cara pálida, los ojos vidriosos, los labios trémulos y entreabiertos, el pelo abundante y oscuro conformaban la remembranza de una imagen admirada en la juventud, pero que en ese momento no podía singularizar de la amorfa materia de la que están hechos los recuerdos. Sabía que la conocía, pero no podía precisar de dónde, ni cuándo, ni cómo. El nombre de Amalia ni siquiera le resultaba familiar.


         Se mantuvo retraído en un rincón, observando la escena, aturdido por el extrañamiento y la ansiedad por recordar. No se animó a ver al muerto. Siempre evitaba ese encuentro en los velatorios y este, en particular, lo impresionaba sobremanera. Se preguntaba si así sería su propio velorio, pero pensó con despecho que él ya no dejaría una viuda que lo llorase.
            Cuando alzó la mirada, se estremeció al ver que la mujer lo estaba observando. Probablemente, se preguntaba quién era él y por qué no la saludaba. O quizás, ella lo reconocía y, entonces, todo se aclararía rápidamente. La mirada de la mujer era inquisidora, misteriosa. Pensó que no podría presentarse con su verdadero nombre porque sería tomado como una broma de mal gusto. Y a medida que avanzaba entre la gente hacia el lugar de la viuda, Martín recordó un nombre que siempre le había gustado por su contundencia viril.
             ―Roque Montalbán, señora. Mi más sentido pésame ―dijo sin respirar, mirándola con descaro, mientras le extendía una mano.
             Por un segundo, creyó ver que los ojos de Amalia se humedecieron de espanto. La mano que Martín estrechó emanaba sudor frío, temblaba. Ella no respondió. Lo miró fijamente y se alejó de él en silencio, como quien ve un fantasma y teme revelarlo. Esta reacción confundió más a Martín. ¿Quién era esa mujer? ¿Lo conocía?
             Amalia pareció decirle algo a un sujeto que estaba junto a ella, y que se dedicó a mirar a Martín hasta hacerlo palidecer. Esto lo impulso a querer irse de allí, sin entender, sin poder resolver el enigma. Pero, antes de atinar a moverse, sintió la punta fría de un arma y una voz grave que lo invitaban a salir a la calle. Apuró el paso torpemente y se encontró con la pared del guardarropas y las manos apretadas en la espalda. El hombre lo increpó con preguntas sin sentido que sonaban a amenazas. Pero la más insólita era la que repetía acerca de su verdadero nombre. ¿Cómo podía saber que él no era Roque Montalbán? ¿Cómo era posible? Martín se mantuvo en silencio, sin saber qué contestar. Este mutismo enfureció al sujeto, y lo arrastró del cuello por la cocina del lugar hasta la salida trasera.
              El sol del mediodía no dejaba huellas de los cuerpos sobre la vereda y la calle estaba completamente desierta. La voz grave lo estremeció cuando le susurró en el oído:
             ―Roque Montalbán se murió hoy, porque otro matón como vos lo encontró antes. Tantos años viviendo con otro nombre, escondido, con miedo… Amalita lo va a enterrar como Martín Camposanto y nadie va a cambiar eso ahora. Si venías a ajustar cuentas, sonaste, hermano, porque yo soy el contador de Roque y no me gustan las deudas que no se pagan.
               Se oyó un disparo y Martín se desplomó sobre la vereda. Y entonces recordó: Amalita era la novia de Roque, su compañero de celda en el penal de Flores. Sí, era ella, la de la foto, la que Roque guardaba bajo la almohada y que le mostraba jurándole que cuando saliera se casaría con ella.

                 Roque Montalbán, su amigo durante esos años solitarios, también se había acordado de él a la hora de elegir un nombre. Ahora entendía, mientras una mano fría le apretaba el corazón y la sangre le manchaba la camisa, hasta teñir el recorte de diario que anunciaba su muerte, ese mismo día.




María Laura Pérez Gras, escritora y académica (Doctora en Letras, Investigadora del Consejo Nacional de Ciencia y Técnica de Argentina (CONICET) y docente de la Universidad del Salvador). Recientemente acaba de presentar su libro “El único refugio” publicado por Ediciones Corregidor.




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