Tuercas y Tornillos. Marcelo Rubio



Norberto "Pappo" Napolitano


Marcelo Rubio

González nunca imaginó ser lo que era.  El primer ruido los sorprendió en el banco. Había ido a retirar un pago por la traducción al alemán de su cuento “Ruleta”. Era una buena cantidad de dinero que nunca creyó recibir.

            Mientras aguardaba a ser atendido hizo rotar el cuello buscando relajarse y ahí oyó como si unos tornillos y tuercas se golpearan dentro de una lata. Se sobresaltó, giró para ver de dónde venía el sonido y volvió a percibirlo. Nadie en el banco parecía haberlo escuchado. Alarmado ladeó la cabeza hacía izquierda y derecha, escuchó que ese bochinche sucedía en su cráneo. Algo parecía estar flojo, moviéndose libre ¿Pero ¿cómo era posible?

            Procuro mantener la calma, recibió la atención del cajero y mientras le contaba los billetes, González movió la cabeza para confirmar con un par de frases lo que sucedía.

- ¿Y ese ruido? – interrogó González.
- ¿Cuál, señor? – respondió el cajero.

            Confirmada su sospecha salió del banco, el ruido le estaba causando una tremenda jaqueca. Decidió suspender la visita a la universidad donde debía finiquitar los detalles de la charla sobre Literatura Inglesa. El sencillo acto de caminar le provocaba en la cabeza ese bochinche. Cuando chico su padre tenía un taller a los fondos de la casa, allí guardaba herramientas. Usaba unas latas de galletas para amontonar piezas, tuercas y tornillos. A ese recuerdo le remitía el sonido retumbando en el cráneo.

            Llegó al departamento, tomó un analgésico y se recostó. Procuró quedarse quieto para lograr dormir. Pensó que al despertar se sentiría mejor y hasta podría escribir un relato con esa experiencia.

            Soñó algo impreciso, un mar, dos soles azules, una chica desnuda besando a Shakespeare. Rotó en la cama y el ruido de tornillos y lata lo despertó. Se incorporó, la almohada estaba hundida como si hubiera descansado un adoquín. Pero no fue eso lo que alarmó a González, sino la pequeña mancha de aceite quemado que ensuciaba la funda. De una corrida fue hasta el baño, procuró alinear los espejos para observarse los oídos. Salvo una pequeña gota negra en el pabellón derecho, no veía nada.

            González vivía solo, no tenía familia ni amigos. En verdad tenía uno, pero residía en Bogotá, demasiado lejos como para contar con su ayuda. Se vistió despacio, cada movimiento alimentaba el ruido que le destrozaba los nervios y hacía crecer la jaqueca. Tomó un taxi para ir al hospital, le pidió al conductor que manejara lento y al momento de explicarle el motivo de la solicitud prefirió callar. Sabía de hombres encerrados en loqueros por oír voces extrañas, conocía historias de soldados que en el silencio seguían escuchando el caer de las bombas. Bajó en el sanatorio. En la guardia dudó si pedir por un psicólogo o un clínico.

            La secretaria le solicitó dos veces que le explicara el problema. Se ubicó en una silla a la espera de ser atendido. Cerró los ojos y procuró mantener el equilibrio de la cabeza. Encontró unos instantes de paz que no duraron mucho. El doctor lo hizo pasar al consultorio. Escuchó los síntomas que narraba González. Le hizo un par de preguntas. Le tomó la presión, le observó la mirada. Lo auscultó, revisó los oídos. Meneó la cabeza y ordenó una radiografía de cráneo.

- ¿Es grave, doctor?
-No lo sé aún, esperemos los resultados.

            También le tomaron una muestra de sangre e hicieron estudios de equilibrio. Pidió un sedante y se lo aplicaron, no había comenzado a hacer efecto, cuando el doctor volvió a llamarlo. El médico habló pausado, dijo que él no podía hacer nada, que jamás había visto algo así, que había consultado con un par de colegas y todos coincidieron que no era un tema médico. Le mostró la radiografía de cabeza, se podía ver un círculo perfecto, algo inclinado. En otra de las tomas laterales el círculo parecía un paréntesis con una punta saliendo del centro, como un mástil. El doctor le entregó una tarjeta.

-Vaya a ver a este hombre, dicen que es el mejor.

            González observó la tarjeta:

“Edson Pérez – Técnico mecánico en sintonía”

            Levantó la vista, vio el gesto afirmativo del doctor moviendo la cabeza como él no podía hacerlo.

-Hágame caso González, es lo mejor que puedo hacer por usted. Llévele las radiografías, le serán útiles.

            Incrédulo de los hechos, y con paso lento, González se dirigió a la salida, volvió a subir a un taxi, a pedir que lo llevaran despacio. No tenía salida o iba a local o volvía a su casa. El negocio de Edson estaba abierto, el propio Pérez lo recibió.

            González le explicó lo que sucedía, le entregó las radiografías. También le dijo que ya no soportaba más ese ruido.

- ¡Ajá! – dijo Pérez y se limpió las manos sucias de grasa con un trapo bastante inmundo - ¿Y percibe algún zumbido, un acople?
-No, al menos no creo haber sentido eso.
-Venga por aquí – lo invitó el técnico mecánico y le señaló un banco de trabajo.

            Edson movió un par de cajas haciendo lugar y le pidió a González que ubicara la cabeza de costado. Acercó un potente reflector. Se tomó algunos minutos para observar. Luego dijo.

-González ¿Usted usa celular?
-No, no me interesa la tecnología y además…
-Bueno, vaya pensando en comprarse uno – interrumpió Edson y observó la cara de sorpresa que tenía González – Ya le soluciono el problema.


- ¿Pero ¿qué tengo?
- ¿Qué tiene? Dos cosas, primero suerte de haber dado conmigo, un especialista y segundo usted es un privilegiado ¿entiende?
-No.
-Usted es una antena humana, una antena de recepción y emisión de frecuencias de celulares.
- ¿Qué? Pero si yo.
-Se ve que se desacomodó alguna pieza hace rato, pero como recién ahora lo activaron, entonces aparecieron estos problemitas.
- ¿Activaron? ¿Quiénes?
- Los de la compañía de celulares, González.
-Pero…
-Si, seguro que no le avisaron. Son así ¿vio? – dijo y revoleó la mirada – Bueno, deme un segundo que ajustó aquí.
-Si, pero…
-Pero, pero, pero, basta González. Usted es un hombre antena, mi viejo, lo felicito.
-Yo no quiero.
-No, no entendió González, no es cuestión de querer o no. Usted es y listo. La industria de los celulares esta creciendo en forma increíble, ya casi no hay lugar para meter antenas, entonces se les ocurrió esta manera tan original. No me pregunten como lo hacen, pero acá está. Mire, en este mundo uno ya no es lo que quiere ser, sino aquello que le dejan ¿Entiende? Le ponen una etiqueta y usted la cumple, punto. No ponga esa cara de disgusto, hombre. ¿Qué prefería tener alguna enfermedad de esas bien jodidas? Listo. A ver, mueva la cabeza.

            Con algo de temor González movió la cabeza, no escuchó ruidos. Se alegró.

-Genial, no siento nada.
-Vio.
-Soy normal otra vez.
-Bueno – dijo Pérez limpiando la pinza que había usado para el trabajo – normal lo que se dice normal…
- ¿Qué quiere decir?
-No se entusiasme porque ahora va a empezar a escuchar todas las comunicaciones telefónicas del barrio.
- ¿Cómo?

-Son ciento cincuenta pesos, González. Vuelva la semana que viene y le doy un ajustecito técnico, a lo mejor le molesta un poquito los agudos. Ojo, no le cobro extra, tiene dos servicios gratuitos de mantenimiento. ¿Qué le parece?






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